martes, 21 de julio de 2015

Ave Fénix



¡Detén tu vacía agitación,
Enredada madeja de ideas,
Sentimientos y preocupación!
Cesa tu correr para la nada,
Enfermo y herido corazón…

Cual remota y desértica isla
Es de tu alma su habitación;
Que asentada en la ribera
Ansia la tabla de la salvación
Asir con brava necesidad.

Y así con denodada pasión
Contempla el fluir de la marea
Que arrastra en su sangre la razón
De mil existenciales fracasos:
Rotos sueños contra el murallón
De una inaceptable realidad…

Pero es nítida realidad
Lo simplemente ¡real!
Increíblemente duro
Indeciblemente doloroso.
Cruel verdad.

Donde se fragua la vida: fallar.
Al temido enemigo encontrar
En la mesa, en el convite de hermanos
Entre cantares de gran amistad.
¡Qué destierro tan absurdo e injusto!
¡qué viciada esta enorme soledad!
Allí come, bebe, baila y ríe,
El taimado enemigo mofándose
De a mis queridos engañar…

Y si éste banquete era mi sueño
¿Cómo reanimaré mi soñar?
¡Qué destierro tan absurdo e injusto!
¡Qué viciada esta enorme soledad!

Alma que vives por simple impulso
Detén tu ilimitado marchar
Calla el desvarío de tu mente
Para la voz sabia escuchar:
Cada pieza de tales naufragios,
Traen en su aparente informidad
La clave de un nuevo, magestuoso
Y osado sueño que hacer verdad.

Sólo se precisa el valor
Para colocarse en pie
Y que tu alma dolorida
Despliegue las alas
Del poderoso soñar.
¡Y volver a apostar la vida!
¿para otra vez fallar?
Es miedo y más que miedo
Pánico a enfrentar…
Pero tal vez ¿por qué no?
Esta vez diferente sea
¡Qué más da:
Morir o soñar!


Volver a soñar…

martes, 7 de julio de 2015

Con motivo de la presentación de "Siete Rostros para una Mujer"



Mi mente alberga ciertos cuadros de mi vida que navegan de modo preferencial en el mar de los recuerdos. A penas entrecierro los ojos, o bien frente a la variedad d conversaciones sociales sobre temas vinculados de algún modo a dichos cuadros, emergen con nítida fluidez.
La publicación de “Siete Rostros para una Mujer” (http://www.amazon.com/dp/B0112CNVGE) es la ocasión por excelencia para que varios de ellos se asomen a la ribera de mi consciente.
Uno de ellos, tal vez el principal de esta serie, me remonta a mis largos años tejidos en la vida religiosa, donde me encuentro en la capilla del colegio animando un momento de reflexión propuesto a un grupo de estudiantes del magisterio: público adulto, tal cual la preferencia de mi empatía. En medio de mi nada extensa plática (la que según el decir de varios era bien conceptuada) miré con decisión esa sinfonía de rostros atentos, y me surgió esta pregunta: “¿Cómo sé yo si a esta gente le sirve lo que enseño si no vivo la vida al modo de ellos? Yo no tengo que lidiar con las vicisitudes de la vida de pareja, ni afronto la responsabilidad de criar hijos, dispongo de techo y comida asegurado de por vida, y no tengo incertidumbres sobre la supervivencia económica y social…” Fue un pensamiento fugaz, replicado al instante luego de haberse elaborado: “un médico no precisa pasar por todas las enfermedades para saber su oficio”.
¡Pero qué poder el de un “sanador herido”!
Años más tarde veía correr en las desgastadas hojas de mis anotaciones los distintos personajes que hacen a “Siete Rostros para una Mujer”; aún era monja, el último año. Escribía por un puro impulso interior, sin planificación ni objetivo, como si la mente se conectase con la pluma sin pasar por la mediación de la consciencia. Al terminar un capítulo ni yo sabía cómo continuaría aquello.
Los personajes parecían cobrar vida de modo autónomo; y así se definieron a sí mismos e interactuaron construyendo la novela. Los cuestionamientos surgían como agua de manantial, con vehemencia, agudeza y, por sobre todo, crudeza en extremo. ¡Un cuestionamiento a mi propia forma de vida! Mientras el doctor Palacios asediaba a la pobre Anabel (capítulo “Planteamientos en torbellino”) mi sorpresa y temor crecían en forma acelerada: “¿Cómo llegaría a responder a esto?” me pregunté. Y es que aún tenía la esperanza de encontrar la salida dentro de la misma vida religiosa…
La de-construcción del mundo religioso, operada en el “Ni siquiera puede ser buena”, es absoluta y radical, puesto que se confronta dicho “ethos” con sus propios principios, sus propias bases, que son el decir de Dios (profecía) y la libertad para amar al prójimo (servicio).
¿Cómo aparece la idea de encarnar siete mujeres (las más de ellas hostiles a la religión) para elaborar la re-construcción de lo destruido? Supongo que el cuestionamiento sobre la relevancia de una vida lejana al común de la gente continuó subyaciendo en el fondo de mi angustiante experiencia. Así viene a la luz Mariana, con su sexualidad anulada en los lares de la culpa y el desamor; así Faviana, la prostituta que da la vida por salvar a su hija; así Alejandra, para quien su persona vale sí y sólo sí pertenece a la alta clase social, y en ello aniquila su dignidad de mujer; así Constanza, quien instrumentaliza su sexualidad como modo de conseguir un buen nivel económico, ahogándose en la soledad; así Marta, una pobre portera (más que portera pobre) que simplifica lo bueno y malo de la existencia a disponer o no de dinero; así Roxana, la adolescente que deambula errante por entre la vida y la muerte en sus tantos intentos de suicidio; así Visitación, una pobre monja (aunque no monja pobre) víctima de una deformada imagen de Dios, proyección de sutiles defectos humanos…  A través de estas historias (que representan el cuerpo de la novela) el tema central pasa de ser religioso a profundamente humano y existencial. Es por ello que en los informes de lectura de especialista se sugiere  la categoría de “autoayuda”.
Sin embargo este viraje hace a la unidad fundamental de la historia: Anabel cuestiona desde su vida religiosa en crisis al propio Dios: “¿Existes? Y si lo haces ¿dónde estás? ¿Qué piensas de todo esto? ¿Qué dices sobre ti mismo?” Y Dios responde desde el subjetivo mundo herido de los seres humanos: “Lo que pienses sobre mí siempre será proyección de tu propia mentalidad… no me encierres en un concepto, más bien conóceme por mi acción y mi pasión, que es la sanación de lo humano, la felicidad y bienestar concreto de todas y cada una de las personas. Lo bueno es lo que hace bien, y ahí Yo estoy”.

Actualmente, tal vez por el mismo proceso de Anabel, me encuentro casada, con dos hermosos retoñitos; trabajo en la docencia, adquiriendo la valiosa experiencia de ser empleada donde antes fue empleadora: un “viaje social” descendente, plagado de enseñanzas que quiero compartir, sin la presunción de haber “hallado la verdad”, sino sólo presentar mis certezas.

miércoles, 1 de julio de 2015

Roxana. La Suicida



Si su cuerpo pendía como pluma al viento entre la vida y la muerte era porque su alma habitaba en las regiones de la nada. Nunca había estado en otro sitio, pues nunca se sintió viva.
Un profundo vacío la circundaba desde que pisó este común suelo redondo y gigante llamado Tierra. Ninguna voz la nombraba: ninguna, que le dijera quién era en realidad. Y tanto así que tuvo la impresión de nunca haber recibido el ser.
Un fantasma con carne humana. Tiempo sin historia. Existencia sin esencia. Voz sin palabras. Cúmulo de genes sin identidad. Pasado sin memoria, futuro sin proyecto, presente sin conciencia. Sangre sin ánima, ojos sin mirada.
Su corazón latía sólo gracias a una sola intención: que “ella” se diera cuenta de que existía. Ella. Ella. La maldita ella.
Su mente vivía divagando, como el fantástico “holandés errante”, por las turbias aguas del sinsentido, pero las más de aquellas divagaciones estaban orientadas a representar el rostro terso de su madre sumergido en angustia y culpa sin fin. “¡Que llore! ¡Que sufra! ¡Que toda su vida se eche la culpa ante lo irremediable!”
Su madre: el “ella” que debía darse cuenta de que su propia hija, de nombre Roxana, existía. O al menos existió. Y lo “irremediable” no era otra cosa más que la propia muerte.
Era la representación mental favorita y atrayente: la sala velatoria, las flores ahogadas en un penetrante olor a pino, el ambiente enrarecido por el dolor y la incomprensión, y todo ese desfile de lánguidos rostros compungidos que se reúnen atónitos para despedir a alguien que no saben si aún está o no, si se ha ido o en algún momento retornará, si su alma gravita en algún lado o definitivamente se hizo nada.
Y entre ese mar informe de rostros se figuraba con especial delectación el de Alejandra, su madre. Examinaba, en su imaginación, los ojos maternos hundidos en congoja y el pecho quebrantado en una culpa que no la abandonaría jamás.
“Si en mi vida nadie se dio cuenta de mí, que de pronto tomen conciencia de Roxana cuando todo sea demasiado tarde”.
Y ese “demasiado tarde” para la joven, era la muerte.
Ella misma era un tema ausente para sí. Jamás Roxana gastó medio nanosegundo ni medio infinitésimo pensamiento en cuestionarse qué le pasaría a sí misma luego de engullir compulsivamente ese frasco de pastillas vencidas. Suponía que, como las otras veces en las que tal vez no fue la cantidad suficiente, simplemente dormiría.
Dormiría. Dormiría sin despertar jamás. Nunca. Definitivamente.
Dormiría, dejaría de respirar… y ya… punto final. Fin. Se acabó para siempre.
Las otras veces, al despertar, simplemente abrió los ojos y no se acordaba nada de nada. Esta vez la única diferencia era que… no despertaría.
Preparó las cartas. Se bañó. Se maquilló. Se perfumó. Se vistió de azul como para una fiesta.
Como si estuviera actuando un ritual religioso, llevó a su pieza un gran vaso con agua fresca, se sentó frente a su toilette, tomó el frasco por mucho tiempo celosamente guardado y escondido, y comenzó a tragar las amargas pelotillas informes de medicación devenida, dada esas condiciones, en mortal veneno. El efecto de las mismas sería su pasaporte a la nada.
Un extraño sentimiento de orgullo de sí misma evitaba que el miedo detenga tan fatal decisión. Sí, orgullo, orgullo de sentirse valiente, de haber tomado en su corta vida por lo menos una decisión trascendente.
Aunque se trate de la decisión de no vivir.
Su mente estaba lúcida y despejada. Era una verdadera decisión humana: pensada, elaborada, querida, acariciada, planificada, elaborada. Ahora degustaba a solas la escena como un artista cuando exhibe su cuadro.
Este era su momento de plenitud. Se sentía dueña de sí misma, dueña de esos minutos finales…
Cada pastilla que descendía a su esófago le doraba la psiquis de una carga extra de adrenalina; y eso le producía un morboso placer.
Una. Otra. Otra. Otra… De a una… caían como diabólicas cuentas de un rosario.
El cuerpo protestó la ingesta produciéndole un intenso vahído. Su cabeza dio vueltas una y otra vez, hasta finalmente desenroscarse del cuello.
Llegó la pesadez esperada.
Ahora comenzaba la función.

µ µ µ

Diez… nueve… ¡o no! ¡Otra vez la resucitación!... Un dolor imposible de agudo en lo que recordaba era su pecho… ocho… siete… ¡No! ¡No quiere volver! ¡Que la conciencia siga muerta!... Seis… cinco… Otro dolor intolerable. Quiso gritar a voz en cuello que la dejaran en paz… cuatro… tres… Irremediablemente sentía que su conciencia despertaba nuevamente… Dos… ¡no! ¡La puta vida de nuevo no! ¡Otra vez la odiosa puta vida!... uno.
El dolor imposible, y no sólo imposible sino incluso interminable.
—Se va.
Escuchaba sin ver más que manchas informes.
—Entró en coma profundo. No hay nada que hacer. Muerte cerebral.
¿Qué muerte ni ocho cuartos? Su cerebro estaba vivo. ¿De qué otro modo podría estar escuchando y sintiendo?
Para protestar su vida quiso gritar con toda su fuerza. No obstante, por mucho que lo intentara, no consiguió identificar su propia voz.
—Vamos a tener que dejarla conectada al respirador. No queda otra que esperar. Sólo Dios puede saber cuánto tiempo permanecerá en vida vegetativa.
¿Qué vida vegetativa ni la mierda? Ella escuchaba todo. Entendía absolutamente todo.
Aún más, creyó sentir el movimiento de su cuerpo transportado a través de la camilla hacia vaya saber qué lugar.
La máxima impotencia. El clímax de su vida fantasmal. Ella percibía todo lo sucedido a su alrededor, pero en cambio no podía comunicarse en absoluto. Su conciencia no tenía modo de hacerse sentir.

Se desesperó intensamente. Como nunca. 

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Visitación. La observante religiosa



  La situación era compleja y bien desfavorable tanto para Anabel como para su superiora. Gabriela las había citado a las cuatro de la tarde; a ambas mujeres, que por razón de las circunstancias debían vivir juntas, les era menester resolver los grandes agujeros negros que minaban la comunicación entre ambas.
  Esos benditos agujeros negros… tan bien alimentados de intolerancia, desconfianza mutua, incomprensiones; y por sobre todo, de ese ambiente saturado en silencios cargados negativamente que, tensionando la relación, logran fragmentarla.
  Por separado, tanto Visitación como Anabel se habían quejado a la Provincial la una de la otra; y ambas, como ocurre casi siempre, tenían una cuota de razón y otra de susceptibilidad. La conciencia religiosa de ambas les impedía odiarse con tranquilidad, les impedía desearse el mal, pero los sentimientos se les sublevaban ocasionándoles un terrible peso de culpa cada vez que comprobaban lo mucho que se aborrecían, y lo poco que podían disimularlo.
  Frente a frente, Anabel y Visitación permanecían sentadas en medio de una angustiosa falta de palabra, la que debía protocolarmente romper la mediación de Gabriela. Paradójicamente, y esto era quizás lo único en que coincidían las ambas en cuestión, para evitar mirarse a los ojos permanecían rozando —una de un lado y la otra del otro— el florero que  adornaba el centro del cuadrangular escritorio.
—Las he citado juntas —comenzó a hablar Gabriela tragándose el temor certero ante la incertidumbre del resultado de la reunión—, porque me parece que hay cosas que deberían hablarlas entre ustedes y que justamente las pone tan mal una contra la otra, porque ambas se encierran en esa incomunicación que es fatal a toda relación humana.
—La Hna. Anabel —dijo Visitación sin levantar siquiera una pestaña de donde había tenazmente fijado sus pupilas— nunca me dice las cosas. Ella sabe donde encontrarme si quiere decirme algo. Todo lo que hace me lo tengo que enterar por un tercero. No me rinde cuenta de sus actos y además me desautoriza no cumpliendo con mis órdenes.
—Las veces que intenté hablar con Visitación me fue muy mal, pues no sabe escuchar —y la actitud de la aludida no había variado tampoco—. Se queda siempre con su idea, y lamentablemente esa idea no siempre es la mejor. No convenía para el colegio que hubiese tomado a mis espaldas a esa profesora. No convenía que le negase el anticipo de sueldo a la portera. Yo no obedezco sus órdenes cuando son injustas.
—Pero yo soy la superiora. Mis órdenes no tienen porqué ser cuestionadas.
—Aún cuando seas la superiora no tienes la certeza de que todo lo que se te ocurra en tu cabeza es lo que Dios quiere que hagas. Para que tus órdenes sean válidas, tienes que escuchar, consultar, informarte, saber...
—Eso yo lo hago. Pero si tú no me dices nada, yo no te voy a andar rogando. Además, y lo que más grave me parece, es que frente a mis narices hayas estado noviando con el doctor Palacios.
Sin duda, Visitación se informaba... en eso tenía razón. Lamentablemente de mala fuente y con mala intención.
—Yo no he noviado con nadie.
—¡Vamos! Si me contaron que se dieron un beso en tu rectoría.

—Eso es mentira. ¿Ves Gabriela? Ella confía más en ese séquito de chusmas que tiene en el colegio que en mí. Así hace para controlarnos... ¿Eso es ejercer la autoridad como corresponde?
—¡Qué habilidad la tuya para irte de las ramas! Anabel, fuiste infiel a tu voto de castidad, y tienes la osadía de acusarme por estas cosas que no son más que nimiedades.
—¡Nimiedades! ¿Cómo sabes que ante Dios es más falta haberse enamorado de un hombre que haberse enamorado del poder humano? Después de todo yo no procedí mal. Y tú sí. Tú estás totalmente rendida al amor a tu poder.
—¡Yo ejerzo mi poder como un servicio!
—¿A sí? ¿Cómo un servicio a quién? ¿A la congregación? ¿A la comunidad? ¿A la gente que tenemos en el colegio? Si realmente lo ejercieras como un servicio no se sentiría ese peso insoportable de tu control, el miedo a tus órdenes desubicadas. En otras palabras, no se te sentiría como una carga sino como un alivio.
—Nadie, salvo tú, me ha dicho que se sienta así conmigo. Lo que a ti te pasa es que a toda costa querrías estar en mi lugar. A ti te gustaría ser la superiora, y en cada cosa que hago lo noto: te parezco estúpida, te parezco lenta, te parezco poco idónea para ocupar este cargo; y por ende tú te sientes inteligente, rápida, idónea, y en cada palabra que yo digo tú seguramente piensas: “yo lo haría mejor, vieja tonta”... ¡Tonta! ¡Tonta! Y vuelvo al tema que me parece gravísimo, y aún más grave con lo que acabas de decir: te has enamorado, has estado noviando con el padre de una alumna, así sea mentira lo que me contaron que te besaste con él, pero si la gente sabe es porque algo de cierto hay. Y eso ¿ni siquiera te parece grave?
—Más grave me parece llegar a vieja como tú, con el corazón más seco que una pasa de uva.
—¡Anabel! —intervino la Provincial—. Ese es un juicio muy duro que estás haciendo. No creo que sea constructivo utilizar ese modo de dialogar.
—Ella también me juzga, y bien duramente. Me está tratando de puta.
—¡Qué son esas palabras! —amonestó Visitación—. ¿Ves Gabriela que esta chica no tiene nada de espíritu religioso? Para mí que deberían buscar un buen el modo de ayudarla.
—¡Castíguenme! ¿Eso es lo que estás pidiendo? ¡Castíguenme! Coqueteo con un hombre, cuestiono y desobedezco la autoridad religiosa, uso malas palabras al hablar... ¡Soy una condenada! ¿Y quién te ha dicho que tú, purita como un ángel, que jamás te enamoraste pero tampoco jamás amaste, que jamás dijiste una mala palabra pero tampoco jamás una dulce y cariñosa, que jamás desobedeciste lo que se pedía de ti pero tampoco jamás te comprometiste con la verdad... eres mejor que yo?
—¡Anabel! —volvió a intervenir la Provincial.
—¡Esta mocosa es intolerable! —exclamó la damnificada dando un puñetazo en la mesa—. Con ella no se puede. Exijo que te la lleves de acá. No la quiero más en mi comunidad.
—Visitación, esa decisión no te corresponde a ti —le contestó Gabriela—. Les pido a las dos que dejen de juzgarse y atacarse en la forma que lo están haciendo. Recuerden que el Señor nos pide no juzgar a nadie.
—¡Pero debemos combatir el pecado, no podemos ser tolerantes con él! A mí una religiosa que ha manchado la santidad de su hábito coqueteando con un hombre me da asco. Y me extraña que no tomen medidas serias con respecto a ella.
—¿Así que te doy asco? —replicó la aludida.
—Y ni siquiera muestras arrepentimiento. Ojalá tuviera la decencia de implorar el perdón y buscar los medios para purificarse.
—¿Así que te doy asco? Mira tú, yo pensé que más bien te daría “envidia”.
—¡Insolente!
—Sí, envidia. Es tan fácil camuflar el deseo no asumido como asco. ¿Nunca deseaste tener relaciones sexuales con un hombre?
—¡Anabel! —chillaron las dos.
—Claro... me hacen callar... Es comprensible, pues digo una verdad que no quieren escuchar. Desnudo el sentimiento interno que corre por las venas de ustedes... y porque muy en el fondo saben que tengo razón. Yo no sé si he pecado enamorándome de un hombre, lo único que sé que sólo asumiendo sin tapujos ni escrúpulos lo que verdaderamente siento y lo que creo necesitar es como voy encontrando el sentido de mi propia vida, y aún más, si vamos al caso, de mis votos. Vivir con la verdad interna a flor de piel e intentar integrar todos los elementos que componen mi ser es como caminar haciendo equilibrio en la cuerda. Ese es el desafío y el riego que el propio Dios corre conmigo. Ésta es la única forma de ser libre: optando por convicción y no por imposición, educando los deseos lenta y suavemente hacia Dios, y no encabritándose contra ellos de tal suerte que terminen anulándose, y con ellos anulando nuestras fibras humanas.
—¿Quién te crees que eres para darnos lecciones? —amonestó Visitación.
Gabriela, ante la palpable realidad que todo se le había ido demasiado lejos, habíase sumergido en un silencio nervioso. Visitación no cesaba de injuriar y condenar a la joven Anabel. Y fue ésta la que de pronto cambió el rumbo de la situación.
  Alzó por primera vez la mirada donde la esquiva de su superiora y la penetró dejando a un lado la inquina virulenta de sus sentimientos. En la pupila de esos renegridos ojos in-vitales pareció que se le dibujaba el contorno de sendos pensamientos oscuros.
“Los pensamientos, en los pensamientos está toda la verdad”. Pensamientos oscuros, vida oscura, sentimientos oscuros, alma oscura, mente oscura.
Pensamientos:
“Dios me ama porque yo soy pura. Dios me ama porque yo siempre obro conforme a lo que de mí se espera. Dios me ama porque nunca entregué el corazón más que a Él solo. Dios me ama porque siempre he cumplido la ley de la Iglesia. Dios me ama porque ya he extirpado de mí todo deseo, toda sensación, todo sentimiento que me apartara de Él”...
En el alma de Visitación anidaba, a no dudarlo, muy buenas intenciones. Entonces ¿por qué era un alma muerta? Si en su vida no tuvo algún afecto que la distrajera de Dios ¿por qué no dejó entrar la luz dentro de sí?
La cuestión capital era precisar cuál era ese Dios de Visitación, tan vanidoso que aún sabiendo el sacrificio cruento de esa existencia cuasi inhumana no la había recompensado con la luz, con la plenitud. Cierto que Visitación esperaba conseguir la anhelada felicidad en la eternidad... Pero... ¿y si esa eternidad no fuera otra cosa más que la prolongación eterna del estado del alma que tiene cada sujeto durante su vida? ¿Qué pasaría si Visitación, en el momento de su muerte, simplemente se encontrara prolongando la oscuridad que en esos momentos cargaba dentro?
La infelicidad es un síntoma, síntoma de que se ha errado el camino. Nadie, ni Visitación, ni Faviana, ni Constanza, ni Mariana, ni Alejandra, ni Marta, ni nadie de nadie, debiera acomodarse al estado de infelicidad. Porque ésta es siempre síntoma de la enfermedad del espíritu, y esta enfermedad no sólo lleva a la muerte, sino que prolonga la muerte consciente más allá de las fronteras de la vida terrena.
Visitación se había entregado al dios equivocado. Su dios era un padre defectuoso, paternalista, cuya autoridad riñe con la libertad del hombre, cuyo objetivo es el sacrificio de los goces y placeres de la vida, que no quiere que sus hijos disfruten otra cosa que no sea Él mismo, que desconfía perpetuamente de nuestros actos y encuentra pecado por todos lados, que le interesa ser glorificado y mejor si es a costa de dolor humano; es el dios cuya santidad consiste en la “incontaminación”, un dios maniqueo que por un lado crea todas las cosas y luego las odia convirtiéndolas en su enemigo; crea la naturaleza humana y luego la destruye con sus leyes. Un dios que pide ser amado pero que muestra un rostro inmisericorde siempre dispuesto a castigar, un dios creador de una vida y de un amor  asociados a la muerte y a la claudicación del yo. Un dios que se complace en ver a sus fieles de rodillas pidiendo perdón y clemencia. Un dios que causa la enfermedad, la muerte y la pena de los hombres. Y encima, pide amor.
Pensamientos oscuros. Un dios oscuro.
Dios no es este dios. Dios ama el ser humano, ama todo lo humano; es más, lo verdaderamente humano es divino, y mientras más humano, más divino.
Visitación no actuaba así de maldad pura. Su error, craso error, consistió en no liberar el espíritu y dejar que éste vuele al Dios que Es. Una religión sin libertad de espíritu no sólo hace a la persona “menos buena”, sino que literalmente la mata, pues la entrampa poniéndole escrúpulos en su conciencia y “verdades” incuestionables en la cabeza. Se cierran todas las puertas de la libertad interior. Y Dios, el Padre bueno y amante, ya no puede entrar.
Con Visitación, seis mujeres pasaron por el rostro de Anabel, y ésta última fue la única para quien no encontró redención, pues las murallas estaban demasiado altas y sólidas, y no podía romperlas sin romper la escasa integridad de la pobre mujer.
No era cuestión de seguirla afligiendo más, demasiado tenía la pobre vieja consigo misma. Tal vez al cariño fraternal le haga aflojar un poco sus defensas y permita el paso de la luz. Visitación corría un serio riesgo. Muy serio.
Cuando la pobre Gabriela había agotado todo el santoral invocándolo para que arregle la situación, habrá pensado que fue obra del último (que ya no se acordaba quién era), cuando vio iluminarse el rostro de Anabel.
—Visitación —pronunció esta última en suaves acordes, que contrastaron violentamente con la vehemencia de la nombrada—. Visitación... Gabriela tiene razón, no debí decir lo que dije.
La calló como por arte de magia. Es más, logró que por primera vez ella la mirara a los ojos.
—Hago mal de no hablar. Hago mal de no decirte las cosas como las pienso, de simplemente actuar por mi encargo. Yo no tengo ningún interés en ser la superiora de esta casa, ni siento que tú seas inútil para esto. Lo que pasa es que pensamos diferente, y eso no es malo. Por eso te pido perdón por mis groserías, pero también te pido que me escuches antes de que tú tomes una determinación. Yo no sé más que tú, sabemos cosas distintas y por eso debemos confrontarlas.
La aludida parpadeaba sin dar crédito a sus ojos...
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Marta. La portera resentida



I. Todo por unos mugrosos cien pesos.

¡Como siempre esas mierdas de patronas! ¿Qué podrían significar para ellas cien pesos? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Considerando la camionada de plata que tendrían, ellas que hacen voto de pobreza, cien pesos serían apenas como una moneda, una miserable e  inservible moneda que muy bien puede perderse bajo la cama sin que nadie se diera cuenta.
Y ni siquiera se trataba de cien pertenecientes a esas ricachonas que la vida les servía en bandeja, sino que incluso se trataba de “sus” cien pesos. No sólo no pedía un “obsequio”, algo así como una suerte de limosna para el bolsillo de sus patronas, no sólo no pedía un préstamo a pagar en partes, sino que lo único que pedía era un adelanto de su propio sueldo. Sólo eso: un adelanto.
Que para ellas no significaban nada; en cambio, para sí, disponer de esos en aquel preciso día representaba la diferencia entre tener y no tener energía eléctrica en su hogar.
Finalmente lo había conseguido, pero luego de un pésimo momento en que la rectora, Anabel, acudiera a ella como una exhalación para comunicarle a quemarropa que aquella vieja mugrosa vestida de monja, Visitación, le negaba el adelanto.
¡Todo el mundo se le vino abajo! No sólo por el inminente corte de luz dada su boleta impaga, sino por no comprender el concepto de la negación. No había motivos para negar dicho dinero: era el no por el no, simplemente como demostración de poder. ¿De qué se tenían que privar esas monjas de mierda por esos putos cien pesos? De nada, absolutamente de nada. Era un no, un tajante no sin causa. Un no por puro capricho, sin miramientos, sin corazón. Un capricho para ellas, una fatalidad para la pobre portera.
Encima no andaba muy bien de la vista; tras que males no le faltaban, hacía unos cuántos días notaba, con angustia creciente, que por momento se le nublaba todo el campo visual.
Cierto es que, luego de la respuesta de Visitación tan cobardemente dada a través de Anabel, la administradora le había entregado un sobre con aquellos miserables cien en cuestión. ¡Pero la humillación pasada! ¿Quién le quitaba aquella humillación de tener que pedir por favor, y agradecer además, para gastar simplemente lo necesario para la vida?
Por cortesía, más bien por necesidad de mantener su puesto y no llevarse mal con todas, dio el consabido agradecimiento a la rectora. Sin embargo su odio sin fronteras continuaba bullendo en todos los recorridos de sus gruesas venas.
¡Qué mal su vida! ¡Qué miserable vida la suya! Siempre sufriendo, siempre trabajando para no tener nada, siempre guiada bajo una estrella de perra suerte. Todo, todo, todo… todo le había salido cruelmente mal. Desde pequeña tuvo que trabajar en casas de familia. No pudo estudiar, pues desde los siete trabajaba y trabajaba. Para el colmo el hombre con el que tuvo la fatal idea de unirse nunca le dio para más que dedicarse a la albañilería y atender un kiosco de mala muerte.
¡Qué mala suerte! Toda su vida penando. Y sola, siempre sola. Marta no sabía sino de pobreza, de incertidumbres sobre el futuro, de trabajo y más trabajo… ¡para no tener nada!
En cambio sus patronas…
Trabajaba en el colegio San Jorge hacía unos veintidós años; ya le faltaba poco para jubilarse. Todo su vivir en el trabajo fue invariablemente la misma situación, repetida día tras día: exigencias, retos por sus continuos olvidos, órdenes de acá y allá… y un sueldo de mala muerte… Nunca alcanzaba, nunca.
Pero lo peor, lo que a su alma realmente le resultaba del todo intolerable, era que sus “amas” hacían voto de pobreza. ¡Allí residía la burla! Las monjas hacías voto de pobreza, y era ella la que debía cumplirlo. Aún más: las monjas mandaban, ella obedecía; las monjas vivían rodeada de seguridades, ella a la intemperie de la existencia; las monjas disfrutaban de un cierto lugar en la sociedad, ella era “doña nadie”.
Increíblemente ridículo. Intolerablemente paradójico.
Enojada —en realidad su estado natural era el enojo— al finalizar su jornada de trabajo, fue a aguardar pacientemente en la parada del colectivo. El suyo era de la línea del C6, cuya frecuencia real, a esa hora, oscilaba entre la media y el tres cuarto hora; podía suceder que se tratara de la hora entera, en caso de fallar alguno.
Pues lo que eventualmente puede suceder, pero por cierto no sucede sino muy infrecuentemente, ¡sucede!... en el peor momento en que puede suceder. Cuando uno tiene un día fatal, cuando uno sobrelleva un humor que hasta los demonios huyen, cuando uno está atravesando uno de esos lapsos en que le parece que si se sumerge en una pileta de hielo, ésta a los pocos segundos entra en estado de ebullición… las ocasionales circunstancias que pudieran hacer desencadenar algún que otro inconveniente, eventualmente, ¡suceden precisamente en uno de esos días! Pareciera que el C6 hubiese tomado conocimiento del mal humor de Marta, y no sólo llegó a la parada cerca de los cincuenta minutos de espera, sino que se descompuso a mitad de camino.
Menos mal que Marta no era, justamente, una mentalista ni estaba dotada de un poder psíquico especial, de lo contrario no hubiera dejado ni un auto vivo con todo lo que ella maldecía a cada persona que manejaba alguno de ellos y se les ocurría pasar por allí.
—¡Odio a los que tiene auto! —se decía— ¡Los odio! Los tienen por ser ladrones, como ladronas son las monjas, que viven del trabajo de los pobres. ¿Cómo Dios no hace justicia y les quema todos los autos? ¡Qué injusticia!
Mientras todos esos ricachones ladrones llegarían sin problema a sus hogares, ella debía estar allí, muerta de hambre, esperando el próximo colectivo, que seguramente demoraría una hora más.
Faltaron apenas doce minutos para que fuera efectivamente la hora. Lo cierto es que llegó a su casa cerca de las cuatro de la tarde.
Los nervios habían entrado en estado de cortocircuito. Cuando abrió la puerta de su domicilio, la penumbra de la galería de entrada la dejó notoriamente en un trance cegador. Su casa no era un rancho, como ella tan despectivamente lo llamara, sino que se trataba de una construcción precaria, de material, de paredes cubiertas de revoque rudimentario, y contrapiso de cemento. Como parte del barrio 1º de Mayo, ocupaba un pequeño espacio en la ciudad de Córdoba, más reducido aún si se tiene en cuenta la redondez del planeta tierra, mísero si se lo confronta con el sistema solar… y ni hablar con respecto al Universo mismo… En fin, como todo es cuestión de perspectiva, la pobre casa al comienzo de la vida matrimonial de Marta representaba un verdadero rancho de chapas encimadas, que poco a poco con el trabajo de ambos, había logrado avances siderales. Sólo que Marta no lo veía de ese modo.
En el mismo frente, a la derecha de la puerta, don Heriberto atendía una pequeña despensa a través de la ventana.
Precisamente en aquella siesta fatal el pobre Heriberto cometió un pecado tan grave que por poco el diablo lo cocina en su olla de fuego, utilizando, con muy buen provecho, el carácter ácido de doña Marta, que devino a la sazón en una suerte de maléfico “médium”. El pecado fue estar durmiendo plácidamente la siesta cuando la pobre mujer no podía dar un paso más de fatiga.
—¿Te das cuenta lo inútil que eres? —le gritó cuando, sin todavía terminar el tránsito por el pasillo, sintió el resoplido característico de la víctima de Morfeo en la habitación de ambos— Yo vengo cayéndome a pedazos de cansancio: todo el día trabajando, yendo de acá para allá, renegando con esas putísimas monjas que por poco me niegan hasta el adelanto. Espero el colectivo como dos horas, y en plena avenida se rompe. Otras dos horas más de espera. Y mientras yo estoy al borde de la muerte con esta vida miserable, ¡tú duermes! ¿Te das cuenta que culpa tuya nunca hemos salido de la pobreza? A los sesenta años todavía tengo que andar trabajando, madrugando, tomando esos fríos que no sé de cómo no me han tirado para la tumba. ¡Y tú aquí! Toda la vida con ese kiosco tuyo que no tiene más que dos chicles. ¡Maldigo el momento en que me junté contigo! ¡Ay! Dios ¿Por qué tanto sufrimiento?
El pasillo hacía retumbar pared a pared toda la amargura de su llanto quejumbroso.
Por su parte Heriberto estaba tan acostumbrado a estas escenas que, resignado, volteó para el otro lado de la cama y prosiguió con su agradable labor de dormir.
Sin dejar de gimotear, la portera continuó avanzando por el pasillo hasta que este acabó. Y precisamente por no dejar de gimotear no cobró conciencia inmediata que sus pupilas nunca se calibraron para recibir la tenue luz del lugar. Cuando sus pies no detectaron a tiempo el escalón que señalaba el fin del pasillo, y se enredaron entre sí dejándola caer sin miramientos, se dio cuenta que sus ojos continuaban en esa ceguera supuestamente pasajera…
El grito emergió de aquella garganta amasado de dolor, rabia, impotencia, pánico, desesperación.
—¡Heriberto! ¡Heriberto! ¡Heriberto!
El pobre hombre fue repentinamente sacudido de su siesta y acudió lo más pronto que pudo donde la mujer, que, aún desplomada en el piso, continuaba produciendo su mar de angustias y resentimientos.
—¿Por qué toda mi vida sufriendo? ¡Me duele la cadera! Ay. Ay. Ay. ¡No veo nada! ¡Nada! ¡Nada! Ay. ¿Qué va ser de mí?
—Cálmate Marta —intentó consolarla mientras enviaba la mayor cantidad de energía a sus músculos—. Vas a ver que pronto vas a estar bien.
—¿Bien? ¡Pero si nunca en la vida estuve bien! No tuve ni dos putos minutos de felicidad. ¡No conozco la alegría! ¡No conozco lo que es vivir bien, ni por un día! Todo en mi vida ha sido dolor, dolor y dolor. ¡Qué castigo la vida mía! ¡Ay! ¡Qué castigo!
—Bueno… “vieja”… trata de ayudarme un poco. No pierdas tantas fuerzas en llorar, porque así no puedo levantarte.
—¡Ay, qué maldición! —continuó haciendo caso omiso a la sensata advertencia del hombre—, todo me sale al revés. Ahora lo que falta es que me quede ciega. ¡Qué puta vida! ¡Qué vida tan puta! ¡Ay! ¡Ay!.
Por puro poder de perseverancia, finalmente el don Heriberto, sudando y temblando profusamente, consiguió erguir el corto, aunque regordete, cuerpo de Marta.
Y, a duras penas también, logró acomodarla en una silla de su diminuta cocina.
—¿Qué te duele, gordi? —preguntó Heriberto, con un dejo de dulzura, seriamente preocupado— ¿Quieres que llame a la ambulancia?
—Ay. Viejo, no veo nada. ¡No veo nada! ¡Ay de mí, miserable de mí! Debe ser la maldición de esa mierda de superiora que siempre me reta por estar leyendo revistas… Ay de mí. ¿Por qué algunos lo tienen todo y otros no tienen nada? Ay. Ay.
—Ya, deja de pensar así. ¿Y por qué piensas que es la maldición de la superiora?
—Visitación siempre me reta porque dice que paso el tiempo leyendo revistas.

—¡Pero viejita! Si tú no sabes leer…

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Alejandra. La trepadora




I. La víctima.

Los rombos quizás fueron hurtados de un inmenso e infinito tablero de ajedrez, perfumado en alcanfor y lavandina. De tanto fijar la vista, la frontera entre lo blanco y lo negro se diluía adquiriendo una nerviosa movilidad aleatoria.
Estaba allí: a merced de las circunstancias.
Como siempre.
Pensar que... en algún momento se creyó libre y con capacidad para disponer de sí... Una vez... recuerdo lejano y efímero... tan consistente como un vaho o como la propia nada.
Por entonces, todo el mundo la culpaba. Era realmente la gran víctima, la gran atacada, la gran perdedora... pues esas mentes errantes de quienes la rodeaban le echaban la culpa de todo.
Ezequiel, su hijo menor, con apenas quince fragantes años, se complicaba cada vez más con la droga y la delincuencia. Si aún estaba vivo y libre (es decir, fuera de algún correccional) era gracias al dinero y a la influencia de su padre, el doctor Palacios.
Alfredo, aquel médico exitoso al que decidió ligar su futuro, resultó ser un mujeriego compulsivo. Le trataba despectivamente, restregándole en su cara la verdad de su pasado, la verdad de que sin el apellido “Palacios” ella era socialmente hablando, tan corriente como el agua de canilla. Lo aguantaba porque necesitaba de él, es decir, de ese pasaporte al círculo de amistades que Alejandra siempre soñó. Pero ahora el muy hijo de puta le pedía el divorcio... ¿Qué quedaría para ella?
Sí, todo el mundo la culpaba del desastre de su familia. Pero ella ¿qué error cometió? ¿Qué les hizo faltar? ¿Dónde estuvo su falla? En cambio tenía que sufrir doblemente el fracaso rotundo de su familia y el peso de la culpa que todos echaban sobre sus hombros.
Roxana había reincidido —por quinta vez— en el intento de suicidio. Sólo que en esa ocasión llegó más lejos. La vida de su hija, arribante a los dieciocho, estaba suspendida en el pórtico de la muerte por un misterioso hilo de vida cerebral.
¡Y, para colmo de males, esa monja inútil parada a su lado como una estaca! La conocía apenas. Era la rectora del colegio de su hija, quien varias veces la citó para culparla del comportamiento de la misma; como parte de todo ese mundo hostil, la culpaba. Por eso dejó de acudir a las citas escolares. Total, Alfredo era un as en las cuestiones de diplomacia. No le extrañaría nada que hubiese algo entre esa mujer de gris y su marido. Eso no le preocupaba mucho, la pobre tonta habría caído en las redes de su seducción mentirosa; le molestaba, en cambio, que la criticara, que la juzgara, que se metiese a opinar sobre su vida cuando de la vida no sabía nada. ¡Ah! Si pudiera cambiarle el lugar... Si pudiera darle su piel, sus hijos, su marido, su situación para que esa estúpida supiera de qué se trata la vida. ¡Claro! Teniéndolo todo seguro es muy fácil hablar. Hasta ella misma de no tener la carga de sus dos hijos y de su marido que la sometía al ridículo, podría dar consejos sobre el modo adecuado de  encarar la existencia.
De pronto se encontró con que su mente realizaba pensamientos veloces que ni ella misma podía comprender. Las ideas afluían como borbotones de aguas infiltradas. Se sorprendió al comprobar lo ajena que estaba su propia voluntad al proceso de razonamiento supuestamente suyo. No sólo no sabía lo que pensaba, sino que ni siquiera era capaz de frenar dicha carrera; hasta llegó a sospechar que estaba pensando en un idioma desconocido.
Este afluir de movimiento mental derivó en un estado extraño de conciencia. Por un momento confundió su sentido de la identidad. Sin poder relacionar nada, se escuchó nombrar por la monja. Y la escuchó diciendo algo, algo que retumbó en sus oídos, mas al parecer en los oídos de la conciencia.

II. El pintor detrás de la vidriera.

Sus labios carmín imprimían la huella de una bocanada en el borde blanco del cigarrillo. Fumaba demasiado, con avidez, con desesperación.
El bar, como todas las mañanas, se nutría de desayunadores universitarios que hacían tiempo para comenzar su rutina. El ambiente se llenaba de un muestrario de temas exóticos, entendibles dentro del gueto de cada facultad.
Alejandra estaba a solas con su taza de café por la mitad. Como casi siempre, sola. A veces se le asociaba alguna que otra colega de la facultad, pero su normal, en el sentido más amplio y menos figurado de la palabra, era la soledad.
Daba clase de historia del Arte en los claustros universitarios. No lo hacía bien ni con convicción, tampoco necesitaba el dinero, se trataba, simplemente —y como todo en su vida— de una cuestión de prestigio. Todas las esposas de los amigos de Alfredo eran algo, hacían algo, por “diversión”.
Hacía mucho que la diversión no tocaba a su puerta. En realidad, nada resultaba divertido. Sus hijos andaban mal, Alfredo estaba veleteando con su secretaria, y ésta, a diferencia de las anteriores, era realmente muy arpía. Como experta en estos asuntos, temía lo peor.
Cuando terminó la taza el reloj denunciaba las nueve y treinta de la mañana. Aún tenía media hora. Pero su vida no necesitó más de treinta segundos para desfilar, año por año, frente a ella dejándole el repugnante sabor del fracaso. Todos sus sueños estaban hechos triza en la ribera de su alma.
¡Y eso que había empezado tan bien! Había conseguido lo que muy pocas consiguen. Nació en una familia de clase media baja, de la que se desprendió cuando pudo pagarse una pensión en el centro, con una ambición que la llevó a desear un futuro mejor para ella.
Ese estudiante de medicina, hijo de un Palacios Carrera, era muy prometedor. Al muchacho le gustaba parrandearse, le gustaba jugar con cualquiera, le gustaba especialmente las chicas liberales que no tenían familia. No fue difícil seducirlo, lo difícil era enredarlo, llegar al matrimonio con él.
Y lo logró, embarazo mediante. Necesitó astutamente representar el rol de desvalida ante la Sra. de Palacios Carrera, una mujer de pulido comportamiento social, muy afín a la religión, que sintió profundos escrúpulos ante la posibilidad del aborto: su solución mágica fue obligar al hijo a “hacerse cargo” de su novia y del bebé.
De ese modo Alejandra llegó al altar, lo cual le significó un carnet de socio al círculo que siempre soñó pertenecer.
Disfrutó de vestidos diseñados por modistos extranjeros, zapatos importados, perfumes extravagantes, viajes por todos los rincones del mundo que se pusieran a la moda, chalet en extensos country, etc.
Pero como la vida “es muy puta” se la cobró despiadadamente.
¿Por qué le pasaba esto? Si Dios existía ¿por qué se estaba vengando así de su fortuna? ¿Por qué no lo podía tener todo? ¿Por qué tenía que sufrir? ¿Por qué su mala suerte?
A través del amplio ventanal del bar podía distinguir la extensa explanada que rodeaba la cuidad universitaria. Ésta siempre estaba recargada de gente, y entre ellos podían observarse diversos grupos de artesanos que ofrecían sus productos, a veces en stands, y otras, simplemente en lonas tendidas sobre el suelo.
A Alejandra el arte, especialmente la pintura, siempre le había atraído. Cuando ella pasaba por allí rumbo a la Universidad, solía mirar de reojo estas muestras de arte callejero. Pero nunca se detenía: ella era una Palacios Carrera.
¿Por qué una “Palacios Carrera” no podía detenerse a mirar a su antojo lo que quisiera? Ni la propia Alejandra hubiera podido responder. Simplemente era una conducta imbécil, imbécil y dominante.
Robándole al aire un suspiro, pagó y se encaminó hacia la Facultad de Bellas Artes.
Mientras se abría camino por el estrecho senderito que delimitaban dos filas de puestos callejeros, iba cavilando su mala suerte.

En eso el inconsciente se esfumó por un minuto de su control autoritario, y eso bastó para que fije su atención en un retrato de mujer hábilmente delineado a lápiz. Era un rostro hermoso, de mirada casi mística, con los cabellos denunciando una fuerte brisa de frente, de gestos relajados y juguetones. Lo que le llamó la atención no fue tanto el arte puesto en el retrato cuanto el rostro en sí mismo. Se parecía a alguien, a alguien familiar, alguien sepultado en las telarañas de sus recuerdos olvidados. A punto de culminar con su minuto de autoexpresión, alguien la sacó de su ensimismamiento.

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Constanza. La amante





I ¡Carácter! ¿Eh?

Se encontró de pronto en un absurdo blanco mental. Por fragmentos recordaba al hospital, a los rombos, al olor a lavandina penetrante, los cinco pétalos oscuros de pensamiento...
Estaba sentada, sin poderse reconocer. Se miró las piernas y se sorprendió de descubrirlas tan espigadas y forradas de un can-can negro; su blusa era azul intenso, y tampoco la recordaba como propia.
Estaba sentada frente a una mesa de bar, con un café negro a más no poder, semi-tomado, y vio un sobre papel madera descansar al lado del diminuto pocillo. El blanco mental le impedía acordarse quién era, pero intuía que ese sobre era altamente significativo para ella. También notó que había un cigarrillo encajado entre sus dedos.
Y dos más reducidos a cadáveres en el cenicero. Sintió que sus ojos estaban protegidos por unos anteojos oscuros que le hacían mucho peso sobre el puente de la nariz. Se dio cuenta, además, que estaba llorando, aunque en ese momento ignoraba el motivo.
Se concentró en el papel. Por algún extraño artificio del inconsciente, sabía que allí estaba la clave de todo. Y, por cierto, la mente recibió algo de luz, dando paso a un estado de angustia larvada y acuciante.
Entonces recordó por qué había entrado al café, por qué estaba allí ese sobre de madera, por qué ni sus tres cigarrillos al hilo le bastaban para mitigar su tensión nerviosa, por qué lloraba, y, fundamentalmente, cuál era su nombre.
Un niño de carita sucia y atuendos roídos se le acercó ofreciéndole caramelos.
__Una cajita por un peso.
__No.
Casi ni se dio cuenta que este hecho había sucedido. En realidad casi nunca se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor más que lo justo y necesario según su conveniencia. Su mundo íntimo era tan férreo y cerrado que la mantenían completamente ensimismada como actitud continua, y esa implacable clausura, con la cual amurallaba su intimidad, era tan segura que nadie podía ingresar en su persona. Nadie. Ni siquiera ella misma.
Su vida era una sucesión de hechos ocasionales. Nunca se había planteado objetivos más allá del universalmente conocido “sacar provecho de lo que se pueda”.
De su niñez y adolescencia no recordaba gran cosa, salvo que ya era algo del pasado; cursó hasta tercer año de abogacía y abandonó detrás de la aventura de ser modelo, profesión en la cual no llegó a prosperar; luego empezó a trabajar como secretaria y a salir con ricachones que, cada uno en su turno, le proveían el lujo suficiente como para que ella se sintiera, aunque efímeramente, una “mujer de clase”.
Su última conquista —¡gran conquista!— se llamaba Alfredo Palacios, el doctor para quien trabajaba, un cincuentón incorregible de mujeriego, al que ella había engolosinado de tal manera como para hacerlo divorciar de su mujer a fin de convivir con ella.
Ese “niño viejo”, bobo y goloso, disfrazado de “hombre de clase” le representaba una nutrida mamadera de la que podía extraer una insospechada cantidad de leche.
Y en estos momentos ella estaría disfrutando su conquista de no mediar ese maldito sobre “de mierda” que lo arruinaba todo.
Cinco años atrás ella había luchado contra un nódulo maligno en el pecho, y con la extirpación del mismo sumado a la quimioterapia posterior, había logrado vencerlo. Por entonces había contado con la invalorable ayuda de su única hermana.
Días atrás había vuelto a notar un bulto... El médico le había dicho que en esta oportunidad el cuadro era no sólo más grave que el anterior, sino muy grave. De seguro que le tendrían que extraer ambos pechos... en el mejor de los casos en que no hubiese ramificaciones en otros órganos vitales... y una agresiva quimioterapia más potente y prolongada que aquella.
La posibilidad de la muerte no representaba para ella el causal de su angustia, pues sencillamente no pensaba en eso.
El problema era otro. Su hermana ya no estaba para socorrerla... ¿Quién la cuidaría? En cuanto a Alfredo Palacios, ni bien se enterase que su juguete se había roto, y que lejos de poderlo complacer tendría él que cuidarlo, sencillamente se “haría humo” de su vida.
La operación no podía postergarse mucho, pues la inmediatez para actuar sumaba posibilidades en una lucha que su doctor no se mostraba optimista en triunfar.
Por supuesto que fumar le estaba totalmente contraindicado, pero su ansiedad transformaba el deseo en compulsión.
Detrás de sus gafas negras lloraba de soledad.
El niño vendedor, luego de recorrer todas las mesas, dejó un paquetito en el de Constanza.
__Pendejo de mierda, ¡te dije que no! —chilló exasperada.
__El señor que está detrás suyo leyendo el diario, lo pagó y me dijo que se lo diera a usted.
__¡Que se lo pierda por el culo!
Sin miramientos tomó el paquetito y se lo arrojó al anciano que tranquilamente sorbía de su café. Sin comprender el pobre hombre abrió desmesuradamente los ojos.
__Se equivocó —exclamó el que estaba a dos mesas a la derecha del agredido—. Soy yo.
__¡Qué mierda te metes conmigo!
Dejó dos monedas en la mesa con tal violencia que bien pudieron perforarla por la fuerza con que las “depositó”.  Recogió sus cosas y salió frenética del bar.
__Será una “hembra” espectacular— comentó el pobre anciano inocente, al hombre que la había pagado los caramelos¾ ¡Pero es una loca de atar! Me parece que la suya no fue una buena idea.
__Sólo quería que se endulce un poco —respondió éste__. Le hace falta bastante. ¿No cree, don?
Una universal sonrisa se dibujó en los labios de todos los presentes.

Al salir del café, Constanza Bustos no sabía por qué el cáncer se había apoderado de su cuerpo... Pero lo que sí, se explicó el por qué estaba tan sola.

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Mariana. La solterona

I. Inmovilidad de cuerpo y alma.

  No sabía precisar acertadamente el por qué de su turbación: tal vez la adrenalina segregada a causa de los nervios que ocasionaban la entrevista laboral, tal vez el gesto de la monja que no había demostrado gran simpatía hacia su persona, tal vez ese maldito esfuerzo interior que a perpetuidad, y hasta que su parca existencia dejare de latir bajo este común cielo estrellado, debía realizar a fin de evitar que su preciado secreto saliese a la luz.
__Yo soy una mujer de sólida formación cristiana __le recalcó una y otra vez__. Tengo muy presente la importancia de enseñar conductas morales firmes y rectas. Lo que los jóvenes necesitan que se les imparta hoy: conductas morales sólidas y responsables.
__Muy bien... Acá tengo sus datos __y la rectora del colegio San Jorge amenazaba levantarse de su sitio sin haberle asegurado el trabajo__. Son cinco las personas que se han presentado por el cargo. Luego que evaluemos a todas las entrevistas, veremos quién tomará las horas de lengua. Si usted llega a ser seleccionada, en la semana siguiente nos estaremos comunicando.
Se sintió literalmente “echada” cuando la hermana la condujo hacia la puerta. Su azoramiento interno crecía, y hasta tal punto que en un momento dado tuvo la impresión del desmayo...
Sin embargo no podía sucederle. Necesitaba el puesto. Debía concentrarse. No podía perder la oportunidad de por fin desasirse de ese maldito trabajo del campo. ¡Que mal su vida! Todo andaba muy mal.
¿Y sería aquella tonta monja la última responsable de todo? No. Seguramente no, pues era muy joven (e incompetente) como para ello. Sonreía mucho: eso era señal de una persona que quiere quedar bien con todos sin comprometerse con nadie. Mariana tenía por principio básico en su vida social desconfiar de cualquier persona que sonría espontáneamente.
Se cercioró sobre del límite de responsabilidad de la joven sobre el asunto, y decidió intentar otra vía.
No obstante, su desorganización mental lejos de cejar, crecía. Las paredes del edificio se le desplomaban a su paso mientras ella intentaba dirigirse hacia la salida.
No recordó el momento en que desenganchó su moto del poste al que la había sujetado, ni el instante en que le dio arranque. En realidad no pudo recordar nada de lo que sucedió entre su salida del colegio y el punto donde volvió a recobrar la conciencia.
Y para entonces, su situación había dado un giro vertiginoso de ciento ochenta grados: ya no le era necesario, ni mucho menos, el bendito cargo de profesora de lengua en el colegio San Jorge.
Otras cosas, más importantes y fundamentales, le resultarían, por lejos, ser más necesarias que ésta.
µ µ µ
La emisión del sol, aún cuando en ese invierno triste no era más que un dorado frío e insípido, le hería los ojos. Por el pesado parpadear calculó que había estado llorando.
El soma comenzó a enviar información de sí al cerebro: se hallaba tendida, con un agudo dolor de cuello y de columna, rígida, imposibilitada de moverse.
El angustia por la inmovilidad quedó ampliamente superada cuando intentó en vano recordar quién era.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz no puedo distinguir otra cosa más que a un cielo raso blanco sosteniendo un quieto ventilador de techo. Quiso girar la cabeza, pero por algún motivo hasta el momento desconocido, no lo pudo hacer. Oyó un gemido, que luego lo supuso propio.
—Está despertando la maestra, mamá.
—Avisa a las enfermeras, Salvador.
Un rostro de niño moreno, quizás conocido pero por entonces no reconocido, se asomó al rabillo de sus ojos.
—¿Cómo se siente señorita? —interrogó el niño.
—¿Dónde estoy? —preguntó a su vez, suponiendo que a ella se dirigía el infante.
—En el hospital del Sol.
—¿Y por qué?
—No sé. Se debe haber caído: está toda enyesada.
—¿Yo?...
Quiso preguntar por su nombre, pero decidió intentar nuevamente recordarlo por sí misma.
—Déjala que descanse, Salvi... —dijo la otra voz de mujer—, anda a buscar a la enfermera.
Intentó por segunda vez girar la cabeza donde la femenina voz, mas todo esfuerzo naufragó en el quietismo de su cuerpo. Tomó conciencia de que en realidad le estaba vedado realizar cualquier tipo de movimiento. En medio de su silencio hostil, silencio que por cierto le resultó harto familiar, la accidentada continuaba con su denodada labor de recordar algo. Lo que fuere.
La luminosidad... muy fuerte, repentina... pero la esperaba. Un sonido estremecedor y el cuerpo arrancado de su sitio... Nada más...
—¿Qué me pasó? —volvió a preguntar al aire, confiando en esa otra voz que permanecía a su lado.
—La semana pasada, cuando salía de la cuidad, chocó con su moto en el cruce. La trajeron para aquí.
—¿Y usted quién es?
Percibió un silencio misterioso, como si hubiese preguntado algo que no debía.
—Soy María Alonso, mamá de Salvador Alonso, su alumno de la escuela —se lo dijo muy lentamente, con cierto temor, como si alguna de aquellas palabras pudiese romper algo frágil.
—Estoy confundida... No recuerdo...
—De la escuela 203 —y el arrastre sobre las sílabas continuaba—. Usted es... la directora —titubeó—¿Recuerda?
—¡Ah! —algo... algo así de pronto le resultó conocido.
Conocido, pero aún confuso. Es que lo que empezaba a retornar a su memoria, por el momento, eran apenas sensaciones... impresiones  indefinidas... ráfagas de sentires variopintos... como si fuesen amorfos destrozos de un naufragio existencial.
El nombre de la escuela le produjo un odio visceral. Nada recordaba de ella, sino sólo su odio.
En eso llegó la enfermera. Mostró su regordeta cabeza donde el estrecha área de visión de la convaleciente. El contacto visual con aquellos ojos celestes agua añadió una cuota más de odio a su acopio de sentimientos.
—¿Cómo se siente?
Pregunta ridícula.
—Mal. No me puedo mover.
—Va a precisar mucha paciencia, señorita Martínez, al yeso lo va a llevar por mucho tiempo. La tuvieron que operar, pues tenía totalmente fracturado el cuello y la cadera.
—¿Mucho tiempo? ¿Cómo cuánto?
—Dos meses. Agradezca a Dios estar viva.
  La palabra vida: aumento en su nivel de odio.
Le hicieron los controles de rutina. Una aguda molestia, como si su brazo hubiere trocado en un alfiletero esponjoso, le invadió el recorrido de su sangre. La visión se le nubló tanto como su mente...
No supo más. Por lo menos no supo otra cosa más que, aún sin nombre, la suya era una existencia marcada por el odio. A quién, por qué, para qué, hasta cuándo, y de quién... eran preguntas relativas. Al parecer lo más real de todo era, pues, el odio.
Odio, maldito odio. Odiado odio.

µ µ µ

Un masculino rostro gringo barbado se asomaba a su conciencia. Era hermoso... y ella le amaba. Sus labios, dulces como frutillas, destilaban  esos besos imantados de los que dolían despegarse...

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