¾Anabel.
Su nombre tronó, a la bendita hora del
desayuno, como azote acústico barajado por la cavernosa voz de Visitación.
Había culminado su taza de café
semiamargo y negro como tinta. Carina, lidiando a brazo partido contra su
somnolencia, revolvía el té sentada a su lado, y ambas frente al áspero porte
de Visitación.
__La portera me quiere hablar para pedirme
un adelanto del sueldo __continuó la
superiora__. Dile que no. Y contrólala mejor, porque esa
mujer se la pasa mirando revistas, descuidando su tarea.
Y como siempre debía ser dueña de la
última palabra, la madre recogió su pocillo y se dirigió a la cocina, dando,
tras la orden, por finalizado el asunto.
En otra circunstancia, a la rectora se le
hubiese crispado los filamentos del estómago ante la perspectiva de tener que
dar una respuesta dura y contraria a su parecer. Mas en esa ocasión, todo le
daba igual.
Cuando Anabel se incorporó rumbo al
colegio, Carina cobró conciencia de la realidad, y recién allí su mente se
permitió captar la verdad de lo sucedido. Un terrible presentimiento se hizo
patente a sus sentimientos. Concentró sus ojos en el rostro de Anabel, deseando
ver el arqueo de cejas característico en su amiga toda vez que se sentía interiormente
contrariada.
Lo deseó... en vano: Anabel permanecía
impasible, quizás enajenada; luego de recibir la orden, se dirigió al colegio
muda como un ente.
“Característico de un suicida” concluyó
la joven Carina con una alarma de intensidad creciente.
Por su parte, ese ente vestido de gris,
luego del izamiento de bandera, se dirigió hacia la portería donde largó una
frase a quemarropa sin registrar siquiera las personas que se encontraban allí.
__Marta, la superiora le niega el adelanto.
En otra situación, Anabel se la hubiese
rebuscado para no ser tan cruda. Pero por entonces actuaba como un autómata.
__¡Hermana! __sintió que esta le respondía articulando dificultosamente las sílabas__ Pero... pero... yo lo necesito. Mañana me cortan la luz.
Marta era portera de años. Ineficiente y
resentida vivía criticando a sus patronas a causa de las “muchas riquezas” que
poseían: el auto nuevo azul perlado, los electrodomésticos de última
generación, los celulares, las computadoras, los viajes en avión y el uso de
taxis “para ir a la esquina”... “¡Y eso que tienen votos de pobreza!” decía.
__¿Cuánto necesita?
__Cincuenta y tres pesos con treinta
centavos.
__Los voy a conseguir de todos modos.
Y se fue tan de repente como cuando
apareció, viendo sin ver, oyendo sin oír, hablando sin saber que decía.
Es que había tomado por fin una
decisión: iba a cortar el pelo que la sujetaba allí. Se sentía liberada,
suelta, eufórica... y a la vez oscura, angustiada, triste. Supuso que eso era
sí por la tensión que todo cambio genera.
Cuando se sentó en su oficina, repasó el
plan: cerca de las cinco de la tarde llamaría por teléfono a Madre Gabriela, la
Provincial (superiora de un rango jerárquico mayor al de Visitación) para
despedirse; tomaría un taxi al aeropuerto donde la esperaría Alfredo con su
boleto de avión rumbo al Brasil, donde él le había reservado un chalet para una
temporada. En principio iría sola, necesitaba tomar distancia de todo para
reacomodar su vida. No estaba en sus planes precisamente irse “con él”...
Irse... simplemente... era toda la
consigna.
Cortar el pelo, al precio de lo que sea.
Su salida era brusca e inusual. Casi una
huída. Su esperanza no estaba tan centrada en el futuro, cuanto en la
liberación de su presente amargo. No tenía muy bien elaborado lo que vendría,
sino simplemente concentraba su decisión en lo que quería dejar. El horizonte
se desdibujaba en las brumas del incierto.
La mañana parecía fría y serena, como
esos vacíos templados que preanuncian una catástrofe. Tomó su teléfono.
_¿Margarita? __era la tesorera__ Prepárale
un sobre con cien pesos y entrégaselo de mi parte a Marta, la portera.
__Sí, hermana.
Si no fuera porque aquella noche de
invierno no la encontraría pernoctando bajo el mismo techo que Visitación, no
se le hubiese ocurrido jamás contrariar tan alevosamente una orden suya expresa
y clara.
El tiempo parecía haberse quedado
suspendido en el abismo. A su alma acudían intuiciones desestabilizantes.
Al sonido del teléfono saltó crispada en
nervios.
__Hna. Anabel __era Marta, con una voz liberada__. Gracias
por el adelanto. Cuando cobre se lo devuelvo.
__No va a ser necesario.
__Le paso una llamada para usted. Es el
padre de la alumna Palacios.
El corazón se le subió a la garganta,
retorciéndose en estertores de angustia.
__¿Anabel? __percibió nombrarse en la voz masculina__ ¿Me escuchas?
Supo que algo no andaba bien.
__Alfredo. ¿Acaso te has arrepentido? Todo
lo que quiero es irme de acá. Nada más __se apresuro
a contestar.
__Anabel __repitió en medio de lo que ésta supuso un llorisqueo__. Roxana ha entrado en coma __efectivamente,
una clara congoja le partía las palabras__. La imbécil
de su sicóloga nos había dicho que los intentos de suicidio eran sólo para
llamar la atención... Pero... __el llanto le
quemaba el habla__, hoy la encontramos así... Ven, por
favor.
__Sí. Claro. Voy. ¿Dónde están?
__Clínica del Norte, entre Corrientes y
Maipú. Unidad de cuidados intensivos.
Como bombero presto a acudir al fuego,
en cuestión de veinte minutos se encontró en la clínica preguntando por la
terapia intensiva.
El corredor era largo, indefinidamente
surcado por rombos blancos y negros que despedían un penetrante olor limpio a
brillo y lavandina. Al final, a la izquierda del cartel “cuidados intensivos”,
divisó un rostro macilento y espectral, que le resultó lejanamente conocido.
Anabel lo identificó como el de Alejandra, madre de Roxana.
Alfredo no estaba por allí.
Sin saber qué decir o qué hacer,
saboreando una amarga sensación de inutilidad, la religiosa se acercó con
cautela.
__Usted es... la madre de Roxana Palacios,
¿verdad?
__Hna. Rectora ¿Cómo se enteró?
La mujer, bella y pálida como una momia,
no reaccionaba con normalidad. Sus ojos, enrojecidos de estupor, delataban a un
alma ausente dentro de un cuerpo presente.
__Su... su... marido me llamó. ¿Cómo está
ella?
Por toda respuesta, bajó los bellos ojos
secos de desesperación y perdió la vista en los ilimitados rombos del piso.
__¿Usted también me va a echar la culpa? __musitó al fin__ Estoy harta __su suspiro fue un resoplido preñado de cansancio y pesadumbre¾. ¡Harta! ¿Sabe? Le parecerá que soy dura como una piedra... pero lo
único que quiero es que se acabe. Como sea, pero que acabe.
En ese segundo a la fragmentada mente de
Anabel acudió toda la información que tenía sobre esta hierática mujer.
__¿Podré entrar a verla? __preguntó.
Por toda respuesta, la madre encogió los
hombros. No era ni dura ni piedra, simplemente no era humana.
Por su parte Anabel se decidió entrar.
Una enfermera estuvo a punto de aventarla del lugar, pero ante la insistencia
de la religiosa, y su promesa de que sólo serían dos minutos, la dejó llegar al
lado de la cama donde una joven delgada y transparente adormecía severamente su
consciente.
En la amarillenta piel de Roxana, Anabel
apenas podía reconocer a esa alumna embromada que continuamente ponía en jaque
la apacibilidad de los días escolares. Debatiéndose en ese delgado límite
comatoso entre la vida y la muerte, la muchacha ya no respiraba sino gracias al
aparato que conectaba artificialmente el aire atmosférico a sus pulmones.
La monja la miraba con solemnidad.
Cualquiera diría que rezaba por la chica, pero a decir verdad, Anabel no
rezaba; tan solo prestaba cuerpo a estas circunstancias, como por oficio.
Al atravesar el tiempo el minuto y
medio, unos fuertes gritos la sacudieron de su estúpido letargo. Sin embargo
siguió en el lugar, exactamente medio minuto más, conforme a su promesa. Al
salir los gritos engrosaron su volumen, y para su sorpresa la religiosa se
encontró con un cuadro que, de haberse producido en diversa situación,
resultaría cómico en grado sumo.
Alejandra había abandono su estática
posición para debatirse a “carterazos”, insultos y de los pelos con otra mujer,
fina como un espárrago, cuyos cabellos enmarañados anunciaban una suerte de
derrota inminente en la mujeril batalla.
En el medio. Mediando. O intentando
separarlas, se hallaba Alfredo.
__¡Por favor! __gemía el médico interponiendo su cuerpo entre las dos__ ¡Calma! Alejandra, calma...
__¡Puta de mierda! __gritaba la aludida__ ¿No te da
vergüenza aparecer ahora? ¡Desvergonzada!
__¡A mí nadie me insulta! __se defendía ésta.
__¡Basta!
Dos enfermeros se aprontaban para acudir
al ring. El escándalo crecía. En eso se desprendió del hombro de la desconocida
su bolso, que fue a dar a los pies de Anabel. Ésta lo tomó recogiendo un sobre
de madera que había sido eyectado del mismo.
Los enfermeros por fin arribaron al
lugar y consiguieron lo que el pobre doctor Palacios no pudo: separarlas.
__Está muy nerviosa. Disculpen ustedes __decía éste, pletórico de pavura, a los mismos__. Ya me la llevo.
__Venga señora __le decían a Alejandra, mientras ésta lloraba con exasperación¾. Le vamos a dar un calmante... La llevamos a la guardia, doctor
Palacios.
Y ambos se marcharon llevando casi a las
rastras a la pobre mujer desquiciada. La otra, triunfante de algún modo,
comenzó a acomodarse los cabellos y la ropa.
__Perdona todo esto, Anabel. Ella es
Constanza, mi secretaria. Ella es la rectora del colegio donde va Roxana __las presentó.
__Mucho gusto __replicó automáticamente Anabel mientras le tendía el bolso.
Por su parte la secretaria ni se tomó la
molestia de mirarla ni de devolverle el cumplido. Casi arrebató el bolso de las
manos de la monja.
No sólo era espárrago, sino también de
baja estatura, en suma (o en resta) alguien que no debía pesar más allá de
cincuenta kilos. Su cabello era largo hasta la cintura, delicadamente cuidado,
teñido en un rojizo oscuro que ocultaría su verdadero color. Sus ajustadísimos
pantalones y su jersey aún más ajustado revelaban un cuerpo de escaso espesor y
profundamente curvilíneo.
__Esa tipa está muy mal de la cabeza __quejose mientras auscultaba su bolso descosido en una de sus manijas__. Voy a hacer la denuncia a la policía. Esto no va a quedar así, a mí
no me va a tratar mal. ¡Qué será capaz de hacer ahora que vivimos juntos!
Alfredo, que estaba con la mirada
perdida en la nada, pareció no escucharla. En cambio Anabel escuchó
perfectamente y entendió todo más perfectamente aún.
“La vida es muy puta. Claro que sí, muy
puta. Y para todos”. Pensó.
¾¡El sobre! ¾increpó Constanza.
Era mucha, y muy dura, la información
que debía ser procesada ágilmente en las
neuronas de la religiosa, por ello no supo siquiera a qué se refería la
diminuta mujer, sino hasta después de sentir arrebatado este papel que continuaba sujeto por entre sus dedos.
El yo quebrado, desgajado, oscuro,
débil, vencido, desposeído, moribundo, desorbitado, quebrantado… de la
religiosa, recibió una luz clarividente.
Muda, emprendió una retirada con fuerte
sabor a huída. Caminó sin equilibrio por el extenso corredor notando cómo las
imágenes visuales del entorno, se le licuaban en fragmentos informes e
inconexos. Cerca de la puerta de salida, algo cálido le tomó la muñeca. Era
Alfredo.
__Anabel... por favor, espera. Lo tuyo ya
está arreglado.
__Alfredo: tu hija se está muriendo. Deja de
jugar conmigo.
__¿A qué te refieres?
__Soy monja pero no tonta. Esa tipa y tú son
amantes.
__No. Es mi secretaria. Siempre atiende
todos mis asuntos. Ella me hace los trámites del hospital __se llevó la mano a la frente__. Por favor,
espera que todo esto pase y volverá a ser como antes.
__Está viviendo con ella. ¡Si ella misma lo
dijo!
__No. La verdad es que mi secretaria quiere
eso, pero no es lo que sucede. Yo estoy viviendo solo.
__Ya no te creo, Alfredo. Adiós.
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