jueves, 5 de julio de 2012

De príncipes y sapos: el amor


¡Ay! El amor… el amor… Este  tema  polivalente en grado sumo, capaz de encender o de apagar vidas, de llevarlas al cielo o al infierno, de atraer al placer y felicidad o a la amargura y al dolor, es la realidad humana por excelencia que tan pronto sana como enferma…

Muchos de los lectores de “Andrea. Biografía de una visionaria” les llama la atención el modo en el que el amor aparece en escena: para algunos se trata de una idealización del mismo, mientras que para otros se define al amor tal cual es. Ciertamente la protagonista apuesta, casi a ciegas, por el amor como instancia salvadora de la soledad y del sinsentido.   

¿Es que existe ese amor pleno y profundo, capaz de sacar de sí mismo una acuarela de intensos colores para salvarnos de la rutina gris de lo diario? ¿Es que existe ese amor vigorizante y mágico, con el suficiente poder de convertir sapos en príncipes, tal como en los cuentos de hadas?
Tal vez algunas veces nos hayamos sentido profundamente enamorados, gustando la intensidad de un sentimiento que nos transporta a otro plano y nos hace vibrar en una sintonía divina, por tener la sensación de haber encontrado “nuestra alma gemela”, es decir, aquella persona que promete salvarnos de la soledad y que, repentinamente, saca lo mejor de nosotros. Por otro lado es posible que hayamos tenido la esperanza de transformar los “sapos” de ese ser amado en el príncipe soñado… “Si encuentra el amor (mi amor) cambiará”, “gracias al amor (mi amor), madurará”, “conmigo será diferente”…
Personalmente creo que ese amor –posible- tiene una instancia idealizada, y luego una bajada abrupta a la realidad cuando el amor de pareja reclama la aventura de la vida en común. En cierto sentido aquellos que ven en el matrimonio o en el compromiso de convivencia el temido asesino de este estadio de enamoramiento, tienen razón. La convivencia, más allá de príncipes y castillos, con su exigencia de acuerdos, de cuentas a pagar, de decisiones conjuntas donde se confrontan dos alteridades con sus propias cosmovisiones, y peor, dos inconscientes con sus respectivos sistemas defensivos… hacen aflorar nuevamente todos los sapos que parecían haberse quedado atrás. Todos los sapos: los del amado y los propios.
¿Falló el amor? ¿O simplemente se acaba? ¿Elegimos a la persona equivocada? ¿Nos resignamos a esta gris realidad acomodándonos del modo en que menos dolor nos cause, o nos abrimos a otras alternativas? ¿O directamente renunciamos a creer en el amor?
Las relaciones humanas siempre son complejas, -¡cuanto más las de pareja!- por ello según mi parecer, no existen recetas, pues cada realidad es única; sólo quisiera transmitir lo que yo he podido esclarecer al respecto:
En primer lugar ese sentimiento magnético al que llamamos “enamoramiento”, posee el poder de totalizar nuestra atención, por lo tanto todas las otras cosas quedan en segundo plano, y dentro de “todas las otras cosas” están nuestros propios sapos. Así, gracias al “amor” tenemos la impresión que nos desembarazamos mágicamente de nuestras zonas oscuras. La convivencia con ese príncipe soñado, tarde o temprano, nos hace reaparecer todo lo que creíamos superado. Es que nada en nosotros desaparece sino cuando se resuelve.
En segundo lugar, los sapos del otro se convierten en príncipe no gracias a un beso que rompa el hechizo, sino a la decisión y al trabajo interior de la persona. El saberse amado puede ser un incentivo al cambio, pero en definitiva el cambio lo hace cada uno  piel adentro, y a vece ese proceso reclama demasiado tiempo, más del que podría esperar el amado sin hacerse daño.
Porque el auténtico amor al otro incluye el amor a sí mismo. Un amor que hace daño no es amor, un amor a costa de la integridad propia no es amor. El amor, o hace ser a ambos, o no es amor.
¿Entonces? ¿Habrá que intentar estar enamorados una y otra vez sin pasar por la convivencia para resentir el placer de ese sentimiento prodigioso? El amanecer que pone fin a un bello sueño nos hace sufrir en cierto sentido la desilusión, pero el amanecer es la única posibilidad de hacer del sueño realidad. Si se pretende vivir de ensoñación en ensoñación, la soledad será cada vez más pronunciada.
Soñar con exquisitos manjares no sacia el hambre y la sed. Si no despertamos a trabajar por nuestro alimento, moriremos soñando. La muerte del amor es la soledad.
¿Entonces? ¿Nos resignamos a los sapos? Creo que la sublime belleza del amor, donde no se descarta momentos de plenitud del placer y del gozo, está en nuestro empeño cotidiano de convertir nuestros propios sapos interiores en príncipes, de modo de hacerle a la pareja más sencillo el complejo arte de amarnos.
En definitiva, el amor sí puede desarmar hechizos y aflorar príncipes en sapos, sólo que no de un modo extraordinario, sino gracias a un trabajo interior de superación personal. Y para ello, la convivencia aporta un sinfín de oportunidades: es lo que en definitiva nos perfecciona y nos ayuda a centrarnos en nuestra propia realidad. Es por ello que el amor, en su sabiduría milenaria, apunta a la convivencia, pues es el crisol donde se hace real.
Si el amor es una aspiración ideal o una realidad, depende en definitiva de la elección de cada uno.