jueves, 10 de noviembre de 2016

Faviana- la prostituta. Un canto a la vida.(Fragmento)

IX. Artesana de su propia realidad.

Besó a su hija con dignidad. Revisó sus tareas infantiles, aunque poco de ellas entendiera; cerró el cuaderno y lo acomodó en la mochila escolar que simulaba un simpático osito de peluche. Despidió a la pequeña que se dirigía, de la mano de Rosa, a la escuela.
La noche anterior pernoctó en casa, junto a su hija. No tenía idea cómo resolvería la cuestión de la supervivencia, sólo tenía decidido pensarlo con calma.
Por primera vez, y esa sí que era una sensación gratamente extraña, se sentía desligada del pasado y despreocupada del futuro, con un sabor dulce del presente en donde pareciera que nada más del ahora importaba realmente.
Tigre vendría, de eso estaba completamente segura... Ese desafío era una realidad más capital que el pasado y el futuro. El miedo había salido de su cuerpo como si se hubiera tratado de una gripe que la alta fiebre supo combatir.
Puso la pava al fuego con la intención de prepararse unos mates matutinos.
“Vida puta, puta vida” Nunca hasta ahora supo adjetivarla de otro modo; en ese momento, mirando a través de la ventana de madera carcomida, percibió ilusión en su alma inexplicablemente inspirada en el paisaje, entre imponente y miserable, que se abría ante sus ojos. El sol cubría de dorado los escandalosos contornos de aquellas chozas infames, y aún aquel olor putrefacto, mezcla de verdor y mierda de caballo, le resultó exquisito, pues era olor a libertad.
Nada tan cierto como que las cosas son de acuerdo del color del cristal con que se lo mira; una misma situación puede ser mala suerte absurda, una nada o un obstáculo a superar según se lo encare.
Ninguna vida humana está condenada, de suyo, a la miseria. Lo que sucede es que el hombre muy poco sabe de sí mismo, muy poco se observa, y por sobre todo, poco cultiva su facultad de asumir la “conciencia de sí”, sino que más bien delega, por ignorancia, cobardía o comodidad, la responsabilidad de su autodefinición a otros: las circunstancias, la sociedad, el medio.
Y por cierto, el poder del hombre radica justamente en esta “conciencia de sí”, y ese poder, sólo ese poder, lo hace libre.
Faviana no tenía más que el cuarto grado. Escribía apenas, leía casi nada, sumaba y restaba lo suficiente como para saber si le pagaban bien, si con eso llegaba a fin de mes, y si estaba cubierto el “aporte mensual” con el que “gratificaba” los “servicios” de Tigre.
Y sin embargo había captado el mensaje del cura, quizás no por la comprensión conceptual de todos los términos, sino por la sintonía de experiencia. Él sabía cómo ella se sentía, y desde esa posición le mostró la puerta abierta a su liberación, por eso lo supo posible.
Mujer de mala vida, puta de mierda como tantas veces se definió, conectó desde su ser el Ser de Dios, aún cuando no supiese cómo. Sí, desde su ser, ese ser tejido, como todos en realidad, de miseria y grandeza.
Al cebarse el primer mate de yerba berreta, saboreó el momento hogareño como si fuese eterno.
Quebrando abruptamente su éxtasis, una mano huesuda y candente le oprimió sus labios y su nariz, impidiéndole casi espirar. Ahí no más percibió de un pantallazo la amenazadora presencia en su espalda, y la punta del cuchillo apretando la delgada barrera de la dermis que cobijaba la yugular dentro de su cuello.
—¿Qué te pasa, puta de mierda? —zumbó la voz conocida—. ¿Acaso no sabes quién es Tigre? ¿Te ha faltado alguna prueba de mi poder? ¡Más vale que empieces a suplicar para que te mate pronto y no prolongue tu agonía.
Por una diminuta rendija que dejara los rollizos dedos asesinos, entraba el aire al cuerpo de la víctima como por goteo. No obstante, luego del primer impacto, se serenó, sentimiento que impresionó vivamente al agresor.
—¿Acaso te has vuelto estúpida? ¡Ah! ¡Cómo me la vas a pagar!
Y la sacudía como un muñeco de trapo profiriéndole las más despiadadas y abyectas amenazas. Por su lado, ella sólo atinaba a encomendarse a Dios en su interior.
La violencia del agresor aumentaba al notar furioso que aquellos millones de poros femeninos, en lugar de exudar el dulce aroma del miedo, olían a libertad. Y ese hedor lo enloquecía, a tal punto que para su mal comenzó a perder el control de sí, y no podía organizarse mentalmente como para empezar el macabro ritual destructor de su víctima. A tal punto era así que, a pesar de su fuerza, de su rabia y de su superioridad ofensiva, no podía siquiera rasgar la tierna carne con su cuchillo.
Su robusto cuerpo empezó a sacudirse de fiebre, le costaba pensar, coordinar los movimientos. De algún modo se sintió enceguecido y doblegado... ¡Por una fuerza superior a la de él! ¿Es que existía?
Hizo un esfuerzo por clavar el cuchillo, pero un temblor le sacudió la mano, y ni siquiera pudo continuar asiendo a la víctima. Cambiaron los roles.
Tigre, el poderoso Tigre, el omnipotente Tigre, el dueño del poder del mundo, el dios del hampa, el indestructible, se movía como un artefacto vaciado de pila: estaba a-energizado.
Faviana, maravillada por lo vivido, se volvió para enfrentar a su antiguo amo, y lo que vio le pareció una escena deslumbrante, no sabía si por lo inaudito, no sabía si por tratarse de una “radical realidad”, no sabía si por lo patético, no sabía si por lo majestuoso.
Tigre se arrastraba por el piso, arropado en sangre, reptando entre alaridos hacia la puerta de la calle, como un gusano, un gusano moribundo, un gusano a punto de desintegrarse en la tierra. Y volvería a la tierra para (paradójicamente) fecundarla, porque así como la Naturaleza no desperdicia nada, Dios, en su sabiduría infinita, llega a instrumentar lo malo para hacerlo fuente de bien.
¿Y cómo fue que Tigre resultó herido? Allí estaba él, recostando débilmente su espalda contra la pared, jadeando también. Él, el padre Miguel. El cuchillo de Tigre estaba tirado cerca de su cuerpo. Cuando Faviana vio la sangre fluir de su costado izquierdo supo que el herido era el propio cura.
Gritó desesperada y se abalanzó hacia él.
—Tú has dicho que Tigre se alimentaba de sangre. Le permití tomar la mía, pero parece que no le cayó bien —comentó con aliento entrecortado.
—¡No! —aulló de dolor la pobre mujer—. No es justo. No es justo que te mueras. No puedes morirte.
—No te preocupes, voy a estar bien. Ya eres libre. ¿Has visto, por fin, que hay un poder más grande que el de Tigre?
—No es justo, yo no valgo tu vida. Yo no valgo un “carajo” como para esto.
—Vales, claro que vales. Tu libertad vale oro.
Faviana se deshacía en gritos y llanto, abrazando al cuerpo tenue en vida sin atinar a otra cosa sino implorarle su supervivencia.
Lloró, lloró a gritos, y uno de esos logró despertarla.
Despertó. Era una mujer digna dentro de un cuerpo que comenzó a amar.

viernes, 3 de junio de 2016

Siete Rostros para una Mujer. Capítulo I

               ANABEL, LA MUJER.

                         I. Lunes.

Si dijéramos martes, miércoles… ¡O sábado! … seguramente no convocaríamos a los mismos sentires como al articular el vocablo: “lunes”.
Lunes no es día, no es tiempo, no es un espacio medido de veinticuatro horas entre el domingo y el martes: ¡es simplemente una fobia!
Sí, un lastre, una maldición, una condena... especialmente para quienes arrastran sobre su pellejo el miserable destino de permanecer manipulados por un trabajo insípido o absurdo.
Esa mañana despertaba fría y silenciosa, como corresponde a un avanzado agosto en la ciudad de Córdoba. A través de los cristales empañados del ómnibus, Anabel miraba con infinita nostalgia el mecánico movimiento de la terminal.
¡Todo era tan gris! Centenares de seres humanos se desplazaban ágilmente —desde o hacia— los ululantes coches que —ora arribaban, ora salían— del lugar.
El rumor urbano crecía a pasos acelerados. Los negocios cobraban vida encendiéndose sinfónicamente, en tanto que la gente se disponía, con inexpresivo rostro, a comenzar nuevamente su rutina diaria.
La vida de esta mujer gris era también. ¿Se trataba acaso de un sentimiento natural hacia la existencia misma?...
En tanto Anabel se dirigía hacia la larga fila de los candidatos a pasajeros  de taxi, se detuvo a contemplar las humanas expresiones en ese mar indiferenciado de somnolientos perfiles... ¿Es que existía la felicidad? —cupo el interrogante— ¿O aquella tan vapuleada palabra significaba apenas un sueño dorado de la adolescencia, una utopía nunca alcanzable, una romántica idea popular capaz de rellenar variopintos espacios mentales sedientos de sentido?
Llevaba treinta y cinco años buscando el tan ansiado néctar de la existencia, y al parecer la figura concreta de la felicidad se le evaporaba como un vahído. O como un espejismo. ¿Debía resignarse a la vida gris? ¿O debía continuar buscando? ¿Había errado en la definición de su proyecto de vida? ¿Tendría que trocarlo? Y en caso afirmativo, ¿cambiar... hacia qué otros lares?
Había conquistado un lugar definido dentro de la sociedad, lo cual no es un logro a menoscabar. Gris y todo, era alguien, asumía hacia los otros un rol, una definición. Ese rol le abría algunas puertas y le cerraba otras, pero era un rol al fin: tenía una familia de pertenencia,  trabajo asegurado hasta los últimos días de su vida,  todas sus necesidades básicas satisfechas a perpetuidad; tenía incluso un ambiente propicio en el cual desplegar sus numerosas cualidades humanas, ambiente que, por cierto, la reconocía como una mujer talentosa e inteligente.
Desde luego que también cargaba en su alforja vivencial problemas varios, pero ello era apenas un detalle anecdótico e irrelevante,  pues, ¿hay acaso, sobre la faz de la tierra, alguna existencia humana adulta que se halle, por un tiempo de generosa extensión, carente de problema alguno?
Entonces... con perdón de la palabra ¾ninguna otra lo expresaría mejor¾ ¿¡Qué mierda le faltaba!?
Algo le debía faltar. Y sí, algo le faltaba... Ello era obvio. Lo que no le resultaba para nada obvio era saber... ¡De qué cosa se trataba!
Se encontró de pronto conversando distraídamente con el taxista.
¾Vengo de Buenos Aires ¾se escuchó decir con una voz que no la supo reconocer como propia, siguiendo el hilo de una conversación casi ignorada.
¾¿De paseo por allá?
¾No, estuve en un curso de perfeccionamiento docente.
¾¡Ah! También es docente… ¿Y trabaja en el Colegio San Jorge? Porque... esa es la dirección que me ha dado, ¿verdad?
¾Sí, ahí trabajo.
¾¡Oh! Es lindo colegio, tiene muchos años de trayectoria...
¾Más de un siglo.
¾Sí. Yo no he mandado mis hijos allí porque son todos varones. Pero mi hermano puso a su hijita en esa escuela.
¾¡Ah! Qué bien... ¿Y cuál es el apellido?
¾Mansilla. Ayelén Mansilla.
Anabel, de hecho,  no llegaba a conocer una a una  las setecientas alumnas que a diario recorrían los centenarios patios, y menos aún si no pertenecían a los estudios secundarios. A decir verdad, tampoco se esforzaba demasiado por conocerlas, la pregunta que le dirigió al conductor no tenía una finalidad diversa a la mera amabilidad.
“Don de gente” como le suelen llamar...
¾¿Y usted en qué materia da clases? ¾continuó preguntándole el hombre.
¾Soy la rectora del secundario.
¾¡Ah! ¡Y tan joven! La felicito.
¾Gracias.
Ese don constituía una de sus características más destacadas. La persona de Anabel con facilidad despertaba simpatía, aún cuando ella misma se cuestionara en su fuero interno si su actitud amable procedía realmente de una generosidad sincera, o era más bien fruto de conductas muy aprendidas, más lindantes a la “sonrisa comercial” que al afecto.
De todos modos, despertaba mucho cariño... demasiado.
Apenas se dio cuenta cuando el auto llegó al destino. Pagó, y con un suspiro donde pretendió deshacerse de su lúgubre sensación, entró por la señorial puerta del colegio.
Una ráfaga de aire frío arrancó sendas lágrimas de sus ojos, y quizás por la interposición de esta agua salada en sus pupilas, se figuró a aquel monumental edificio como una infame residencia carcelaria.
Ingresó como condenado al patíbulo. En su cuarto paso se encontró en el diminuto despacho de la portera.
¾Buen día, Marta ¾le dijo¾. Por favor, tome mi bolso y llévelo para adentro.
La mujer rondaba los sesenta años con facilidad, y los ciento veinte kilos con mayor certeza aún. Su sarmentosa mano morena tomó, no sin fastidio, el bolso, mientras algo murmuraba entre dientes. Luego, con voz más firme preguntó si “adentro” abría alguien a esta hora, a lo que Anabel respondió que probablemente Carina se encontrara aún desayunando.
¾Tengo varias entrevistas hoy —declaró la rectora—. Dentro de media hora voy a estar en mi oficina.
Anabel suponía el motivo del mal humor de Marta. ¿Por qué  ella, la portera, debía portar el bolso de la rectora para adentro, si la rectora, más joven y fuerte, podía hacerlo por sí misma? Lo que la portera no sabía es que la rectora, muy lejos de querer dar órdenes por el puro gusto de sentirse una patrona, estaba evitando a toda costa el “adentro”. No quería ir adentro. Odiaba el colegio, pero al adentro lo odiaba mucho más aún. Por ese mismísimo motivo no quiso siquiera entrar a desayunar al comedor de su casa; y para asearse prefería el incómodo baño lindante a la rectoría que al lujoso sanitario aledaño a su habitación… de adentro.
Cruzó en diagonal el patio donde, dentro de minutos, cuatro centenares de jovencitas, pulcramente uniformadas y en fila, contemplarían anodinas la lenta marcha de la Bandera Nacional hacia la punta del mástil.
Comenzaría otra mañana de otro lunes, de otro mes, de otro año... Y como tantas mañanas de tantos lunes de tantos meses de tantos años... simplemente pasaría.
Como una rueda que gira en falso.
Pasa. O la maraña de actividades, desafíos, problemas, ventajas, oportunidades, personas y personajes que representa un día, es el que “pasa” por una sucesión irreal de tiempo, sucesión que produce en el alma la impresión de que es el hombre un finito transeúnte del calendario.
Y que es eso. Sólo eso.
Una rueda que gira en falso... no importa cuál fuerza se le imprima al movimiento. Si lento o muy agitado... lo mismo no llega a ningún lado.
¿Cuál era entonces la cárcel que determinaba el gris en la vida de Anabel? ¿El colegio o ese “adentro”? ¿El trabajo o su vida? ¿Los fracasos o su rutina?... ¿Aquellas actividades vanas que devoraban lo mejor de su juventud? ¿O aquella serie de creencias —nunca dudadas, nunca confirmadas— que la definían por el todo y cada una de las partes que componían su cotidianeidad?
Esas creencias, que tal vez no eran muchas, dirigían absolutamente todos sus pasos: desde sus decisiones de dónde y cómo habitar, trabajar y descansar, hasta la disposición de su tiempo y el modo de vestir.
Sin embargo esas creencias eran su tesoro.
Hacía mucho que no dormía bien, a pesar del cansancio acumulado. Cuando vio su rostro lavado en agua helada reflejarse en la superficie oval del espejo, admiró la fortaleza de su cuerpo. “Me voy a morir andando”, pensó, “aunque a este ritmo, eso puede ocurrir mañana mismo. No estaría nada mal...”
Se dirigió luego a la sala de profesores donde unos cuantos docentes, aún más adormilados que ella misma, la saludaron con respeto. Tomó un pocillito amarillo ámbar, y de la máquina se sirvió café. Este líquido oscuro era realmente barato, pero más malo era saborear un delicioso desayuno viéndole la cara agria de Visitación.
Recordó la entrevista de las diez y sus palmas comenzaron a sudar a pesar del frío ambiente invernal. Quizás su rutina (o la creencia que la organizaba) constituía su cárcel, y en ese caso tenía en sus manos las llaves para abrir la puerta de la celda. Podía cambiar de vida, podía hacer otra cosa, pues poseía la posibilidad de girarlo todo a ciento ochenta grados en cuestión de días... Mas... tampoco estaba tan desquiciada como para que la desesperación le dictamine dejar un puerto seguro (ciertamente viejo, desgastado, sucio y feo) para lanzarse con un bote incierto al corazón del mar.

Algo tenía que cambiar... el problema era que no sabía bien qué.


martes, 15 de marzo de 2016

Abrazo

Abrazo

Es presencia tu calidez
Que espanta mis años de ausencias
La vida arrulla su pesar
En el suave ritmo de tu pecho
Alma amante, alma enamorada
Alma de mi alma
Abrazo sin comienzo ni fin
Abrazo íntimo del amor amante.

El tiempo acalla su locura
Y todo es ese instante de placer,
Nada importa: sólo tú y yo...
¡Cómo reposan las venas
Cómo relajan las fibras!
Y todo parece
En el aire desaparecer.

¡Cuántos años llovidos en llanto!
¡Cuántas soledades bajo el sol!
¡Cuántas cicatrices
De viejos amores ingratos
Vienen a morir en tu latido!
¡Cuántos gélidos fantasmas,
Cuántos inviernos nevados
De inútil espera!
¡Cuántos profundos vacíos
Viene a derretirse  en tus manos!

¿Qué poder tienen tus caricias
Que despiertan de mi cuerpo la vida?
¿Qué magia tiene tu voz
Que despierta de mi alma la pasión?
Y te entregas
Y me entrego
Al canto de los cuerpos imantados
Tibia melodía de besos
Que curan las heridas del ayer.

Enhorabuena su larga la espera fue
Pues hoy, ni poco ni mucho
El tiempo en su destiempo
Dan a este místico abrazo

Infinito sabor a eternidad.