IX. Artesana de su propia
realidad.
Besó a su hija con dignidad. Revisó sus tareas
infantiles, aunque poco de ellas entendiera; cerró el cuaderno y lo acomodó en
la mochila escolar que simulaba un simpático osito de peluche. Despidió a la
pequeña que se dirigía, de la mano de Rosa, a la escuela.
La noche anterior pernoctó en casa, junto a su hija. No
tenía idea cómo resolvería la cuestión de la supervivencia, sólo tenía decidido
pensarlo con calma.
Por primera vez, y esa sí que era una sensación
gratamente extraña, se sentía desligada del pasado y despreocupada del futuro,
con un sabor dulce del presente en donde pareciera que nada más del ahora
importaba realmente.
Tigre vendría, de eso estaba completamente segura... Ese
desafío era una realidad más capital que el pasado y el futuro. El miedo había
salido de su cuerpo como si se hubiera tratado de una gripe que la alta fiebre
supo combatir.
Puso la pava al fuego con la intención de prepararse unos
mates matutinos.
“Vida puta, puta vida” Nunca hasta ahora supo adjetivarla
de otro modo; en ese momento, mirando a través de la ventana de madera
carcomida, percibió ilusión en su alma inexplicablemente inspirada en el
paisaje, entre imponente y miserable, que se abría ante sus ojos. El sol cubría
de dorado los escandalosos contornos de aquellas chozas infames, y aún aquel
olor putrefacto, mezcla de verdor y mierda de caballo, le resultó exquisito,
pues era olor a libertad.
Nada tan cierto como que las cosas son de acuerdo del
color del cristal con que se lo mira; una misma situación puede ser mala suerte
absurda, una nada o un obstáculo a superar según se lo encare.
Ninguna vida humana está condenada, de suyo, a la
miseria. Lo que sucede es que el hombre muy poco sabe de sí mismo, muy poco se
observa, y por sobre todo, poco cultiva su facultad de asumir la “conciencia de
sí”, sino que más bien delega, por ignorancia, cobardía o comodidad, la
responsabilidad de su autodefinición a otros: las circunstancias, la sociedad,
el medio.
Y por cierto, el poder del hombre radica justamente en
esta “conciencia de sí”, y ese poder, sólo ese poder, lo hace libre.
Faviana no tenía más que el cuarto grado. Escribía
apenas, leía casi nada, sumaba y restaba lo suficiente como para saber si le
pagaban bien, si con eso llegaba a fin de mes, y si estaba cubierto el “aporte
mensual” con el que “gratificaba” los “servicios” de Tigre.
Y sin embargo había captado el mensaje del cura, quizás
no por la comprensión conceptual de todos los términos, sino por la sintonía de
experiencia. Él sabía cómo ella se sentía, y desde esa posición le mostró la
puerta abierta a su liberación, por eso lo supo posible.
Mujer de mala vida, puta de mierda como tantas veces se
definió, conectó desde su ser el Ser de Dios, aún cuando no supiese cómo. Sí,
desde su ser, ese ser tejido, como todos en realidad, de miseria y grandeza.
Al cebarse el primer mate de yerba berreta, saboreó el
momento hogareño como si fuese eterno.
Quebrando abruptamente su éxtasis, una mano huesuda y
candente le oprimió sus labios y su nariz, impidiéndole casi espirar. Ahí no
más percibió de un pantallazo la amenazadora presencia en su espalda, y la
punta del cuchillo apretando la delgada barrera de la dermis que cobijaba la
yugular dentro de su cuello.
—¿Qué te pasa, puta de mierda? —zumbó la voz conocida—.
¿Acaso no sabes quién es Tigre? ¿Te ha faltado alguna prueba de mi poder? ¡Más
vale que empieces a suplicar para que te mate pronto y no prolongue tu agonía.
Por una diminuta rendija que dejara los rollizos dedos
asesinos, entraba el aire al cuerpo de la víctima como por goteo. No obstante,
luego del primer impacto, se serenó, sentimiento que impresionó vivamente al
agresor.
—¿Acaso te has vuelto estúpida? ¡Ah! ¡Cómo me la vas a
pagar!
Y la sacudía como un muñeco de trapo profiriéndole las
más despiadadas y abyectas amenazas. Por su lado, ella sólo atinaba a encomendarse
a Dios en su interior.
La violencia del agresor aumentaba al notar furioso que
aquellos millones de poros femeninos, en lugar de exudar el dulce aroma del
miedo, olían a libertad. Y ese hedor lo enloquecía, a tal punto que para su mal
comenzó a perder el control de sí, y no podía organizarse mentalmente como para
empezar el macabro ritual destructor de su víctima. A tal punto era así que, a
pesar de su fuerza, de su rabia y de su superioridad ofensiva, no podía
siquiera rasgar la tierna carne con su cuchillo.
Su robusto cuerpo empezó a sacudirse de fiebre, le
costaba pensar, coordinar los movimientos. De algún modo se sintió enceguecido
y doblegado... ¡Por una fuerza superior a la de él! ¿Es que existía?
Hizo un esfuerzo por clavar el cuchillo, pero un temblor
le sacudió la mano, y ni siquiera pudo continuar asiendo a la víctima.
Cambiaron los roles.
Tigre, el poderoso Tigre, el omnipotente Tigre, el dueño
del poder del mundo, el dios del hampa, el indestructible, se movía como un
artefacto vaciado de pila: estaba a-energizado.
Faviana, maravillada por lo vivido, se volvió para
enfrentar a su antiguo amo, y lo que vio le pareció una escena deslumbrante, no
sabía si por lo inaudito, no sabía si por tratarse de una “radical realidad”,
no sabía si por lo patético, no sabía si por lo majestuoso.
Tigre se arrastraba por el piso, arropado en sangre,
reptando entre alaridos hacia la puerta de la calle, como un gusano, un gusano
moribundo, un gusano a punto de desintegrarse en la tierra. Y volvería a la tierra
para (paradójicamente) fecundarla, porque así como la Naturaleza no
desperdicia nada, Dios, en su sabiduría infinita, llega a instrumentar lo malo
para hacerlo fuente de bien.
¿Y cómo fue que Tigre resultó herido? Allí estaba él,
recostando débilmente su espalda contra la pared, jadeando también. Él, el
padre Miguel. El cuchillo de Tigre estaba tirado cerca de su cuerpo. Cuando
Faviana vio la sangre fluir de su costado izquierdo supo que el herido era el
propio cura.
Gritó desesperada y se abalanzó hacia él.
—Tú has dicho que Tigre se alimentaba de sangre. Le
permití tomar la mía, pero parece que no le cayó bien —comentó con aliento
entrecortado.
—¡No! —aulló de dolor la pobre mujer—. No es justo. No es
justo que te mueras. No puedes morirte.
—No te preocupes, voy a estar bien. Ya eres libre. ¿Has
visto, por fin, que hay un poder más grande que el de Tigre?
—No es justo, yo no valgo tu vida. Yo no valgo un
“carajo” como para esto.
—Vales, claro que vales. Tu libertad vale oro.
Faviana se deshacía en gritos y llanto, abrazando al
cuerpo tenue en vida sin atinar a otra cosa sino implorarle su supervivencia.
Lloró, lloró a gritos, y uno de esos logró despertarla.
Despertó. Era una mujer digna dentro de un cuerpo que
comenzó a amar.