Por fuera la cáscara de
Anabel continuaba manejando sus asuntos con apacible seguridad. Lo que sí se la
notaba demasiado pendiente del teléfono y del reloj.
El teléfono: ayer había
hecho la llamada, una llamada que no debía haber hecho; pero la hizo. Y
el reloj: dentro de ocho horas... ¡apenas ocho horas!... Ocho horas que podrían
cambiarlo todo.
Mientas, sentada en su
oficina continuaba atendiendo sus asuntos. Sonó el teléfono interno.
—Hermana Anabel —le
llamó la portera—, está la señora Faviana Rodríguez, que tiene entrevista con usted.
—Que pase.
El nombre no le sonó a
nada en particular, pero cuando vio esa diminuta mujer salvajemente vestida
recordó, aún con el dejo de consciente que portaba en su interior, el caso.
Jeans ajustadísimos,
pulóver rojo furioso sujeto a la cintura con un cinto ancho negro, enormes
botas de tacón de aguja que intentaba paliar el efecto de su corta estatura,
cabello largo grueso tinto en un amarillo patito desagradable, el rostro
demacrado, malamente lavado de un maquillaje pegajoso... Ella era la madre de
una pequeña del jardín que se había demorado en el pago de las cuotas.
La citó por eso, pero no
era ese el problema. El problema era que las otras madres del jardín habían
presentado una nota pidiendo a la responsable del Colegio (que en último término
era Visitación, y Visitación ya había dado su veredicto) pidiendo que la pobre
niña no continuase en el colegio por razones de la dudosa reputación de la
mujer.
Como trocar la duda en
certeza era un camino demasiado engorroso para ese grupo de monjas, se apuraría
a la pobre mujer con el asunto económico. Tal era el odioso cometido que debía
realizar la rectora.
Y muy a pesar de sí
misma. Recordando algunos pasajes del Evangelio, supuestamente la carta magna
de su vida, la decisión le pareció irresponsable, contradictoria y
des-comprometida. Sin embargo este sentimiento era apenas una intuición que
casi no podía fundamentar, por lo que no pudo pelear la situación frente al
poder de Visitación.
En lo íntimo del corazón
de Anabel latía una fibra muy sensible al dolor humano, que le hacía sangrar su
conciencia cada vez que debía tomar una decisión contraria a su propio parecer
interno: y eso sucedía a menudo, frecuentemente, casi siempre... quizás lo más
acorde a la realidad fuera decir... ¡permanentemente!
A pesar de su tremendo malestar,
la situación logró concentrarla un poco. Con amabilidad, aún sabiendo el
veredicto, le ofreció asiento al frente de ella.
—Hermana —le dijo la
mujer con el acento típico de persona poco letrada—. Yo sé que debo tres
cuotas. Es que estuve enferma y no pude trabajar. Pero dentro de un plazo ya va
a ver que se lo pago todo, centavo por centavo.
Pero la sentencia estaba
firmada.
—Quizás tengas que
pensar en otro colegio para tu hija.
—¿Por qué? Si yo le pago
todo, ¿por qué razón no aceptaría a mi hija nuevamente en esta escuela?
—Porque... —como una
tonta infante, empezó a tartamudear— Sé sincera, tu trabajo no te da para
mandarla a una escuela como esta.
—¿Y qué sabe de mi
trabajo? —le replicó en un tono notablemente agresivo.
Anabel era profundamente
diplomática, pero incapaz de mentir. Por eso, pese a todas las previsiones, la
verdad se le escurrió por la boca.
—Que no es empleada de
comercio, como figura en los papeles.
—Entonces todo el
problema no es la plata, sino mi “trabajo”.
— Bueno... sí —reconoció
ruborizada, como si la prostituta fuera ella.
—Yo tuve la ilusión que
podría pasar desapercibida. Por eso siempre venía “la Rosa”, salvo aquella
reunión de padres en que estuvo enferma. Eso bastó para que las otras
anduvieran cuenteando. ¡Qué idiota que soy! ¡Como si toda mi vida no me
alcanzara para saber que a una puta se la echa de todos los lados que pretendan
ser “limpios”! Está bien, son las reglas del juego y yo la acepto... pero ¡écheme
a mí y no a Jenny! Yo quiero para ella una educación distinta.
—¿Y realmente crees que
acá lo vas a conseguir? Sus compañeritas la dejan sola, la segregan.
—¿Y no es deber de
ustedes enseñar a que todos somos hijos de Dios?
—Bueno... pero... aún
así es poco lo que podemos hacer. Los niños aprenden principalmente de lo que
reciben en sus casas.
—Pues para desgracia de
Jenny todo lo que tiene lo recibe de mí. Yo le doy cariño, intento cuidarla y
salvarla de los peligros que corre. Si yo trabajo en lo que trabajo no es por
gusto, es por plata. Y necesito la plata para criarla.
—Sucede que... tu
trabajo no es honrado.
A la diminuta mujer le
ardieron los ojos en furia. Por su parte, la rectora sentía cada vez más fuerte
el reclamo de su conciencia, una conciencia que por motivos coyunturales no podía
satisfacer.
—No puedo hacer otra
cosa —replicó Faviana, condensando la violencia que sentía en casi en susurro.
—El que quiere puede —Y
se sintió tan estúpida que se odió por aquellas palabras.
Nuevamente otro
silencioso absceso de furia en las débiles pupilas de la damnificada.
—Dígame, hermana. ¿Qué
daño hago yo al colegio? ¿Acaso reparto panfletos promocionando mi trabajo a
las niñas?
—No es al colegio... es
a tu hija. Tú la anotaste en un colegio católico donde va a recibir una
educación acorde a nuestros principios... y su propia madre no vive de acuerdo
a esos principios.
—¡Porque no puedo! Usted
cree que yo la disfruto haciendo lo que hago. Es un trabajo y me da de comer.
Me guste o no eso es lo que soy desde los diez años.
—¡Diez años!
—Para que vea. Yo no
quiero ese futuro para Jenny.
—Entiendo... pero... no
es tan sencillo.
Como si le faltasen
ingredientes al maremoto interno de la monja, su conciencia batía furiosa sus
oleajes intrépidos contra el duro murallón de sus posibilidades. Sabía que la
mujer tenía razón, pero también sabía que no era capaz de contener la situación
con respecto a la Institución y a la presión de los otros padres.
—Claro que no —Replicó
Faviana—. ¿Cree que yo no me doy cuenta? Usted me quiere alejar de acá por el
comentario de los ricachones padres de las compañeritas de Jenny. Ellos
presionan porque quieren que sus hijitas no se contaminen con la mugre que hay
en la sociedad. Para que lo sepa, querida hermana, muchos de esos padres que
aparecen en sus reuniones y tragan hostias en sus misas... son nuestros
clientes más habituales. Quizás tengan un “trabajo honesto”, como usted lo
llama, pero le aseguro que más de uno de esos santurrones se tiran varias
canitas al aire con nosotras. ¡Y hay que ver lo cerdos que son! Puritanos a la
luz, endiablados en la oscuridad... Pero como todo es cuestión de apariencias,
yo llevo las de perder.
Anabel, impotente,
suspiró. Era tal el agobio íntimo que sintió perder la noción de realidad. Se
encontró respondiéndole algo, no supo qué, y de pronto la despidió de su
despacho, no supo cómo.
El ser monja no le
servía ni para ser buena…
No hay comentarios:
Publicar un comentario