viernes, 3 de junio de 2016

Siete Rostros para una Mujer. Capítulo I

               ANABEL, LA MUJER.

                         I. Lunes.

Si dijéramos martes, miércoles… ¡O sábado! … seguramente no convocaríamos a los mismos sentires como al articular el vocablo: “lunes”.
Lunes no es día, no es tiempo, no es un espacio medido de veinticuatro horas entre el domingo y el martes: ¡es simplemente una fobia!
Sí, un lastre, una maldición, una condena... especialmente para quienes arrastran sobre su pellejo el miserable destino de permanecer manipulados por un trabajo insípido o absurdo.
Esa mañana despertaba fría y silenciosa, como corresponde a un avanzado agosto en la ciudad de Córdoba. A través de los cristales empañados del ómnibus, Anabel miraba con infinita nostalgia el mecánico movimiento de la terminal.
¡Todo era tan gris! Centenares de seres humanos se desplazaban ágilmente —desde o hacia— los ululantes coches que —ora arribaban, ora salían— del lugar.
El rumor urbano crecía a pasos acelerados. Los negocios cobraban vida encendiéndose sinfónicamente, en tanto que la gente se disponía, con inexpresivo rostro, a comenzar nuevamente su rutina diaria.
La vida de esta mujer gris era también. ¿Se trataba acaso de un sentimiento natural hacia la existencia misma?...
En tanto Anabel se dirigía hacia la larga fila de los candidatos a pasajeros  de taxi, se detuvo a contemplar las humanas expresiones en ese mar indiferenciado de somnolientos perfiles... ¿Es que existía la felicidad? —cupo el interrogante— ¿O aquella tan vapuleada palabra significaba apenas un sueño dorado de la adolescencia, una utopía nunca alcanzable, una romántica idea popular capaz de rellenar variopintos espacios mentales sedientos de sentido?
Llevaba treinta y cinco años buscando el tan ansiado néctar de la existencia, y al parecer la figura concreta de la felicidad se le evaporaba como un vahído. O como un espejismo. ¿Debía resignarse a la vida gris? ¿O debía continuar buscando? ¿Había errado en la definición de su proyecto de vida? ¿Tendría que trocarlo? Y en caso afirmativo, ¿cambiar... hacia qué otros lares?
Había conquistado un lugar definido dentro de la sociedad, lo cual no es un logro a menoscabar. Gris y todo, era alguien, asumía hacia los otros un rol, una definición. Ese rol le abría algunas puertas y le cerraba otras, pero era un rol al fin: tenía una familia de pertenencia,  trabajo asegurado hasta los últimos días de su vida,  todas sus necesidades básicas satisfechas a perpetuidad; tenía incluso un ambiente propicio en el cual desplegar sus numerosas cualidades humanas, ambiente que, por cierto, la reconocía como una mujer talentosa e inteligente.
Desde luego que también cargaba en su alforja vivencial problemas varios, pero ello era apenas un detalle anecdótico e irrelevante,  pues, ¿hay acaso, sobre la faz de la tierra, alguna existencia humana adulta que se halle, por un tiempo de generosa extensión, carente de problema alguno?
Entonces... con perdón de la palabra ¾ninguna otra lo expresaría mejor¾ ¿¡Qué mierda le faltaba!?
Algo le debía faltar. Y sí, algo le faltaba... Ello era obvio. Lo que no le resultaba para nada obvio era saber... ¡De qué cosa se trataba!
Se encontró de pronto conversando distraídamente con el taxista.
¾Vengo de Buenos Aires ¾se escuchó decir con una voz que no la supo reconocer como propia, siguiendo el hilo de una conversación casi ignorada.
¾¿De paseo por allá?
¾No, estuve en un curso de perfeccionamiento docente.
¾¡Ah! También es docente… ¿Y trabaja en el Colegio San Jorge? Porque... esa es la dirección que me ha dado, ¿verdad?
¾Sí, ahí trabajo.
¾¡Oh! Es lindo colegio, tiene muchos años de trayectoria...
¾Más de un siglo.
¾Sí. Yo no he mandado mis hijos allí porque son todos varones. Pero mi hermano puso a su hijita en esa escuela.
¾¡Ah! Qué bien... ¿Y cuál es el apellido?
¾Mansilla. Ayelén Mansilla.
Anabel, de hecho,  no llegaba a conocer una a una  las setecientas alumnas que a diario recorrían los centenarios patios, y menos aún si no pertenecían a los estudios secundarios. A decir verdad, tampoco se esforzaba demasiado por conocerlas, la pregunta que le dirigió al conductor no tenía una finalidad diversa a la mera amabilidad.
“Don de gente” como le suelen llamar...
¾¿Y usted en qué materia da clases? ¾continuó preguntándole el hombre.
¾Soy la rectora del secundario.
¾¡Ah! ¡Y tan joven! La felicito.
¾Gracias.
Ese don constituía una de sus características más destacadas. La persona de Anabel con facilidad despertaba simpatía, aún cuando ella misma se cuestionara en su fuero interno si su actitud amable procedía realmente de una generosidad sincera, o era más bien fruto de conductas muy aprendidas, más lindantes a la “sonrisa comercial” que al afecto.
De todos modos, despertaba mucho cariño... demasiado.
Apenas se dio cuenta cuando el auto llegó al destino. Pagó, y con un suspiro donde pretendió deshacerse de su lúgubre sensación, entró por la señorial puerta del colegio.
Una ráfaga de aire frío arrancó sendas lágrimas de sus ojos, y quizás por la interposición de esta agua salada en sus pupilas, se figuró a aquel monumental edificio como una infame residencia carcelaria.
Ingresó como condenado al patíbulo. En su cuarto paso se encontró en el diminuto despacho de la portera.
¾Buen día, Marta ¾le dijo¾. Por favor, tome mi bolso y llévelo para adentro.
La mujer rondaba los sesenta años con facilidad, y los ciento veinte kilos con mayor certeza aún. Su sarmentosa mano morena tomó, no sin fastidio, el bolso, mientras algo murmuraba entre dientes. Luego, con voz más firme preguntó si “adentro” abría alguien a esta hora, a lo que Anabel respondió que probablemente Carina se encontrara aún desayunando.
¾Tengo varias entrevistas hoy —declaró la rectora—. Dentro de media hora voy a estar en mi oficina.
Anabel suponía el motivo del mal humor de Marta. ¿Por qué  ella, la portera, debía portar el bolso de la rectora para adentro, si la rectora, más joven y fuerte, podía hacerlo por sí misma? Lo que la portera no sabía es que la rectora, muy lejos de querer dar órdenes por el puro gusto de sentirse una patrona, estaba evitando a toda costa el “adentro”. No quería ir adentro. Odiaba el colegio, pero al adentro lo odiaba mucho más aún. Por ese mismísimo motivo no quiso siquiera entrar a desayunar al comedor de su casa; y para asearse prefería el incómodo baño lindante a la rectoría que al lujoso sanitario aledaño a su habitación… de adentro.
Cruzó en diagonal el patio donde, dentro de minutos, cuatro centenares de jovencitas, pulcramente uniformadas y en fila, contemplarían anodinas la lenta marcha de la Bandera Nacional hacia la punta del mástil.
Comenzaría otra mañana de otro lunes, de otro mes, de otro año... Y como tantas mañanas de tantos lunes de tantos meses de tantos años... simplemente pasaría.
Como una rueda que gira en falso.
Pasa. O la maraña de actividades, desafíos, problemas, ventajas, oportunidades, personas y personajes que representa un día, es el que “pasa” por una sucesión irreal de tiempo, sucesión que produce en el alma la impresión de que es el hombre un finito transeúnte del calendario.
Y que es eso. Sólo eso.
Una rueda que gira en falso... no importa cuál fuerza se le imprima al movimiento. Si lento o muy agitado... lo mismo no llega a ningún lado.
¿Cuál era entonces la cárcel que determinaba el gris en la vida de Anabel? ¿El colegio o ese “adentro”? ¿El trabajo o su vida? ¿Los fracasos o su rutina?... ¿Aquellas actividades vanas que devoraban lo mejor de su juventud? ¿O aquella serie de creencias —nunca dudadas, nunca confirmadas— que la definían por el todo y cada una de las partes que componían su cotidianeidad?
Esas creencias, que tal vez no eran muchas, dirigían absolutamente todos sus pasos: desde sus decisiones de dónde y cómo habitar, trabajar y descansar, hasta la disposición de su tiempo y el modo de vestir.
Sin embargo esas creencias eran su tesoro.
Hacía mucho que no dormía bien, a pesar del cansancio acumulado. Cuando vio su rostro lavado en agua helada reflejarse en la superficie oval del espejo, admiró la fortaleza de su cuerpo. “Me voy a morir andando”, pensó, “aunque a este ritmo, eso puede ocurrir mañana mismo. No estaría nada mal...”
Se dirigió luego a la sala de profesores donde unos cuantos docentes, aún más adormilados que ella misma, la saludaron con respeto. Tomó un pocillito amarillo ámbar, y de la máquina se sirvió café. Este líquido oscuro era realmente barato, pero más malo era saborear un delicioso desayuno viéndole la cara agria de Visitación.
Recordó la entrevista de las diez y sus palmas comenzaron a sudar a pesar del frío ambiente invernal. Quizás su rutina (o la creencia que la organizaba) constituía su cárcel, y en ese caso tenía en sus manos las llaves para abrir la puerta de la celda. Podía cambiar de vida, podía hacer otra cosa, pues poseía la posibilidad de girarlo todo a ciento ochenta grados en cuestión de días... Mas... tampoco estaba tan desquiciada como para que la desesperación le dictamine dejar un puerto seguro (ciertamente viejo, desgastado, sucio y feo) para lanzarse con un bote incierto al corazón del mar.

Algo tenía que cambiar... el problema era que no sabía bien qué.