FAVIANA. La prostituta.
I.
Aprieto.
Lo intentó, pero de algún modo esa monja
boba lo sabía. Intentó esconderlo: se calzó un Jean azul, un pulóver rojo —el
más sobrio que encontró— unas apáticas botas negras; se lavó la cara del
maquillaje, montó unos anteojos oscuros y se ató el cabello. Caminaba
intentando no contornearse, y hablaba sólo lo justo y necesario.
Demasiado esfuerzo para nada: la monja
lo sabía. Después de todo, ¿a qué puta se le ocurre mandar su pequeña a un
colegio de monjas?
¡A ella! ¡Sólo a ella! Pensó que podía
pagarlo, pero en los últimos meses se le hizo cuesta arriba por esas manditas
semanas que no pudo trabajar culpa de aquel degenerado. Ahora la monja la
citaba, seguramente para exigirle el pago.
Sabía que la beca era posible, sabía
incluso de planes de pago, pero también sabía que las madres de las otras niñas
andaban comentando de su “trabajo dudoso”, del ambiente poco propicio en el que
vive la pequeña Jenny, su hija, y de lo inconveniente que es para el resto
tener una compañerita “así”.
Y eso influía en su contra tanto para la
beca como para el plan de pago.
—Hermana... sólo le pido un plazo.
Estuve enferma y por eso no pude trabajar. Inmediatamente pueda, se lo pago.
Anabel estaba en aprietos, no quería
parecer dura, y sin embrago la decisión estaba tomada.
—Quizás sea lo mejor que para el año
busques otra escuela para tu hija...
—¿Por qué? Si yo se lo voy a pagar todo. ¿Por qué no le
van a dar el asiento a mi hija?
—Porque —dudó—… porque vemos que con tu
“trabajo” no puedes afrontar los gastos de esta escuela.
—¿Y sabe en lo que trabajo?
—Sí.
Lo sabía, claro que lo sabía. Es algo
que no se puede ocultar.
—No dé tantas vueltas. El problema es
ese, ¿verdad? No es cuestión de la plata, es por mi trabajo.
—Bueno... sí.
—¿Y por qué no me dice las cosas
claramente? Yo tuve la ilusión de que podrían no darse cuenta. ¡Infeliz de mí!
Después de todo debería saber demasiado bien que a una prostituta se la corre
de todos los lugares que quieran ser “limpios”. ¡Córrame a mí! Pero no a mi
Jenny. Quiero para ella algo mejor.
—¿Y tú crees que nosotros podemos hacer
algo? Ella es niña, y vive como normal lo que recibe de su casa.
—¡Su casa soy yo! Y le doy lo que
necesita: cariño. Yo trabajo en lo que trabajo porque necesito la plata. Pero a
ella la protejo lo mejor que puedo.
—Bueno... pero... tu trabajo no es
honrado.
¿Qué mierda sabía la monja de la vida?
Sólo el que vive en una cajita de cristal puede darse el lujo de juzgar a los
demás. Faviana deseó ver a esa mujer vestida de gris lidiando con Tigre, y con
esa cadena infinita de hombres que van a depositar en su cuerpo soledades,
ardores, impotencias, frustraciones, degeneraciones, perversiones.
“Ya quisiera que la pobre tuviese que
vivir mi vida, ahí va a saber lo que es honesto o no”.
—No puedo hacer otra cosa —le susurró
intentando no enardecerse.
—El que quiere, puede.
¿Qué mierda sabía la monja de la vida?
En lo real ese dicho era absurdo. Si ella quería cambiar, vivir de otro modo...
¿Qué pasaría con Tigre? ¿La soltaría así no más? ¿Y de qué trabajaría? Era
prostituta desde los diez años, su “trabajo” le había tallado el cuerpo y
configurado la personalidad, no sólo no sabía hacer otra cosa, sino que no
sabía “ser” otra cosa.
Pero para Jenny no quería el mismo
destino. Ella la cuidaría muy bien de, cuando llegare el momento, alejarla de
Tigre y darle una posibilidad diferente. Por eso hacía el enorme esfuerzo de
mantenerla en ese colegio a pesar de toda la corriente en su contra, y el
“esfuerzo” no sólo era monetario sino más bien de amor propio. Le resultaba
humillante tener que rozarse, y por mucho que lo evitara debía hacerlo, con un
círculo diverso al suyo, donde se sentía profundamente estigmatizada.
Había logrado inscribirla en el Jardín
de Infantes del Colegio San Jorge a través de una vecina amiga de la portera.
La vecina acudía al establecimiento las veces que fuera necesario. Así esperaba
pasar inadvertida. Pero hubo una reunión obligatoria que Rosa, la vecina, no
pudo asistir y tuvo que hacerlo ella. Trató de pasar inadvertida, mas los demás
padres la vieron aparecer, y supieron lo que era.
“¿Acaso tengo un cartel?” Era un estigma
difícilmente ocultable.
—Dígame, hermana Anabel, ¿qué daño hago
yo al Colegio? Lo de las cuotas atrasadas es una desgracia pasajera, que a
cualquiera le puede pasar.
—No es al colegio, es a tu hija. Tú la
has anotado en una escuela católica, con eso se supone que quieres para ella
una educación religiosa. Y tú misma no vives tu vida de acuerdo a esa fe.
—¡Porque no puedo! Ustedes creen que
nosotras somos prostitutas porque nos encanta tener sexo con los hombres.
Ustedes creen que lo disfrutamos. Es un trabajo, y punto. De eso vivo desde los
diez años.
—¡Diez años!
—Para que vea. A los diez mi padrastro
me inició. Desde entonces soy prostituta. Es mi vida. Me guste o no, es mi
vida. ¿Lo entiende? Para Jenny no quiero lo mismo.
—Lo entiendo —sus ojos pestañeaban
demostrando su perplejidad—… En realidad, no lo entiendo. Le soy sincera, no lo
entiendo.
—¡Qué curioso! Yo sí la entiendo a
usted. No sé si usted por sí misma me correría. Pero tiene que cuidar la
reputación de este Colegio. Usted me quiere sacar del medio por el comentario
de los ricachones padres de las compañeritas de Jenny. Ellos presionan porque
quieren que sus adorables hijitas nacidas en una cuna de oro no se contaminen
con la mugre que hay en la sociedad. Pues para que lo sepa, muchos de esos
padres que aparecen en sus reuniones, que tragan las hostias en sus misas, son
nuestros mejores clientes. Quizás tengan un trabajo honesto, pero se lo aseguro
que más de uno de esos santulones se tiran varias canitas al aire con nosotras.
¡Y mejor que ni le cuente lo cerdos que son! Puritanos a la luz del sol,
endiablados en la oscuridad.
“Pero como todo es cuestión de
apariencias, yo llevo las de perder.
Anabel, entendiendo o no, suspiró.
—Yo te espero con el pago —dijo sin
convencimiento—, pero la decisión última no la tomo yo. Si te soy sincera, te
diría que es cuestión de apariencias y que tú llevas las de perder.
“Al menos es franca” pensó Faviana. Y
luego de algunos segundos, preguntó:
—“¿No me da alguna esperanza?”
—La del milagro.
—Si creyera en los milagros, tendría la
esperanza de cambiar de vida. Pero la vida me demostró que los milagros no existen...
La ventana de la rectoría estaba
abierta, dejando al descubierto un sólido enrejado negro. En su congoja Faviana
no lo notó sino hasta entonces, cuando una ráfaga de fragancias suaves la
invadieron, a pesar del aire frío. Como por instinto, dirigió su mirada hacia
la ventana, donde pendía hacia afuera, en el borde inferior, un blanco
macetero, lánguido y depresivo, sobre el que aparecían, endebles y raquíticas,
algunas matas ralas florando una especie de trébol negro, grande.
—¿Qué planta es esa? —preguntó la
prostituta, sin saber por qué.
—Le llaman “pensamientos”.
—Se están muriendo.
—Según el jardinero, en los pensamientos
está todo.
—¿Qué todo?
—La clave de nuestra vida. Pensamientos
oscuros, vida oscura. Pensamientos vivos, vida “viva”.
—¡Ojalá! ¡Ojalá fuese así de fácil!
Por un instante Faviana desbloqueó el
menguado dique dulce de los sueños... Su mente dibujó aquella niña delgada al
límite que, mientras su cuerpo sucumbía al vaivén de esos señores grandes y
apestosos, cerraba los ojos imaginándose extensas praderas —como en la tele—,
hermosos vestidos vaporosos y blancos, muñecas peponas para jugar a la mamá,
libros y cuadernos de olor virgen para estudiar.
El recuerdo la hizo sonreír. ¡Si
realmente fuese cierto que en los pensamientos está todo!
Ni las praderas, ni los vestidos, ni las
muñecas, ni los libros se hicieron nunca realidad. Por el contrario, en la
medida que su mente crecía se daba cuenta de lo que significaba su “trabajo”.
Entonces, dejó de soñar.
Ese lapso de corriente agradable la
sumergió en un estado de conciencia indefinido; como si, contemplando aquello
pensamientos mustios, se hubiese dormido sin dormir.
No supo, ni vio, al jardinero que hundía
la pala en el interior del macetero.
II.
Tigre: temido salvador.
Dolía, más de lo habitual.
—¡Animal! ¡Detente! —le gritó al cerdo
de ciento cincuenta kilos que tenía encima.
Por toda respuesta, él comenzó a tirarle
los cabellos mientras jadeaba como un perro.
—¡Detente te digo! —insistió.
Al no obtener respuesta alguna, le
golpeó para desasirse.
Él la encaró con sus ojos inyectados de
rabia primitiva. Sin ver cómo ni por dónde venía, ella sintió duros golpes en
su rostro. Amortiguada por la impresión, de pronto se dio cuenta que estaba
bañada en sangre.
—¡Ay! Loco de mierda. Déjame que yo no
soy para sádicos.
—Eres una puta y con eso basta —le
espetó con voz queda— ¡Puta de mierda! Eres mía.
El pánico le daba fuerza, pero aún
cuando doblase lo normal, no se podía liberar de aquel gordo bruto y
degenerado.
—¡Tigre! —gritó la mujer con todo lo que
tenía de potencia.
—¡Cállate o te mato!
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! —aulló hasta
que una manaza de mármol le aprisionó sus labios.
Se debilitaba, y en la lucha desigual,
vio perfilarse el oscuro rostro de la muerte.
Una ráfaga de alivio brotó de su ser
cuando sintió que le retiraban el pesado lastre de su cuerpo casi extinto.
Confusamente, lidiando contra el desmayo, vio a través de los manchones rojos
de su propia sangre a dos hombres intentando reducir al gordo. Ahí no más
apareció un tercero, armado hasta los dientes.
—¡Chancho de mierda! A mis chicas no se
les hace eso.
Y silbó un disparo que fue a dar en el
hombro del degenerado.
Faviana, que siempre temía la presencia
de Tigre, nunca sintió tanta alegría al verlo. Era robusto, tez blanca, nariz
prominente, ojos claros, frente pequeña. Cabellos rizados castaños, largos
hasta la cintura, atados por la nuca.
Era su dueño y señor. Y ahora más, pues
le debía la vida. Y él se la cobraría, de un modo u otro.
—Llévenlo afuera y denle una lección! Lo
que es de Tigre, Tigre lo cuida.
El tipo aullaba de dolor y de espanto.
Clamando piedad como un imbécil, fue llevado a rastras hacia fuera. Faviana
sabía lo que le esperaba, y por tanto podía darse por muy bien vengada.
Fuera de peligro, se incorporó para verse.
La zona de su pelvis sangraba con fluidez, lo mismo que los brazos y la nariz.
—Ese hijo de puta tenía una navaja
—comentó Tigre al verla—. Le van a quedar pocas ganas de usarla.
La mujer se sintió desfallecer y comenzó
a gemir.
—No te preocupes, ya te traigo al
médico.
Tomó su celular y marcó un número. Habló
algo y luego acudió hacia la cabecera de la cama donde yacía la cada vez más
pálida prostituta.
—Ya viene. Me debes la vida, putita. Sin
mí estarías muerta. Escúchame bien, putita, me perteneces para siempre. Que no
se te olvide.
Se sentó cerca de la cabellera de la
mujer. Sacó de sus bolsillos un pañuelo a pintas, y más como un gesto simbólico
que efectivo, se lo aplicó a la sangrante nariz de la herida.
Faviana sentía que su existencia se
escurría del cuerpo en un fluido continuo de sangre. Sin oír los vocablos de
Tigre, comprendía perfectamente la situación: si sobrevivía era gracias a él, y
por lo tanto, mientras respirara en este mundo, debía sometérsele.
A cualquier alma normal se le habría partido
el corazón ante la vista de aquel cuerpo raquítico, retorcido de dolor, desnudo
y transparente, forrado de coágulos renegridos de sangre gruesa. Mas a Tigre,
normal o anormal, la situación endulzaba de placentera adrenalina su agrandado
ego. Se regodeaba internamente de aquel inhumano paisaje, pues le daba a él la
posibilidad de sentirse superior, de sentirse necesario, de sentirse dios.
No siempre ocurrían cosas así, porque su
patota filtraba mucho la clientela de su séquito de putas. Y ahora, ellas
seguramente sabrían lo de Faviana, y le tendrían una veneración superior, por
lo que podría exigirles más plata a cambio de su “protección”. En medio de la
bajeza humana más ignominiosa, él reinaba.
—¡Ja! ¡Ja! Tigre es tu salvador ¡Ja!
¡Ja! Tu vida es de Tigre.
Pero esa vida no habría sido ni de Tigre
ni de ella misma si no fuera por la pronta llegada del médico.
—Hola Tigre —saludó al entrar— ¿Qué ha
pasado con la puta?
—Lo que ves, un sádico.
Él la comenzó rápidamente a revisar en
la misma medida que intentaba frenar las hemorragias.
—Los cortes en los brazos están hechos
con una navaja. Abajo... ¡Uy! por un tiempo no podrá trabajar. Perdió mucha
sangre, sería bueno una transfusión.
—Es imposible si hay que llevarla a
algún hospital.
—Vivirá, pero le costará recuperarse. A
la sangre, se la puedo administrar en su casa.
—Que sea así.
—Está inconsciente. Voy a empezar a
suturarle los cortes.
Y comenzó su desagradable labor.
Consumió largo tiempo en hacerlo. Luego, Tigre tomó su cuerpo frágil como si se
tratase del de un bebé, salió del cuarto y se deslizó con precaución por el
estrecho corredor. A él confluían una decena de pequeños cuartos, habilitados
para el negocio del placer.