miércoles, 27 de mayo de 2015

El alma quiebra. Dios muere






Cuando Anabel se encontró en su casa, el añejo reloj campana tocó tres golpes agudos y prolongados. Hubiese sido la salvación de la joven si aquel toque hubiese representado la última hora antes del fin del mundo. Pero el mundo amenazaba continuar.
El convento manifestaba  a esa hora el desierto propio de la siesta.
  “Dios me ha castigado con Alfredo” pensó. Y cierto, Dios estaba en todo su derecho de hacerlo, porque después de todo ella estaba faltando gravemente a sus votos. ¿Acaso podía pedirle piadosamente ayuda para el buen éxito de su plan de fuga con el doctor Palacios? Dios era un marido ofendido. Ofendido y poderoso. Muy poderoso.
  La calefacción reinaba en aquellos ambientes pulcramente cerrados, aislando plácidamente a la clausura del frío invierno. Anabel se quitó el abrigo, y con una rabia inusitada, lo modeló como un bollo de tela, tan compacto como permitieron sus fuerzas.
Con los nervios colmados de desesperación, entró al comedor mudo de soledad. Luego se dirigió a la capillita, luego al baño, luego a la pieza... En la casa se respiraba un aire de siesta en el que parecía que hasta los mismos muebles dormían soñando tibieza de madera.
En cambio, la rectora del colegio vagaba como alma en pena. No sabía qué hacer ni dónde estar. Con su bollo de abrigo en las manos se desplazaba buscando un reparo inexistente a su milenaria angustia.
En eso se topó de frente con un extenso cuadro antiguo, colgado en la pared de la galería, cerca de su habitación. Se trataba de un majestuoso Sagrado Corazón, quien parecía sonreírle tiernamente.
Anabel percibió esa mirada como una burla, con ironía. Reconoció que Alfredo en algo tenía razón: Jesús era narcisista y cruel. Decididamente la estaba castigando. Su conciencia se envalentonó hasta tal punto que a su pecho subió rabia, mucha rabia, pero no ya contra Visitación, ni contra la Institución, ni contra el colegio, ni contra Alfredo y su amante secretaria: sino contra Dios mismo.
Al fin de cuentas Él tenía la culpa de todo. Él la había elegido para vivir esa vida miserable, él la había condenado a ser virgen perpetuamente e impedirle el placentero goce de sentirse amada, Él le pedía que se subordine a la autoridad insostenible de Visitación, y encima de todo quería que sufriera ese suplicio con “alegría”. Sonriente. Feliz. “Dios te ama”... ¡Y Anabel debía convencer a todo el mundo de que “Dios es amor”!
No. Demasiado. Intolerable. Ese Dios ya se había pasado de la raya. Si tenía derecho a pedir lo que sea, es decir, si estaba en todo su derecho dar vida consciente a un ser y luego masacrarlo para que sufra “por amor a él”... ella, dada su razón y libertad, aún jugándose el destino eterno, se iba a tomar el atrevimiento de decir lo que sentía. ¡Claro que sí!
Dejó que por todo el entramado de su ser afluyera la bronca real que ocultaba desde mucho tiempo atrás con el propio Dios, y con inusitada fuerza le lanzó violentamente el abrigo hecho pelota en el centro de su divina frente.
¾¡Hijo de puta! ¾añadió a su sacrilegio, tamaña herejía, sabiendo que en eso contradecía cuanto dogma por muchos años ella misma se dedicara a enseñar.

Muy a su sorpresa, su conciencia moral no presintió la inminencia del fuego eterno. Al contrario, y sin que ella pueda entenderlo mucho, se sintió notoriamente aliviada, como si un enorme peso se desprendiera de su pecho.

1 comentario:

  1. Una ligera advertencia para aquellas personas que puedan ver incomodadas o lesionadas su sensibilidad religiosa... la novela continúa... sólo hay que "tomar aire" y animarse a seguir, al menos hasta donde se pueda comprender el sentido de esta "muerte de Dios".

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