En ese día hasta le
costaba conducirse con su habitual buen humor. Por ello, cuando pasó a su
despacho, trató de esquivar la mayor cantidad de gente posible. Se sentó en su
acolchada silla giratoria y comenzó con las famosas entrevistas que le llenaban
casi toda su rutina laboral.
Mas su mente estaba a la
expectativa de las diez. Eran por entonces las ocho y cincuenta.
Anunciándose, ingresó a
su despacho una hierática mujer de probablemente unos cincuenta años.
—Buen día, hermana —saludó,
con estudiado modismo, la recién llegada— ¿O debo decirle madre?
—Hermana.
Hermana. Madre. La
rectora del Colegio San Jorge era monja.
—Soy hermana Anabel.
Buen día, señora...—Y consultó el nombre en su agenda de trabajo—...Mariana.
—¡Señorita!...
Las expresiones de “la
señorita” parecían esculpidas en hielo seco: rostro oval, diminuto como su
figura entera, tez blanca, ojos oscuros de pupilas fijas e impávidas, labios
gruesos y cortos, cabello cano y duro, casi al ras del cuero cabelludo... El
conjunto de aquella persona confirmaba plenamente lo de “señorita”.
La mujer acudía a la
entrevista laboral como candidata para el puesto vacante de profesora de lengua
castellana. También era maestra y docente de música. Anabel se imaginó
semejante momia al frente de un grupo de adolescentes y supo que el cargo no
podría ser ocupado por ella.
No obstante desarrolló
la entrevista con normalidad.
Nueve y diez.
—En su currículum dice
que usted ya trabaja en una escuela rural.
—Así es, me desempeño
como maestra y directora de dicha escuela. Lo que sucede es que tanto viaje me
está ocasionando muchos trastornos. Mi medio de transporte es una moto y el
tránsito por la zona donde tengo que ir se está haciendo peligroso. Por eso
necesito cambiar de trabajo, algo que esté en la misma ciudad.
—¿Y se desempeñó como
profesora? ¿Tiene experiencia en el manejo de grupos de adolescentes?
—Antes de asumir la
dirección en la escuela 203, hará cosa de cinco años, yo trabajaba en varios
colegios secundarios. Luego se me dio esta posibilidad y acepté como desafío a
mi vocación docente. Me va muy bien en la escuela, nada más que las distancias
me están incomodando mucho. Gran favor me haría si yo recibiera el cargo.
—Ya lo creo.
“¿Qué es lo que creo?” —se
dijo Anabel— “Ni en el peor estado de ebriedad le daría la cátedra a este
esfinge a la soltería”.
—Yo soy una mujer de
sólida formación cristiana —continuó la docente con ese discurso que la rectora
oía de sobra en idénticas circunstancias—. Tengo muy presente la importancia de
enseñar conductas morales firmes y rectas. Lo que los jóvenes necesitan que se
les imparta hoy: conductas morales sólidas y responsables.
De solidez esa cara
estaba rebosante. Tanto así que con un poco de flexibilidad hasta habría
parecido humana. Continuó la entrevista por acto reflejo.
Nueve y media.
—Muy bien... Acá tengo
sus datos —dio el cierre la hermana—. Son cinco las personas que se han
presentado por el cargo. Luego que evaluemos a todas las entrevistas, veremos
quién tomará las horas de lengua. Si usted llega a ser seleccionada, en la
semana siguiente nos estaremos comunicando.
—Piense, hermana, que yo
tengo mucha necesidad del trabajo.
—Lo pienso, pero no es
usted la única en esa situación.
—Y de mi parte tiene
garantizada una conducta intachable.
—De eso no tengo la
menor duda —“y para lo que te sirve...” añadió en su pensamiento.
La condujo gentilmente a
la puerta. En medio de los saludos formales, la profesora preguntó como al
pasar:
—“¿Quién es la última
responsable del Colegio?”
—La Madre Superiora —contestó
Anabel con lo que después se reprocharía como una absoluta ingenuidad—. Se
llama Visitación. Madre Visitación.
—¡Ah! Claro, ustedes
deben obediencia a sus superiores. Es una buena disciplina.
—Claro —comentó
radicalmente en contra de su convicción.
Nueve y treinta y cinco
minutos.
Cuando la maestra del
campo la hubo dejado definitivamente desocupada, tomó el teléfono para
comunicarse con su secretaria.
—Elvira, ¿cómo te va?
—Muy bien, hermana. ¿Y a
usted?
—¡Bárbaro! —con ironía,
que sólo ella podía comprender—. Una pregunta, la alumna Roxana Palacios, ¿vino
hoy al colegio?
—Sí, hermana... pero,
como siempre, está muy descompuesta. ¡Qué chica que nos da trabajo!... Cuando
no es porque se porta como la “mona”, es porque se descompone, o directamente
se desmaya. Tengo entendido que sus padres están citado por usted a las diez.
—Sí, a las diez…
seguramente vendrá sólo el papá…como siempre… —tragó saliva—. Cuando venga
hazlo pasar no más.
—¡Cómo no!
Diez menos diez.
Acudió al baño.
Diez menos cinco.
El corazón le bramaba
furioso. Suplicó a su autocontrol ser lo suficientemente firme como para no
trasparentar nerviosismo alguno.
La suerte (o el
problema, depende del punto de vista) era que ella, Anabel Juncos, la hermana
Anabel Juncos, la monja rectora del Colegio San Jorge Anabel Juncos...
no estaba realmente enamorada del padre de Roxana Palacios; y eso lo tenía
relativamente claro porque los sentimientos que (y eso sí era una problema) le
despertaban Emmanuel Arédez, el padre Emmanuel Arédez, el cura
párroco Emmanuel Arédez, eran diversos. Sólo que la limitada perspicacia de
Emmanuel distaba años luz de poder siquiera sospechar semejante realidad.
De todos modos, ni
Alfredo ni el sacerdote eran los artífices de su dolorosa sensación.
Simplemente —¡vaya simpleza!— ellos representaban el fermento de toda esa
pesarosa masa que arrastraba en el común de sus días.
Ella suponía que a su
vida le estaba faltando ese salado sabor del sentirse enamorada... pero a la
vez dudaba si aquel era el hilo primordial de su mal estar difuso. En otras
palabras, algo le hacía dudar sobre si toda su vida se resolvería al encontrar
un hombre que la quiera.
... Que la quiera:
Alfredo. Que querer: Emmanuel. ¿Habría que esperar un tercero que
reuniera ambas condiciones? Y si ese tercero existiera, ¿qué hacer con su
vocación?
Diez.
—Permiso —escuchó la
temida y ansiada voz masculina, con una puntualidad envidiable.
Era mayor que ella por
una decena de años. Sus cabellos renegridos orlados de alguna que otra hebra
blanca, sus ojos, oscuros también, reposando en su madura vigorosidad, y su
rostro semicuadrangular que enmarcaba a una nariz recta y un par de labios
excesivamente delgados, le daban una apuesta apariencia capaz de conmover las
entrañas de cualquier mujer.
Pero Anabel no era
cualquier mujer.
—Me sorprendió que me
citaras —afirmó él cuando aún estaba de pie frente al escritorio.
—No pienses lo que no es
—advirtió la monja—. Cité en realidad a los dos.
—¿Qué dos?
—A la madre y al padre
de Roxana Palacios. Es una cuestión escolar la que debemos tratar.
—Alejandra vive en su
mundo. Como siempre el que tiene que cargar con todo soy yo —desvió la mirada
hacia las rejas negras que protegían la ventana de la oficina—. Aún cuando haya
venido sin la madre de Roxana, ¿me puedo sentar?
—Por cierto.
Roxana, la rebelde
alumna de quinto año, tenía la culpa de todo eso. A causa de sus reiterados
malos comportamientos, la rectora se vio forzada a citar frecuentemente a sus
padres, y de la pareja, la madre sólo acudió una vez. Desde entonces, siempre
trataba con el padre. Solo. A solas.
Y éste, a partir del
drama de su hija, había comenzado a manifestar los profundos dolores por un
matrimonio desarticulado, y el recuento de sus íntimas soledades que lo hacían
soñar vivamente con “una mujer diferente”, una “mujer que lo llene”, una “mujer
profunda, compañera, tierna, sensible, espiritual”...
... De una mujer... ¡Como
Anabel!
Con buen tacto, el
doctor se había abstenido de realizar los avances físicos característicos de la
ocasión, pues intuía que para el caso le resultarían contraproducentes.
Simplemente usaba la palabra... y pocas... las suficientes como para abrirse
paso sin aventar a la inocente presa. Se desplazaba hacia ella serpenteando
subrepticiamente, como un cazador de palomas, acercándosele sin ser notado,
camuflándose en la lentitud, con el fin de que ella no advirtiera el peligro.
Anabel, por su parte,
con sus treinta y cinco años a cuestas, no era precisamente una adolescente.
Demostraba una seguridad imbatible, aunque muy en su interior no la sintiera
tan así.
Por otro lado, ella
consideraba la oportunidad que él le ofrecía...
...No obstante, mantenía
la serena posición de su negativa.
—Se te ve cansada,
Anabel.
“Es el único que lo nota”,
pensó ella.
—Acabo de llegar de
Buenos Aires —le contestó—. Me muero por dormir un poco.
—¿Y por qué no? Roxana
no va a ser ni mejor ni peor si esta entrevista la tenemos mañana.
—Lo sé... No es eso...
es que mi deber es estar aquí.
—Tu deber es cuidarte.
¿Y quién cuida de ti?
—Soy grande. Me cuido
sola.
“Y qué ganas de ser niña
otra vez”...
—No te creo. Es lindo
sentirse cuidado por alguien... Es lindo cuidar, también.
Una fracción de segundo
le bastó a la religiosa para dibujar en su mente un hipotético paisaje de su vida
como pareja de Palacios: se observó arreglándose frente al espejo, paseando con
él de la mano a la luz de la luna, comiendo en finos restaurantes, viajando por
el mundo, conduciendo carísimos autos, asistiendo a pomposos festines... Y
entendió por qué no podría resultar.
—Alfredo —encaró sin
vueltas—. No te pases de la raya. El tema es tu hija. Concentrémonos en ella.
La hemos tenido que amonestar por llevar una botella de bebida blanca al retiro
espiritual.
—¿Y cuál es el problema?
¿Era una bebida de baja calidad?
—¡Alfredo! —increpó
notablemente molesta por la broma—. Tu hija es un desastre. Tiene dos intentos
de suicidio.
“Cuatro”, corrigió
internamente el padre de la chica.
—Vive más borracha que
sobria —continuó detallando la rectora—.
Si vuelve a ingresar bebida alcohólica en el colegio o en cualquier actividad
escolar que realicemos, la vamos a tener que expulsar.
—Anabel: discúlpame que
haya sido tan inoportuno con el comentario. Lo que sucede es que ¡no sé qué
hacer! Para ti es fácil, un problema más y te la sacas de encima. Yo, como
padre, no tengo esa alternativa. ¿Crees que no me doy cuenta que anda mal? Me
preocupa, aunque no veo la cosa tan grave como tú. Hay que tener en cuenta su
edad, y que esas transgresiones a la ley son propias de la juventud. Ella está
en tratamiento psicológico, y la especialista me dice que todas estas cosas son
llamadas de atención. Mucho tiene que ver la casi nula relación que mantiene
con su madre.
—¿Ustedes viven juntos?
—Tenemos una separación
de hecho.
—A ver, explícame.
—Vivimos en el mismo
techo, por los hijos, pero no convivimos. Dormimos en cuartos separados, para
que entiendas claramente.
—¡Tampoco me contestes
como si yo fuera tonta! Y el detalle de si duermes o no con tu esposa no me
interesa en absoluto. La pregunta que hago es para ver cómo funcionan ustedes
como padres de Roxana.
—Es simple: ¡no
funcionamos! Continuar viviendo en la misma casa tampoco resulta. Los chicos no
se sienten mejor por vernos juntos. La convivencia se me está haciendo
insoportable, así que en estos días me voy a vivir solo a un departamento.
—¿Y ella queda al
cuidado de los hijos?
—¡Y bueno! Lamentablemente
es la madre. Alejandra debería acompañar a su hija a la terapia, pero se niega
rotundamente. Tiene repartido su tiempo entre las innumerables estupideces con
que llena su agenda. Vive de la Universidad, donde va a hacer pinta porque tiene apenas unas cuantas horas de
clase, al salón de belleza; del centro de compras, donde dilapida dinero a
cascada, al gimnasio; de las empresas de turismo, donde organiza sus insólitos
viajes, al modisto que le hace un traje por ocasión. Nunca la vas a encontrar
por ningún lado. Tarde me di cuenta que ella se había casado conmigo por
interés... Y bueno... así resultó de inútil para madre.
En esta frase final
aprovechó el silencio que ella ofreciera para mirarla centrando su objetivo.
—En cambio a ti te
imagino tan buena madre... —disparó esa bala con precisión— ¿Por qué no eres
madre?
Y la bala surtió el
efecto deseado. Encaramelada en el sutil halago, Anabel permitió que el diálogo
cambiara de dirección, dejando a la pobre Roxana de lado con sus tantos
intentos de suicidio.
—De algún modo soy
madre.
—…Mentira… —Y cuidó que
la entonación de la palabra no entrañase ofensa alguna— ¿Madre de quién? ¿De
tus alumnas? Las puedes querer mucho... pero no creo que sea lo mismo. No las
has llevado en tu vientre, no has tenido la sensación de amamantarlas, de
abrigarlas en la noche, de cuidarlas cuando tenían fiebre, de arroparlas en tu
cuerpo, de escucharlas llamarte “mamá”. Esa “de algún modo” intenta ser una
autosugestión que pretende ocultar una larvada frustración. Estás en la
plenitud de tu edad. Ya en tus años el tiempo es oro, Anabel. Tienes el cuerpo
fuerte, la madurez apropiada y el encanto necesario como para conseguirlo.
Ella abrió los ojos
buscando un modo de detenerlo, pero el disparo le había dado en un centro muy
delicado de su intimidad, en ese lugar de dolores oscuros e inconfesos que
tapizan el subconsciente. Permaneció muda, a su pesar.
Alfredo percibió la
ventaja.
—Mira... querida mía...
estoy harto que la gente que quiero no me escuche. Al menos escúchame tú.
Escúchame, sólo escúchame.
—Por favor... no estoy
en condiciones...
—¿A qué tienes miedo? No
me detengas, yo te hablo sinceramente, con el corazón en la mano, por tu propio
bien. Esta vida que llevas no es vida... tienes un mundo de posibilidades por
delante ¿qué te detiene? Eres inteligente, linda, culta, sensible, tierna...
¡una joya! ¿Por qué te empecinas en enterrarte viva?
—¿Qué te hace pensar que
mi vida es tan mala? Yo soy feliz.
—Mentira… —replicó
suavemente como un arrullo—. Está bien. Si me dices que no aceptas mi propuesta
porque no me amas, o porque tienes miedo al cambio, o porque sientes que Dios
te va a condenar... lo entendería... —Y su voz volvió a arrullar—, pero no me
digas esa mentira. No eres feliz, no puedes ser feliz.
—Es verdad que no estoy
atravesando un buen momento en mi vida: eso es todo, Alfredo. Demasiado trabajo
y demasiada responsabilidad, eso es todo. Son cosas que pasan.
—Que no te suceda lo que
a mí. En los primeros años de matrimonio ya tenía señales más que claras que el
asunto no iba a funcionar. Esperé, aposté al futuro, dejé que vengan los hijos,
concedí oportunidades. Esperé veinte años a que Alejandra cambiara... y lo
único que conseguí fue perder tiempo, tiempo que sólo sirvió para acumular
malos ratos, heridas y pesares.
“Anabel —retornó al
susurro—: yo te amo de verdad y todo lo que te pase me preocupa mucho. Si
supiera que tú realmente estás bien así, nada intentaría contigo, pero está a
la vista que sufres, y sufres mucho. Yo me muero de deseos en darte a beber del
agua que tú tienes sed. ¿Qué es lo que se interpone? No lo comprendo. Si me
dejaras amarte, seríamos felices los dos... ¿Qué te traba?
El mundo interno de la
pobre religiosa se sentía profundamente conmovido. Las sólidas paredes de sus
convicciones se desgranaban como médanos de arena sueltos al torbellino.
Se encontró perdida en
un océano de palabras que no supo pronunciar, por lo que tuvo que ceder a la
peligrosa espontaneidad de las reacciones.
—Alfredo. No sé dónde
estoy parada. Sé lo que quise cuando elegí esto; no lo encuentro, pero no sé si
es porque no está o porque todavía no lo descubrí. En estos momentos soy sólo
un manojo de incertidumbres. En este estado, no puedo elegir nada.
—De acuerdo, ¿qué
necesitas para decidirte? ¿Necesitas lugar para poder tomar distancia de esto?
¿Dinero? ¿Viajes? No tienes más que pedírmelo. Yo todo te lo doy sin compromiso
—La miró profundamente, como preparándola para decirle algo íntimo—. Te voy a
hacer una propuesta, de todo corazón, aún sabiendo que te lo vas a tomar a mal.
Pero yo soy sincero, y me arriesgo. Me arriesgo a que jamás quieras volverme a
ver. Nada más que me vas a tener que dar razones... Sé que me vas a decir que
no... sin embargo… quiero escuchar tus razones...
Preámbulos. Ella intuyó
el asunto... y deseó que surgiera.
—Dame un tiempo para
amarte. Prueba. Decide, pero luego de conocer de qué se trata. Un tiempo, el
que quieras, y déjame demostrarte lo que pierdes... Yo sé que tu respuesta es
no, pero ahora dime claramente por qué.
—Porque es jugar con
fuego.
—¿A qué tienes miedo?
—No es eso. No es buena
idea. Me parece que con los sentimientos es mejor no jugar.
—¿Tienes miedo a
enamorarte de mí? —Y lo dijo en voz tan íntima que Anabel casi lo tuvo que
adivinar.
—Tengo miedo a quedar
aún más confundida. Además no me sentiría bien. Va contra mi conciencia.
—Ya entiendo. Lo que yo
te propongo es pecado, pues está prohibido. En tu universo el amor está
prohibido.
—¿Es amor o es placer?
—Las dos cosas. Pero
claro, en… tu universo —y subrayó
enfáticamente ambos vocablos—… el amor es una cuestión etérea, inmaterial,
idílica. Ustedes “aman” con la cabeza, aman trabajando, aman realizando tareas
a rostros que no ven y a cuerpos que no abrazan. Aman con heroísmo... pero sin
cariño.
—¡Basta! ¡Deja de
hostigarme!
—Dame razones.
—Tú no entiendes.
—¿Esa es la consigna?
¿Vivir una vida que nadie puede entender?
—Es que no tienes fe.
—¿Y de qué te sirve a ti
la fe? Hasta donde puedo llegar a saber, te sirve para masacrarte la
conciencia.
—No, Alfredo, no es así.
Tú no lo entiendes porque para ti se puede vivir sin ley, al puro capricho.
—No es para tanto, yo no
me considero un inmoral. Pero la moral tiene un límite. ¿Por qué estás tan
segura que lo que la Iglesia dice que es malo realmente lo es? ¿Quién la
auspicia, quién la avala?
—Dios.
—¿Y de dónde sabe eso la
Iglesia de sí misma? ¿En qué se basa ella para decir lo que es bueno y lo que
es malo?
—En la Naturaleza. Lo
bueno y lo malo está escrito dentro del corazón del hombre.
—...Pero según tu
naturaleza de mujer tú deberías amar a un hombre y formar familia con él.
—La Naturaleza de mujer
no se realiza sólo teniendo sexo. Muchas, teniéndolo, tampoco están realizadas
como personas. Cada mujer se realiza de un modo diferente.
—Bien. A ver, explícame
¿Y cómo realizas tú tu femineidad?
—La entrego a Dios.
—¿Y Dios cómo te la
toma? ¿Dios te satisface?
—Sí —replicó a pesar de
que el verbo empleado por Alfredo le resultaba un poco violento, excesivamente
erótico para aplicarlo a su realidad de relación espiritual con Dios.
—Y si te satisface, ¿por
qué adoleces de tanta sed?
—Porque siempre hay algo
de sacrificio en el amor.
—¿Eso no es masoquismo?
—No, porque no es la
búsqueda del dolor por sí mismo. Es el sacrificio propio de cada elección.
—¿Y qué te hace
tolerable, si no es un masoquismo, ese “sacrificio”?
—El amor.
—O sea que tú mides tu
amor a Dios por la cuota de sacrificio que ofreces por Él.
—Algo así.
—El tuyo, discúlpame que
te diga, es un amor ingenuo, tonto. O en el mejor de los casos, altruista,
heroico. Lo que no entiendo bien, entonces, es el amor de Dios para contigo.
¿Por qué habría de querer, si te ama, que sufras? ¡Es sádico entonces!
—¡No! —El océano de
palabras se lo confundía aún más porque aquel hereje no hacía otra cosa sino
expresarle inexorablemente las propias simientes de sus ideas no elaboradas—.
Es que tú no entiendes. El amor de Dios vale la pena, vale los sacrificios,
vale las renuncias.
—Si eso fuera cierto, no
habría penas. Es lo que yo entiendo. Un hombre casado empieza a desear otra
mujer cuando la suya propia no le satisface.
—Es que tú tienes un
modo muy egoísta de ver la vida. Para ti lo que no te satisface, no vale.
—Y tú, un modo muy
infantil. Crees en lo que otros te dicen, y repites a los demás lo que te han
repetido de reiteradas repeticiones a su vez. ¿Y si las cosas no fueran así? ¿Y
si tu mundo espiritual no existiera?
—Esa es nuestra gran
diferencia: yo tengo fe.
—Anabel… —retornó a la
técnica del susurro—, yo no quiero ofenderte: para mí eres una mujer exquisita,
y quizás tu forma espiritual te haya tallado tan hermosa por dentro y por
fuera... Pero de todos modos te convierte en una belleza inaccesible, una
belleza pura para contemplar detrás de una vitrina. Eres realmente hermosa,
pero si tu femineidad queda encerrada en tu cuerpo, no eres diferente a un
maniquí de exposición. Sigo sin entender el papel de la fe en tu vida.
—¿El sexo es lo único
que tienes en la cabeza? ¿Ves? Para ti o es satisfacción o no vale.
—Soy médico. Y por lo
que sé el cuerpo vivo manifiesta sus necesidades como displacer, tensión,
insatisfacción. Esa tensión lleva al individuo hacia el objeto preciado, y la
satisfacción de esa necesidad produce placer. No comprendo por qué te parece mal la búsqueda de algo natural como el
placer.
—Es que el cuerpo y la
materia no es lo único que existe. Justamente mi modo de vivir es un testimonio
de eso. Si yo no me casé y si no tengo hijos propios, si renuncio al placer
sexual, es para mostrar que hay algo más, que la vida es más profunda, que
existe Dios y que es capaz de entrar en relación con el ser humano para
colmarlo.
—¡Abre los ojos, querida
mía! Tu vida no da precisamente esa impresión. Para la sociedad en general, que
en ti no ve a Anabel sino a una monjita dulce y simpática, no eres más que una
antigüedad, agradable o desagradable, pero antigüedad al fin. Para unos cuántos
“santulones” que aún sobreviven en este tiempo, eres la expiación de sus
pecados personales: “Rece por mí, hermanita, usted que está más cerca de
Dios”... Y para quienes detrás de tu hábito descubrimos a tu persona humana,
vemos un excelente tesoro prisionero de un Dios narcisista y cruel que, por
pura complacencia suya, la declara ¡Intocable! ¡Sólo para mí! Esta es mi
muñeca, nadie juegue con ella”... Y la deja triste y sola detrás de una
vidriera celestial. Te hace mujer para convertirte en un ángel. No me parece
muy coherente.
—¡No es así! —exclamó
visiblemente alterada— .Yo no me siento en una vitrina. No soy ninguna muñeca.
Dios no es sádico. Él sabe lo que hace y siempre quiere nuestro bien. Fuera de
su voluntad, nadie es feliz. ¿Tú acaso lo eres?
—No sé. Hay cosas que no
me han salido bien, pero intento disfrutar día a día de lo que lo que puedo. La
vida es muy puta y cada dos por tres te juega en contra. Por eso —se encogió
los hombros—, simplemente vivo del mejor modo posible. ¿Qué tiene de malo? Tú
ni eres feliz, ni puedes disfrutar de lo poco dulce que arroja la existencia.
—Yo sigo creyendo...
—¿En qué? Cuando apenas
me recibí yo también tenía un montón de frases altruistas en la cabeza: “yo iba
a dedicarme a salvar vidas” ¿Y sabes qué? La muerte siempre gana. ¡Siempre!
Tarde o temprano. Curas al enfermo de una cosa, y se muere a la larga de otra.
Hay que acomodarse lo mejor que se puede a esta realidad. Nadie salva al mundo,
Anabel, el mundo no necesita ser salvado: ¡es como es! Lo único que nos queda
es buscar para nosotros el mejor espacio posible. Y si no lo haces, nadie lo
hace por ti.
“Yo admiro tu
generosidad, tu capacidad de pensar en los demás, tus deseos de ayudar al
prójimo, pero el precio que pagas es exagerado, y creo que no es tu forma de
vida la mejor con la que puedes realizar tus ansias.
Por fin calló. Ella
mantenía bajos sus enrojecidos ojos cafés, intentando vanamente frenar el
acceso de lágrimas. Se sentía literalmente quebrada, vencida.
—¿He sido muy duro
contigo? —en característico tono confidencial—… No quiero verte sufrir. No
quiero ver empequeñecida tu hermosa vida —Cubrió con sus cálidas manos la de
Anabel, que se hallaba a mitad del escritorio—. Lo que tú quieras, yo te lo
puedo dar. Simplemente: prueba.
La monja se sentía un
fragmentado caos forrado de piel. Instintivamente alzó los ojos suplicantes de
auxilio. Lo vio más cerca, casi levantado de su silla. Nunca se sintió tan
próxima a un beso.
—Sal, Alfredo, por
favor.
Sin embargo el pedido
era muy débil.
—Sólo un beso…
—No —la conciencia reñía
con el deseo—… Me haces mucho daño. Ahora no tengo las respuestas que me pides,
pero las hay.
—No es así: no tienes
las respuestas porque no las hay. Déjame amarte.
La noche sin dormir
ejercía presión sobre la voluntad ya debilitada de la joven. Y el gris. Y la
monotonía. Y el vacío. Y el sinsentido. Y los ideales muertos. Y una promesa de
felicidad nunca cumplida. Y una propuesta de amor prohibido.
Vio el masculino rostro
acercarse lentamente. No era cuestión de firmeza, pues esos labios la
invitaban, simplemente, a que lo deje suceder. Sintió la respiración ahí, muy
cerca.
Cansada, atormentada por
sus propios cuestionamientos, insegura, solitaria, desvalida... No estaba
bien... pero sólo era cuestión de “dejar hacer”... después de todo estaba
interiormente adormecida. Cerró los ojos intuyendo la inmediatez del roce
húmedo.
—¡No! —Y abrió los ojos.
Firme y sin levantar la voz agregó—. No quiero que me beses.
A pesar de sentirse
contrariado, él obedeció. Luego, sin dejar de sonreír, se incorporó como para
despedirse.
—Eres una mujer fuerte y
fiel, no cabe duda —le dijo—, también inteligente. Por eso confío en que
pienses en todo lo que hablamos.
Ella recuperó por
completo el control de sí. Se incorporó con normalidad, y mientras lo
acompañaba a la puerta, le expresó con voz clara.
—Con respecto a Roxana,
estás en sobre aviso.
—Con respecto a tu vida,
tú también estás en sobre aviso. Mi oferta sigue en pie —e inclinándose hacia
su oído musitó—: te amo.
Giró
y, lentamente, desapareció de los disgregados ojos de la pobre monja.