¡Ay! El
amor… el amor… Este tema polivalente en grado sumo, capaz de encender o
de apagar vidas, de llevarlas al cielo o al infierno, de atraer al placer y
felicidad o a la amargura y al dolor, es la realidad humana por excelencia que
tan pronto sana como enferma…
Muchos
de los lectores de “Andrea. Biografía de una visionaria” les llama la atención
el modo en el que el amor aparece en escena: para algunos se trata de una
idealización del mismo, mientras que para otros se define al amor tal cual es.
Ciertamente la protagonista apuesta, casi a ciegas, por el amor como instancia
salvadora de la soledad y del sinsentido.
¿Es que
existe ese amor pleno y profundo, capaz de sacar de sí mismo una acuarela de
intensos colores para salvarnos de la rutina gris de lo diario? ¿Es que existe
ese amor vigorizante y mágico, con el suficiente poder de convertir sapos en
príncipes, tal como en los cuentos de hadas?
Tal vez
algunas veces nos hayamos sentido profundamente enamorados, gustando la intensidad
de un sentimiento que nos transporta a otro plano y nos hace vibrar en una
sintonía divina, por tener la sensación de haber encontrado “nuestra alma
gemela”, es decir, aquella persona que promete salvarnos de la soledad y que, repentinamente,
saca lo mejor de nosotros. Por otro lado es posible que hayamos tenido la
esperanza de transformar los “sapos” de ese ser amado en el príncipe soñado…
“Si encuentra el amor (mi amor) cambiará”, “gracias al amor (mi amor), madurará”,
“conmigo será diferente”…
Personalmente
creo que ese amor –posible- tiene una instancia idealizada, y luego una bajada
abrupta a la realidad cuando el amor de pareja reclama la aventura de la vida
en común. En cierto sentido aquellos que ven en el matrimonio o en el
compromiso de convivencia el temido asesino de este estadio de enamoramiento,
tienen razón. La convivencia, más allá de príncipes y castillos, con su
exigencia de acuerdos, de cuentas a pagar, de decisiones conjuntas donde se
confrontan dos alteridades con sus propias cosmovisiones, y peor, dos inconscientes
con sus respectivos sistemas defensivos… hacen aflorar nuevamente todos los
sapos que parecían haberse quedado atrás. Todos los sapos: los del amado y los
propios.
¿Falló
el amor? ¿O simplemente se acaba? ¿Elegimos a la persona equivocada? ¿Nos
resignamos a esta gris realidad acomodándonos del modo en que menos dolor nos
cause, o nos abrimos a otras alternativas? ¿O directamente renunciamos a creer
en el amor?
Las
relaciones humanas siempre son complejas, -¡cuanto más las de pareja!- por ello
según mi parecer, no existen recetas, pues cada realidad es única; sólo
quisiera transmitir lo que yo he podido esclarecer al respecto:
En
primer lugar ese sentimiento magnético al que llamamos “enamoramiento”, posee
el poder de totalizar nuestra atención, por lo tanto todas las otras cosas
quedan en segundo plano, y dentro de “todas las otras cosas” están nuestros
propios sapos. Así, gracias al “amor” tenemos la impresión que nos
desembarazamos mágicamente de nuestras zonas oscuras. La convivencia con ese
príncipe soñado, tarde o temprano, nos hace reaparecer todo lo que creíamos
superado. Es que nada en nosotros desaparece sino cuando se resuelve.
En
segundo lugar, los sapos del otro se convierten en príncipe no gracias a un
beso que rompa el hechizo, sino a la decisión y al trabajo interior de la
persona. El saberse amado puede ser un incentivo al cambio, pero en definitiva
el cambio lo hace cada uno piel adentro,
y a vece ese proceso reclama demasiado tiempo, más del que podría esperar el
amado sin hacerse daño.
Porque
el auténtico amor al otro incluye el amor a sí mismo. Un amor que hace daño no
es amor, un amor a costa de la integridad propia no es amor. El amor, o hace
ser a ambos, o no es amor.
¿Entonces?
¿Habrá que intentar estar enamorados una y otra vez sin pasar por la
convivencia para resentir el placer de ese sentimiento prodigioso? El amanecer
que pone fin a un bello sueño nos hace sufrir en cierto sentido la desilusión,
pero el amanecer es la única posibilidad de hacer del sueño realidad. Si se
pretende vivir de ensoñación en ensoñación, la soledad será cada vez más
pronunciada.
Soñar
con exquisitos manjares no sacia el hambre y la sed. Si no despertamos a
trabajar por nuestro alimento, moriremos soñando. La muerte del amor es la
soledad.
¿Entonces?
¿Nos resignamos a los sapos? Creo que la sublime belleza del amor, donde no se
descarta momentos de plenitud del placer y del gozo, está en nuestro empeño
cotidiano de convertir nuestros propios sapos interiores en príncipes, de modo
de hacerle a la pareja más sencillo el complejo arte de amarnos.
En
definitiva, el amor sí puede desarmar hechizos y aflorar príncipes en sapos,
sólo que no de un modo extraordinario, sino gracias a un trabajo interior de
superación personal. Y para ello, la convivencia aporta un sinfín de
oportunidades: es lo que en definitiva nos perfecciona y nos ayuda a centrarnos
en nuestra propia realidad. Es por ello que el amor, en su sabiduría milenaria,
apunta a la convivencia, pues es el crisol donde se hace real.
Si el
amor es una aspiración ideal o una realidad, depende en definitiva de la
elección de cada uno.