domingo, 26 de abril de 2015

Planteos en torbellinos

               

En ese día hasta le costaba conducirse con su habitual buen humor. Por ello, cuando pasó a su despacho, trató de esquivar la mayor cantidad de gente posible. Se sentó en su acolchada silla giratoria y comenzó con las famosas entrevistas que le llenaban casi toda su rutina laboral.
Mas su mente estaba a la expectativa de las diez. Eran por entonces las ocho y cincuenta.
Anunciándose, ingresó a su despacho una hierática mujer de probablemente unos cincuenta años.
—Buen día, hermana —saludó, con estudiado modismo, la recién llegada— ¿O debo decirle madre?
—Hermana.
Hermana. Madre. La rectora del Colegio San Jorge era monja.
—Soy hermana Anabel. Buen día, señora...—Y consultó el nombre en su agenda de trabajo—...Mariana.
—¡Señorita!...
Las expresiones de “la señorita” parecían esculpidas en hielo seco: rostro oval, diminuto como su figura entera, tez blanca, ojos oscuros de pupilas fijas e impávidas, labios gruesos y cortos, cabello cano y duro, casi al ras del cuero cabelludo... El conjunto de aquella persona confirmaba plenamente lo de “señorita”.
La mujer acudía a la entrevista laboral como candidata para el puesto vacante de profesora de lengua castellana. También era maestra y docente de música. Anabel se imaginó semejante momia al frente de un grupo de adolescentes y supo que el cargo no podría ser ocupado por ella.
No obstante desarrolló la entrevista con normalidad.
Nueve y diez.
—En su currículum dice que usted ya trabaja en una escuela rural.
—Así es, me desempeño como maestra y directora de dicha escuela. Lo que sucede es que tanto viaje me está ocasionando muchos trastornos. Mi medio de transporte es una moto y el tránsito por la zona donde tengo que ir se está haciendo peligroso. Por eso necesito cambiar de trabajo, algo que esté en la misma ciudad.
—¿Y se desempeñó como profesora? ¿Tiene experiencia en el manejo de grupos de adolescentes?
—Antes de asumir la dirección en la escuela 203, hará cosa de cinco años, yo trabajaba en varios colegios secundarios. Luego se me dio esta posibilidad y acepté como desafío a mi vocación docente. Me va muy bien en la escuela, nada más que las distancias me están incomodando mucho. Gran favor me haría si yo recibiera el cargo.
—Ya lo creo.
“¿Qué es lo que creo?” —se dijo Anabel— “Ni en el peor estado de ebriedad le daría la cátedra a este esfinge a la soltería”.
—Yo soy una mujer de sólida formación cristiana —continuó la docente con ese discurso que la rectora oía de sobra en idénticas circunstancias—. Tengo muy presente la importancia de enseñar conductas morales firmes y rectas. Lo que los jóvenes necesitan que se les imparta hoy: conductas morales sólidas y responsables.
De solidez esa cara estaba rebosante. Tanto así que con un poco de flexibilidad hasta habría parecido humana. Continuó la entrevista por acto reflejo.
Nueve y media.
—Muy bien... Acá tengo sus datos —dio el cierre la hermana—. Son cinco las personas que se han presentado por el cargo. Luego que evaluemos a todas las entrevistas, veremos quién tomará las horas de lengua. Si usted llega a ser seleccionada, en la semana siguiente nos estaremos comunicando.
—Piense, hermana, que yo tengo mucha necesidad del trabajo.
—Lo pienso, pero no es usted la única en esa situación.
—Y de mi parte tiene garantizada una conducta intachable.
—De eso no tengo la menor duda —“y para lo que te sirve...” añadió en su pensamiento.
La condujo gentilmente a la puerta. En medio de los saludos formales, la profesora preguntó como al pasar:
—“¿Quién es la última responsable del Colegio?”
—La Madre Superiora —contestó Anabel con lo que después se reprocharía como una absoluta ingenuidad—. Se llama Visitación. Madre Visitación.
—¡Ah! Claro, ustedes deben obediencia a sus superiores. Es una buena disciplina.
—Claro —comentó radicalmente en contra de su convicción.
Nueve y treinta y cinco minutos.
Cuando la maestra del campo la hubo dejado definitivamente desocupada, tomó el teléfono para comunicarse con su secretaria.
—Elvira, ¿cómo te va?
—Muy bien, hermana. ¿Y a usted?
—¡Bárbaro! —con ironía, que sólo ella podía comprender—. Una pregunta, la alumna Roxana Palacios, ¿vino hoy al colegio?
—Sí, hermana... pero, como siempre, está muy descompuesta. ¡Qué chica que nos da trabajo!... Cuando no es porque se porta como la “mona”, es porque se descompone, o directamente se desmaya. Tengo entendido que sus padres están citado por usted a las diez.
—Sí, a las diez… seguramente vendrá sólo el papá…como siempre… —tragó saliva—. Cuando venga hazlo pasar no más.
—¡Cómo no!
Diez menos diez.
Acudió al baño.
Diez menos cinco.
El corazón le bramaba furioso. Suplicó a su autocontrol ser lo suficientemente firme como para no trasparentar nerviosismo alguno.
La suerte (o el problema, depende del punto de vista) era que ella, Anabel Juncos, la hermana Anabel Juncos, la monja rectora del Colegio San Jorge Anabel Juncos... no estaba realmente enamorada del padre de Roxana Palacios; y eso lo tenía relativamente claro porque los sentimientos que (y eso sí era una problema) le despertaban Emmanuel Arédez, el padre Emmanuel Arédez, el cura párroco Emmanuel Arédez, eran diversos. Sólo que la limitada perspicacia de Emmanuel distaba años luz de poder siquiera sospechar semejante realidad.
De todos modos, ni Alfredo ni el sacerdote eran los artífices de su dolorosa sensación. Simplemente —¡vaya simpleza!— ellos representaban el fermento de toda esa pesarosa masa que arrastraba en el común de sus días.
Ella suponía que a su vida le estaba faltando ese salado sabor del sentirse enamorada... pero a la vez dudaba si aquel era el hilo primordial de su mal estar difuso. En otras palabras, algo le hacía dudar sobre si toda su vida se resolvería al encontrar un hombre que la quiera.
... Que la quiera: Alfredo. Que querer: Emmanuel. ¿Habría que esperar un tercero que reuniera ambas condiciones? Y si ese tercero existiera, ¿qué hacer con su vocación?
Diez.
—Permiso —escuchó la temida y ansiada voz masculina, con una puntualidad envidiable.
Era mayor que ella por una decena de años. Sus cabellos renegridos orlados de alguna que otra hebra blanca, sus ojos, oscuros también, reposando en su madura vigorosidad, y su rostro semicuadrangular que enmarcaba a una nariz recta y un par de labios excesivamente delgados, le daban una apuesta apariencia capaz de conmover las entrañas de cualquier mujer.
Pero Anabel no era cualquier mujer.
—Me sorprendió que me citaras —afirmó él cuando aún estaba de pie frente al escritorio.
—No pienses lo que no es —advirtió la monja—. Cité en realidad a los dos.
—¿Qué dos?
—A la madre y al padre de Roxana Palacios. Es una cuestión escolar la que debemos tratar.
—Alejandra vive en su mundo. Como siempre el que tiene que cargar con todo soy yo —desvió la mirada hacia las rejas negras que protegían la ventana de la oficina—. Aún cuando haya venido sin la madre de Roxana, ¿me puedo sentar?
—Por cierto.
Roxana, la rebelde alumna de quinto año, tenía la culpa de todo eso. A causa de sus reiterados malos comportamientos, la rectora se vio forzada a citar frecuentemente a sus padres, y de la pareja, la madre sólo acudió una vez. Desde entonces, siempre trataba con el padre. Solo. A solas.
Y éste, a partir del drama de su hija, había comenzado a manifestar los profundos dolores por un matrimonio desarticulado, y el recuento de sus íntimas soledades que lo hacían soñar vivamente con “una mujer diferente”, una “mujer que lo llene”, una “mujer profunda, compañera, tierna, sensible, espiritual”...
... De una mujer... ¡Como Anabel!
Con buen tacto, el doctor se había abstenido de realizar los avances físicos característicos de la ocasión, pues intuía que para el caso le resultarían contraproducentes. Simplemente usaba la palabra... y pocas... las suficientes como para abrirse paso sin aventar a la inocente presa. Se desplazaba hacia ella serpenteando subrepticiamente, como un cazador de palomas, acercándosele sin ser notado, camuflándose en la lentitud, con el fin de que ella no advirtiera el peligro.
Anabel, por su parte, con sus treinta y cinco años a cuestas, no era precisamente una adolescente. Demostraba una seguridad imbatible, aunque muy en su interior no la sintiera tan así.
Por otro lado, ella consideraba la oportunidad que él le ofrecía...
...No obstante, mantenía la serena posición de su negativa.
—Se te ve cansada, Anabel.
“Es el único que lo nota”, pensó ella.
—Acabo de llegar de Buenos Aires —le contestó—. Me muero por dormir un poco.
—¿Y por qué no? Roxana no va a ser ni mejor ni peor si esta entrevista la tenemos mañana.
—Lo sé... No es eso... es que mi deber es estar aquí.
—Tu deber es cuidarte. ¿Y quién cuida de ti?
—Soy grande. Me cuido sola.
“Y qué ganas de ser niña otra vez”...
—No te creo. Es lindo sentirse cuidado por alguien... Es lindo cuidar, también.
Una fracción de segundo le bastó a la religiosa para dibujar en su mente un hipotético paisaje de su vida como pareja de Palacios: se observó arreglándose frente al espejo, paseando con él de la mano a la luz de la luna, comiendo en finos restaurantes, viajando por el mundo, conduciendo carísimos autos, asistiendo a pomposos festines... Y entendió por qué no podría resultar.
—Alfredo —encaró sin vueltas—. No te pases de la raya. El tema es tu hija. Concentrémonos en ella. La hemos tenido que amonestar por llevar una botella de bebida blanca al retiro espiritual.
—¿Y cuál es el problema? ¿Era una bebida de baja calidad?
—¡Alfredo! —increpó notablemente molesta por la broma—. Tu hija es un desastre. Tiene dos intentos de suicidio.
“Cuatro”, corrigió internamente el padre de la chica.
—Vive más borracha que sobria —continuó  detallando la rectora—. Si vuelve a ingresar bebida alcohólica en el colegio o en cualquier actividad escolar que realicemos, la vamos a tener que expulsar.
—Anabel: discúlpame que haya sido tan inoportuno con el comentario. Lo que sucede es que ¡no sé qué hacer! Para ti es fácil, un problema más y te la sacas de encima. Yo, como padre, no tengo esa alternativa. ¿Crees que no me doy cuenta que anda mal? Me preocupa, aunque no veo la cosa tan grave como tú. Hay que tener en cuenta su edad, y que esas transgresiones a la ley son propias de la juventud. Ella está en tratamiento psicológico, y la especialista me dice que todas estas cosas son llamadas de atención. Mucho tiene que ver la casi nula relación que mantiene con su madre.
—¿Ustedes viven juntos?
—Tenemos una separación de hecho.
—A ver, explícame.
—Vivimos en el mismo techo, por los hijos, pero no convivimos. Dormimos en cuartos separados, para que entiendas claramente.
—¡Tampoco me contestes como si yo fuera tonta! Y el detalle de si duermes o no con tu esposa no me interesa en absoluto. La pregunta que hago es para ver cómo funcionan ustedes como padres de Roxana.
—Es simple: ¡no funcionamos! Continuar viviendo en la misma casa tampoco resulta. Los chicos no se sienten mejor por vernos juntos. La convivencia se me está haciendo insoportable, así que en estos días me voy a vivir solo a un departamento.
—¿Y ella queda al cuidado de los hijos?
—¡Y bueno! Lamentablemente es la madre. Alejandra debería acompañar a su hija a la terapia, pero se niega rotundamente. Tiene repartido su tiempo entre las innumerables estupideces con que llena su agenda. Vive de la Universidad, donde va a hacer pinta  porque tiene apenas unas cuantas horas de clase, al salón de belleza; del centro de compras, donde dilapida dinero a cascada, al gimnasio; de las empresas de turismo, donde organiza sus insólitos viajes, al modisto que le hace un traje por ocasión. Nunca la vas a encontrar por ningún lado. Tarde me di cuenta que ella se había casado conmigo por interés... Y bueno... así resultó de inútil para madre.
En esta frase final aprovechó el silencio que ella ofreciera para mirarla centrando su objetivo.
—En cambio a ti te imagino tan buena madre... —disparó esa bala con precisión— ¿Por qué no eres madre?
Y la bala surtió el efecto deseado. Encaramelada en el sutil halago, Anabel permitió que el diálogo cambiara de dirección, dejando a la pobre Roxana de lado con sus tantos intentos de suicidio.
—De algún modo soy madre.
—…Mentira… —Y cuidó que la entonación de la palabra no entrañase ofensa alguna— ¿Madre de quién? ¿De tus alumnas? Las puedes querer mucho... pero no creo que sea lo mismo. No las has llevado en tu vientre, no has tenido la sensación de amamantarlas, de abrigarlas en la noche, de cuidarlas cuando tenían fiebre, de arroparlas en tu cuerpo, de escucharlas llamarte “mamá”. Esa “de algún modo” intenta ser una autosugestión que pretende ocultar una larvada frustración. Estás en la plenitud de tu edad. Ya en tus años el tiempo es oro, Anabel. Tienes el cuerpo fuerte, la madurez apropiada y el encanto necesario como para conseguirlo.
Ella abrió los ojos buscando un modo de detenerlo, pero el disparo le había dado en un centro muy delicado de su intimidad, en ese lugar de dolores oscuros e inconfesos que tapizan el subconsciente. Permaneció muda, a su pesar.
Alfredo percibió la ventaja.
—Mira... querida mía... estoy harto que la gente que quiero no me escuche. Al menos escúchame tú. Escúchame, sólo escúchame.
—Por favor... no estoy en condiciones...
—¿A qué tienes miedo? No me detengas, yo te hablo sinceramente, con el corazón en la mano, por tu propio bien. Esta vida que llevas no es vida... tienes un mundo de posibilidades por delante ¿qué te detiene? Eres inteligente, linda, culta, sensible, tierna... ¡una joya! ¿Por qué te empecinas en enterrarte viva?
—¿Qué te hace pensar que mi vida es tan mala? Yo soy feliz.
—Mentira… —replicó suavemente como un arrullo—. Está bien. Si me dices que no aceptas mi propuesta porque no me amas, o porque tienes miedo al cambio, o porque sientes que Dios te va a condenar... lo entendería... —Y su voz volvió a arrullar—, pero no me digas esa mentira. No eres feliz, no puedes ser feliz.
—Es verdad que no estoy atravesando un buen momento en mi vida: eso es todo, Alfredo. Demasiado trabajo y demasiada responsabilidad, eso es todo. Son cosas que pasan.
—Que no te suceda lo que a mí. En los primeros años de matrimonio ya tenía señales más que claras que el asunto no iba a funcionar. Esperé, aposté al futuro, dejé que vengan los hijos, concedí oportunidades. Esperé veinte años a que Alejandra cambiara... y lo único que conseguí fue perder tiempo, tiempo que sólo sirvió para acumular malos ratos, heridas y pesares.
“Anabel —retornó al susurro—: yo te amo de verdad y todo lo que te pase me preocupa mucho. Si supiera que tú realmente estás bien así, nada intentaría contigo, pero está a la vista que sufres, y sufres mucho. Yo me muero de deseos en darte a beber del agua que tú tienes sed. ¿Qué es lo que se interpone? No lo comprendo. Si me dejaras amarte, seríamos felices los dos... ¿Qué te traba?
El mundo interno de la pobre religiosa se sentía profundamente conmovido. Las sólidas paredes de sus convicciones se desgranaban como médanos de arena sueltos al torbellino.
Se encontró perdida en un océano de palabras que no supo pronunciar, por lo que tuvo que ceder a la peligrosa espontaneidad de las reacciones.
—Alfredo. No sé dónde estoy parada. Sé lo que quise cuando elegí esto; no lo encuentro, pero no sé si es porque no está o porque todavía no lo descubrí. En estos momentos soy sólo un manojo de incertidumbres. En este estado, no puedo elegir nada.
—De acuerdo, ¿qué necesitas para decidirte? ¿Necesitas lugar para poder tomar distancia de esto? ¿Dinero? ¿Viajes? No tienes más que pedírmelo. Yo todo te lo doy sin compromiso —La miró profundamente, como preparándola para decirle algo íntimo—. Te voy a hacer una propuesta, de todo corazón, aún sabiendo que te lo vas a tomar a mal. Pero yo soy sincero, y me arriesgo. Me arriesgo a que jamás quieras volverme a ver. Nada más que me vas a tener que dar razones... Sé que me vas a decir que no... sin embargo… quiero escuchar tus razones...
Preámbulos. Ella intuyó el asunto... y deseó que surgiera.
—Dame un tiempo para amarte. Prueba. Decide, pero luego de conocer de qué se trata. Un tiempo, el que quieras, y déjame demostrarte lo que pierdes... Yo sé que tu respuesta es no, pero ahora dime claramente por qué.
—Porque es jugar con fuego.
—¿A qué tienes miedo?
—No es eso. No es buena idea. Me parece que con los sentimientos es mejor no jugar.
—¿Tienes miedo a enamorarte de mí? —Y lo dijo en voz tan íntima que Anabel casi lo tuvo que adivinar.
—Tengo miedo a quedar aún más confundida. Además no me sentiría bien. Va contra mi conciencia.
—Ya entiendo. Lo que yo te propongo es pecado, pues está prohibido. En tu universo el amor está prohibido.
—¿Es amor o es placer?
—Las dos cosas. Pero claro, en… tu universo —y subrayó enfáticamente ambos vocablos—… el amor es una cuestión etérea, inmaterial, idílica. Ustedes “aman” con la cabeza, aman trabajando, aman realizando tareas a rostros que no ven y a cuerpos que no abrazan. Aman con heroísmo... pero sin cariño.
—¡Basta! ¡Deja de hostigarme!
—Dame razones.
—Tú no entiendes.
—¿Esa es la consigna? ¿Vivir una vida que nadie puede entender?
—Es que no tienes fe.
—¿Y de qué te sirve a ti la fe? Hasta donde puedo llegar a saber, te sirve para masacrarte la conciencia.
—No, Alfredo, no es así. Tú no lo entiendes porque para ti se puede vivir sin ley, al puro capricho.
—No es para tanto, yo no me considero un inmoral. Pero la moral tiene un límite. ¿Por qué estás tan segura que lo que la Iglesia dice que es malo realmente lo es? ¿Quién la auspicia, quién la avala?
—Dios.
—¿Y de dónde sabe eso la Iglesia de sí misma? ¿En qué se basa ella para decir lo que es bueno y lo que es malo?
—En la Naturaleza. Lo bueno y lo malo está escrito dentro del corazón del hombre.
—...Pero según tu naturaleza de mujer tú deberías amar a un hombre y formar familia con él.
—La Naturaleza de mujer no se realiza sólo teniendo sexo. Muchas, teniéndolo, tampoco están realizadas como personas. Cada mujer se realiza de un modo diferente.
—Bien. A ver, explícame ¿Y cómo realizas tú tu femineidad?
—La entrego a Dios.
—¿Y Dios cómo te la toma? ¿Dios te satisface?
—Sí —replicó a pesar de que el verbo empleado por Alfredo le resultaba un poco violento, excesivamente erótico para aplicarlo a su realidad de relación espiritual con Dios.
—Y si te satisface, ¿por qué adoleces de tanta sed?
—Porque siempre hay algo de sacrificio en el amor.
—¿Eso no es masoquismo?
—No, porque no es la búsqueda del dolor por sí mismo. Es el sacrificio propio de cada elección.
—¿Y qué te hace tolerable, si no es un masoquismo, ese “sacrificio”?
—El amor.
—O sea que tú mides tu amor a Dios por la cuota de sacrificio que ofreces por Él.
—Algo así.
—El tuyo, discúlpame que te diga, es un amor ingenuo, tonto. O en el mejor de los casos, altruista, heroico. Lo que no entiendo bien, entonces, es el amor de Dios para contigo. ¿Por qué habría de querer, si te ama, que sufras? ¡Es sádico entonces!
—¡No! —El océano de palabras se lo confundía aún más porque aquel hereje no hacía otra cosa sino expresarle inexorablemente las propias simientes de sus ideas no elaboradas—. Es que tú no entiendes. El amor de Dios vale la pena, vale los sacrificios, vale las renuncias.
—Si eso fuera cierto, no habría penas. Es lo que yo entiendo. Un hombre casado empieza a desear otra mujer cuando la suya propia no le satisface.
—Es que tú tienes un modo muy egoísta de ver la vida. Para ti lo que no te satisface, no vale.
—Y tú, un modo muy infantil. Crees en lo que otros te dicen, y repites a los demás lo que te han repetido de reiteradas repeticiones a su vez. ¿Y si las cosas no fueran así? ¿Y si tu mundo espiritual no existiera?
—Esa es nuestra gran diferencia: yo tengo fe.
—Anabel… —retornó a la técnica del susurro—, yo no quiero ofenderte: para mí eres una mujer exquisita, y quizás tu forma espiritual te haya tallado tan hermosa por dentro y por fuera... Pero de todos modos te convierte en una belleza inaccesible, una belleza pura para contemplar detrás de una vitrina. Eres realmente hermosa, pero si tu femineidad queda encerrada en tu cuerpo, no eres diferente a un maniquí de exposición. Sigo sin entender el papel de la fe en tu vida.
—¿El sexo es lo único que tienes en la cabeza? ¿Ves? Para ti o es satisfacción o no vale.
—Soy médico. Y por lo que sé el cuerpo vivo manifiesta sus necesidades como displacer, tensión, insatisfacción. Esa tensión lleva al individuo hacia el objeto preciado, y la satisfacción de esa necesidad produce placer. No comprendo por qué te parece  mal la búsqueda de algo natural como el placer.
—Es que el cuerpo y la materia no es lo único que existe. Justamente mi modo de vivir es un testimonio de eso. Si yo no me casé y si no tengo hijos propios, si renuncio al placer sexual, es para mostrar que hay algo más, que la vida es más profunda, que existe Dios y que es capaz de entrar en relación con el ser humano para colmarlo.
—¡Abre los ojos, querida mía! Tu vida no da precisamente esa impresión. Para la sociedad en general, que en ti no ve a Anabel sino a una monjita dulce y simpática, no eres más que una antigüedad, agradable o desagradable, pero antigüedad al fin. Para unos cuántos “santulones” que aún sobreviven en este tiempo, eres la expiación de sus pecados personales: “Rece por mí, hermanita, usted que está más cerca de Dios”... Y para quienes detrás de tu hábito descubrimos a tu persona humana, vemos un excelente tesoro prisionero de un Dios narcisista y cruel que, por pura complacencia suya, la declara ¡Intocable! ¡Sólo para mí! Esta es mi muñeca, nadie juegue con ella”... Y la deja triste y sola detrás de una vidriera celestial. Te hace mujer para convertirte en un ángel. No me parece muy coherente.
—¡No es así! —exclamó visiblemente alterada— .Yo no me siento en una vitrina. No soy ninguna muñeca. Dios no es sádico. Él sabe lo que hace y siempre quiere nuestro bien. Fuera de su voluntad, nadie es feliz. ¿Tú acaso lo eres?
—No sé. Hay cosas que no me han salido bien, pero intento disfrutar día a día de lo que lo que puedo. La vida es muy puta y cada dos por tres te juega en contra. Por eso —se encogió los hombros—, simplemente vivo del mejor modo posible. ¿Qué tiene de malo? Tú ni eres feliz, ni puedes disfrutar de lo poco dulce que arroja la existencia.
—Yo sigo creyendo...
—¿En qué? Cuando apenas me recibí yo también tenía un montón de frases altruistas en la cabeza: “yo iba a dedicarme a salvar vidas” ¿Y sabes qué? La muerte siempre gana. ¡Siempre! Tarde o temprano. Curas al enfermo de una cosa, y se muere a la larga de otra. Hay que acomodarse lo mejor que se puede a esta realidad. Nadie salva al mundo, Anabel, el mundo no necesita ser salvado: ¡es como es! Lo único que nos queda es buscar para nosotros el mejor espacio posible. Y si no lo haces, nadie lo hace por ti.
“Yo admiro tu generosidad, tu capacidad de pensar en los demás, tus deseos de ayudar al prójimo, pero el precio que pagas es exagerado, y creo que no es tu forma de vida la mejor con la que puedes realizar tus ansias.
Por fin calló. Ella mantenía bajos sus enrojecidos ojos cafés, intentando vanamente frenar el acceso de lágrimas. Se sentía literalmente quebrada, vencida.
—¿He sido muy duro contigo? —en característico tono confidencial—… No quiero verte sufrir. No quiero ver empequeñecida tu hermosa vida —Cubrió con sus cálidas manos la de Anabel, que se hallaba a mitad del escritorio—. Lo que tú quieras, yo te lo puedo dar. Simplemente: prueba.
La monja se sentía un fragmentado caos forrado de piel. Instintivamente alzó los ojos suplicantes de auxilio. Lo vio más cerca, casi levantado de su silla. Nunca se sintió tan próxima a  un beso.
—Sal, Alfredo, por favor.
Sin embargo el pedido era muy débil.
—Sólo un beso…
—No —la conciencia reñía con el deseo—… Me haces mucho daño. Ahora no tengo las respuestas que me pides, pero las hay.
—No es así: no tienes las respuestas porque no las hay. Déjame amarte.
La noche sin dormir ejercía presión sobre la voluntad ya debilitada de la joven. Y el gris. Y la monotonía. Y el vacío. Y el sinsentido. Y los ideales muertos. Y una promesa de felicidad nunca cumplida. Y una propuesta de amor prohibido.
Vio el masculino rostro acercarse lentamente. No era cuestión de firmeza, pues esos labios la invitaban, simplemente, a que lo deje suceder. Sintió la respiración ahí, muy cerca.
Cansada, atormentada por sus propios cuestionamientos, insegura, solitaria, desvalida... No estaba bien... pero sólo era cuestión de “dejar hacer”... después de todo estaba interiormente adormecida. Cerró los ojos intuyendo la inmediatez del roce húmedo.
—¡No! —Y abrió los ojos. Firme y sin levantar la voz agregó—. No quiero que me beses.
A pesar de sentirse contrariado, él obedeció. Luego, sin dejar de sonreír, se incorporó como para despedirse.
—Eres una mujer fuerte y fiel, no cabe duda —le dijo—, también inteligente. Por eso confío en que pienses en todo lo que hablamos.
Ella recuperó por completo el control de sí. Se incorporó con normalidad, y mientras lo acompañaba a la puerta, le expresó con voz clara.
—Con respecto a Roxana, estás en sobre aviso.
—Con respecto a tu vida, tú también estás en sobre aviso. Mi oferta sigue en pie —e inclinándose hacia su oído musitó—: te amo.
Giró y, lentamente, desapareció de los disgregados ojos de la pobre monja.




jueves, 2 de abril de 2015

Creo en el Amor II


… La vida se comporta con uno como uno es con ella misma. Si eres mezquino, la vida, tarde o temprano, te la da mezquinamente. Si eres generoso, la vida te da generosamente.
La vida... ¿qué es la vida? La vida es respirar, caminar, comer, pensar... Tú te refieres a ella como si tuviera entidad propia, como si fuera Dios.
Es que es así. ¡Tiene entidad! Arriésgate a la fe, y vas a percibir todas las confirmaciones del caso. Por mi parte, te puedo asegurar que, aunque no cobro, gano mucho. Todo lo que necesito para vivir: amor, amigos, vida, energía... ¿Sabes cuál es la forma para obtenerlo todo? Entregándolo todo. No adueñarse. La ley de la vida es así: recoges hoy lo que hoy necesitas, mañana es otro día. Hoy Dios te ha dado algo, dáselo en la noche: a la mañana lo vas a encontrar enriquecido. Todo nuestro ser es un río que fluye y corre hacia el mar. Construir diques que recojan el agua para asegurarnos que la tendremos siempre, es condenarla a estancarse y pudrirse. Hay que dar gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido: entonces tendremos siempre.

            Este fragmento pertenece a la obra “La Isla Blanca”, y describe parte de un diálogo entre la protagonista (Mabel) con Abel, un médico sanador. La  primera versión la escribí aproximadamente once o doce años atrás, cuando apenas arribaba algunos años por encima de la línea de los treinta. Siempre me consideré idealista, aunque trato de no ser ingenua, de bellas frases fáciles de recordar e imposibles de vivir.

            Muchas vivencias corrieron bajo el puente de mis certezas, y las más de ellas seduciendo al espíritu de desilusión: el amor (en este caso me refiero a esa buena predisposición a recibir, atender y ayudar al otro, por el sólo hecho de reconocer su dignidad de persona), no parece ser una moneda corriente, mucho menos cuando entramos a jugarnos en el competitivo mundo laboral. Muchas veces uno da con sinceridad y lo toman de tonto; y si nos descuidamos, nos hacemos blanco de “parásitos” que sin el mínimo de reparo nos utilizarán en beneficio propio… Entonces ¿valdrá la pena esforzarse por superar los propios egoísmos para orientar nuestras voluntades a la generosidad?

            De mil modos he comprobado que el mezquino recibe mezquinamente… Pero ¿el generoso recibe generosamente?...

            A pesar de los sinsabores y las desilusiones, creo que sí: quien da con generosidad recibe con generosidad, aunque no siempre del mismo lado (o de las mismas personas) de las que esperamos.

            Renuevo mi fe en el amor. Pero en un amor lúcido, inteligente y visionario. Es amor también no permitir a nadie ser parásito nuestro, utilizar nuestros recursos para evitar que el otro atropelle nuestros derechos… El amor no es someterse, porque dominar –como ser dominado- no es bueno para nadie; no es bajar la cabeza, porque el otro necesita mi cabeza alta; no es pusilanimidad, porque las más de las veces necesitaremos entereza para saber decir las cosas y jugarse por la verdad. El amor es fuerza, no debilidad.

            El que cede más allá de su propia dignidad, no necesariamente ama. Si lo hace por debilidad, por evitar confrontaciones, por anemia del carácter, todo lo que conseguirá es henchirse de resentimientos. El resentido no ama.

            El verdadero amor es voluntad de dar, pero nunca resignando la propia dignidad. El amor al otro incluye el amor a sí mismo.

            En la edad en la que según el refrán ya me tendría que convertir en bombero, sigo siendo incendiario, aún sabiendo que la materia prima  (es decir la realidad circundante) es muy resistente a arder. No obstante, será difícil, pero no decididamente imposible. Y seguramente lo conseguido, sea cuánto sea, valdrá la pena.