viernes, 10 de abril de 2020

Dar el Paso: el desafío de la Pascua






La Semana Santa terminó tras la tumba que se cierra ocultando al cuerpo de Jesús en las entrañas

de la tierra. Todo terminó…
Los discípulos habrán sentido el desgarrador dolor de un amigo muerto, de una injusticia victoriosa,
de un líder acabado… pero fundamentalmente, de una esperanza -a la que de entregaron la vida- defraudada.
En esa tumba estaba, ya sin vida, el cuerpo del Maestro, del Amigo, del Dios-con-nosotros, y la
esperanza de una vida y un mundo mejor.

No hay dolor más profundo,

más radical y más absoluto

que aquel que nos deja sin esperanzas. Cuando se muere la esperanza se muere la vida misma.

El sábado Santo parece un día gris, una especie de pausa expectante frente a la tumba cerrada.

Para los discípulos de Jesús aquel día habrá sido eterno. Todo había terminado y de la peor forma posible. Ese Jesús “poderoso en obras y en palabras” no se había salvado a sí mismo; no se desprendió espectacularmente de la cruz, no hundió a sus enemigos en fuego que viniera de lo alto, no sacó ningún truco de su manos… Simplemente murió, derramando toda su sangre, soportando todas las humillaciones, en un silencio atroz, insoportable.
Y ahora ese silencio se reconcentra en la tumba.
Se agotaron todas las esperanzas. Ya no se puede nada. No hay posibilidades.
Se acabó.
Y ahí está también sepultada nuestras impotencias. Nuestros sueños muertos. Nuestros dolorosos fracasos. Esas preguntas dolorosas cuyas respuestas jamás aparecieron. Esos amores que prometieron un paraíso de colores y se esfumaron en el gris de la monotonía.

Después de todo el amor no cambió nada.

Después de todo nuestros ideales quedaron ahogados en la marea de “la realidad”.

Después de todo lo malo del ser humano (y por ende de la sociedad) es más fuerte.

Después de todo no logramos ser lo que nos propusimos. 

Después de todo la vida nos dejó en la orilla opuesta a la que elegimos.

Después de todo la soledad, el resentimiento, el cansancio, la amargura… la muerte… pudieron más.

Y tanto, que sellaron la tumba.

Duele… pero… no le demos la espalda a “nuestros muertos”. No le demos la única sepultura que verdaderamente impedirá el cambio: un presunto olvido, una presunta indiferencia.

María Magdalena pudo ser testigo de la Resurrección porque volvió al lugar del sepulcro. Volvió a “enfrentar” de algún modo a su muerto.

Volvamos a nuestras tumbas, a nuestras esperanzas rotas, a nuestros amores que nos dejaron en la soledad, a las situaciones que mutilaron nuestras fuerzas vitales, que destrozaron la alegría del vivir.

Aquello que lastimó nuestra fe, aquello que acabó (o al menos adormeció) nuestro deseo de Dios, aquello que le quitó brillo a lo que nos apasiona o nos hizo resignar a una determinada medianía. 

Volvamos a nuestras tumbas. Es posible que entre muchas cosas, Dios esté también allí: como un bello sueño de juventud que en algún momento “sentimos” y que luego, en algún momento, simplemente quedó allí: en el pasado.



Qué hay de mí en esa fría tumba, sellada y silenciosa? ¿Qué hay de mí en esa tumba celosamente custodiada por mis miedos e inseguridades?




Así como el fuego que destruye,

en el lugar y en el tiempo apropiados

destruye lo malo y nos libera,

así muchos dolores de nuestras vidas
pueden transformarse en el paso salvador de nuestras existencias, a condición que sepamos ubicarlos en el lugar preciso en nuestra experiencia. 

No podemos volver el tiempo atrás y cambiar aquella experiencia dolorosa que nos bloquea, pero sí podemos cambiarla de significado, y con eso de limitante pasa a ser dinamizadora.

Semilla de Resurrección. Pero este paso es más que un proceso psicológico: es espiritual. 

Cuando veamos este cambio imposible y las fronteras de nuestra mente cerradas, recemos como Jesús: Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu...¡Y

¡Y dejemos que Él haga su obra a su manera!
Para Dios nada es imposible.

Más allá de las soluciones que nuestra mente pueda dibujar, y cuando quizás constatamos que no hay salida posible, Dios siempre puede más. Puede abrir puertas donde nosotros sólo vemos muros herméticamente cerrados.

Sus caminos no son nuestros caminos. Pero los suyos siempre conducen a la Vida.


Dios Resucitó a Jesús y lo constituyó Señor de todo lo creado.

La Vida vence.

El Amor vence.

La Verdad vence.

La Esperanza es el motor de la vida.

Pidamos al Señor en esta Pascua no resignarnos a “nuestras zonas muertas”, a nuestras insatisfacciones, a nuestras soledades, a nuestros encierros, a nuestra falta de vitalidad espiritual, a una vida sin pasión… A una vida sin una presencia viva y sentida de Dios.
Jesús Resucitó.

Dejémonos resucitar con Él.