Cuando Anabel se encontró en su casa, el añejo reloj campana tocó tres golpes agudos y prolongados. Hubiese sido la salvación de la joven si aquel toque hubiese representado la última hora antes del fin del mundo. Pero el mundo amenazaba continuar.
El convento manifestaba a esa hora el desierto propio de la siesta.
“Dios me ha
castigado con Alfredo” pensó. Y cierto, Dios estaba en todo su derecho de
hacerlo, porque después de todo ella estaba faltando gravemente a sus votos. ¿Acaso
podía pedirle piadosamente ayuda para el buen éxito de su plan de fuga con el
doctor Palacios? Dios era un marido ofendido. Ofendido y poderoso. Muy
poderoso.
La calefacción
reinaba en aquellos ambientes pulcramente cerrados, aislando plácidamente a la
clausura del frío invierno. Anabel se quitó el abrigo, y con una rabia
inusitada, lo modeló como un bollo de tela, tan compacto como permitieron sus
fuerzas.
Con los nervios colmados de desesperación, entró al
comedor mudo de soledad. Luego se dirigió a la capillita, luego al baño, luego
a la pieza... En la casa se respiraba un aire de siesta en el que parecía que
hasta los mismos muebles dormían soñando tibieza de madera.
En cambio, la rectora del colegio vagaba como alma en
pena. No sabía qué hacer ni dónde estar. Con su bollo de abrigo en las manos se
desplazaba buscando un reparo inexistente a su milenaria angustia.
En eso se topó de frente con un extenso cuadro
antiguo, colgado en la pared de la galería, cerca de su habitación. Se trataba
de un majestuoso Sagrado Corazón, quien parecía sonreírle tiernamente.
Anabel percibió esa mirada como una burla, con ironía.
Reconoció que Alfredo en algo tenía razón: Jesús era narcisista y cruel.
Decididamente la estaba castigando. Su conciencia se envalentonó hasta tal
punto que a su pecho subió rabia, mucha rabia, pero no ya contra Visitación, ni
contra la Institución, ni contra el colegio, ni contra Alfredo y su amante
secretaria: sino contra Dios mismo.
Al fin de cuentas Él tenía la culpa de todo. Él la
había elegido para vivir esa vida miserable, él la había condenado a ser virgen
perpetuamente e impedirle el placentero goce de sentirse amada, Él le pedía que
se subordine a la autoridad insostenible de Visitación, y encima de todo quería
que sufriera ese suplicio con “alegría”. Sonriente. Feliz. “Dios te ama”... ¡Y
Anabel debía convencer a todo el mundo de que “Dios es amor”!
No. Demasiado. Intolerable. Ese Dios ya se había
pasado de la raya. Si tenía derecho a pedir lo que sea, es decir, si estaba en
todo su derecho dar vida consciente a un ser y luego masacrarlo para que sufra
“por amor a él”... ella, dada su razón y libertad, aún jugándose el destino
eterno, se iba a tomar el atrevimiento de decir lo que sentía. ¡Claro que sí!
Dejó que por todo el entramado de su ser afluyera la
bronca real que ocultaba desde mucho tiempo atrás con el propio Dios, y con
inusitada fuerza le lanzó violentamente el abrigo hecho pelota en el centro de
su divina frente.
¾¡Hijo de
puta! ¾añadió a su sacrilegio, tamaña
herejía, sabiendo que en eso contradecía cuanto dogma por muchos años ella
misma se dedicara a enseñar.
Muy a su sorpresa, su conciencia moral no presintió la
inminencia del fuego eterno. Al contrario, y sin que ella pueda entenderlo
mucho, se sintió notoriamente aliviada, como si un enorme peso se desprendiera
de su pecho.
Una ligera advertencia para aquellas personas que puedan ver incomodadas o lesionadas su sensibilidad religiosa... la novela continúa... sólo hay que "tomar aire" y animarse a seguir, al menos hasta donde se pueda comprender el sentido de esta "muerte de Dios".
ResponderEliminar