ANABEL, LA MUJER.
I. Lunes.
Si dijéramos martes, miércoles… ¡O sábado! … seguramente no convocaríamos
a los mismos sentires como al articular el vocablo: “lunes”.
Lunes no es día, no es tiempo, no es un espacio medido de veinticuatro
horas entre el domingo y el martes: ¡es simplemente una fobia!
Sí, un lastre, una maldición, una condena... especialmente
para quienes arrastran sobre su pellejo el miserable destino de permanecer manipulados por un trabajo
insípido o absurdo.
Esa mañana despertaba fría y silenciosa, como
corresponde a un avanzado agosto en la ciudad de Córdoba. A través de los cristales
empañados del ómnibus, Anabel miraba con infinita nostalgia el mecánico
movimiento de la terminal.
¡Todo era tan gris! Centenares de seres humanos se
desplazaban ágilmente —desde o hacia— los ululantes coches que —ora arribaban,
ora salían— del lugar.
El rumor urbano crecía a pasos acelerados. Los
negocios cobraban vida encendiéndose sinfónicamente, en tanto que la gente se
disponía, con inexpresivo rostro, a comenzar nuevamente su rutina diaria.
La vida de esta mujer gris era también.
¿Se trataba acaso de un sentimiento
natural hacia la existencia misma?...
En tanto Anabel se dirigía hacia la larga
fila de los candidatos a pasajeros de
taxi, se detuvo a contemplar las humanas expresiones en ese mar indiferenciado
de somnolientos perfiles... ¿Es que existía la felicidad? —cupo el
interrogante— ¿O aquella tan vapuleada palabra significaba apenas un sueño
dorado de la adolescencia, una utopía nunca alcanzable, una romántica idea
popular capaz de rellenar variopintos espacios mentales sedientos de sentido?
Llevaba treinta y cinco años buscando el
tan ansiado néctar de la existencia, y al parecer la figura concreta de la
felicidad se le evaporaba como un vahído. O como un espejismo. ¿Debía
resignarse a la vida gris? ¿O debía continuar buscando? ¿Había errado en la
definición de su proyecto de vida? ¿Tendría que trocarlo? Y en caso afirmativo, ¿cambiar... hacia qué otros lares?
Había conquistado un
lugar definido dentro de la sociedad, lo cual no es un logro a menoscabar. Gris
y todo, era alguien, asumía hacia los otros un rol, una definición. Ese rol le
abría algunas puertas y le cerraba otras, pero era un rol al fin: tenía una
familia de pertenencia, trabajo
asegurado hasta los últimos días de su vida,
todas sus necesidades básicas satisfechas a perpetuidad; tenía incluso
un ambiente propicio en el cual desplegar sus numerosas cualidades humanas,
ambiente que, por cierto, la reconocía como una mujer talentosa e
inteligente.
Desde luego que también cargaba en su
alforja vivencial problemas varios, pero ello era apenas un detalle anecdótico
e irrelevante, pues, ¿hay acaso, sobre
la faz de la tierra, alguna existencia humana adulta que se halle, por un
tiempo de generosa extensión, carente de problema alguno?
Entonces... con perdón de la palabra ¾ninguna otra lo expresaría mejor¾ ¿¡Qué
mierda le faltaba!?
Algo le debía faltar. Y sí, algo le
faltaba... Ello era obvio. Lo que no le resultaba para nada obvio era saber...
¡De qué cosa se trataba!
Se encontró de pronto conversando
distraídamente con el taxista.
¾Vengo
de Buenos Aires ¾se escuchó decir con
una voz que no la supo reconocer como propia, siguiendo el hilo de una
conversación casi ignorada.
¾¿De
paseo por allá?
¾No,
estuve en un curso de perfeccionamiento docente.
¾¡Ah!
También es docente… ¿Y trabaja en el Colegio San Jorge? Porque... esa es la
dirección que me ha dado, ¿verdad?
¾Sí,
ahí trabajo.
¾¡Oh!
Es lindo colegio, tiene muchos años de trayectoria...
¾Más
de un siglo.
¾Sí.
Yo no he mandado mis hijos allí porque son todos varones. Pero mi hermano puso
a su hijita en esa escuela.
¾¡Ah!
Qué bien... ¿Y cuál es el apellido?
¾Mansilla.
Ayelén Mansilla.
Anabel, de hecho, no llegaba a conocer una a una las setecientas alumnas que a diario
recorrían los centenarios patios, y menos aún si no pertenecían a los estudios
secundarios. A decir verdad, tampoco se esforzaba demasiado
por conocerlas, la pregunta que le dirigió al conductor no tenía una finalidad
diversa a la mera amabilidad.
“Don de gente” como le suelen llamar...
¾¿Y
usted en qué materia da clases? ¾continuó
preguntándole el hombre.
¾Soy
la rectora del secundario.
¾¡Ah!
¡Y tan joven! La felicito.
¾Gracias.
Ese don constituía una de sus
características más destacadas. La persona de Anabel con facilidad despertaba
simpatía, aún cuando ella misma se cuestionara en su fuero interno si su
actitud amable procedía realmente de una generosidad sincera, o era más bien
fruto de conductas muy aprendidas, más lindantes a la “sonrisa comercial” que
al afecto.
De todos modos, despertaba mucho cariño...
demasiado.
Apenas se dio cuenta cuando el auto llegó al destino. Pagó, y con un suspiro donde
pretendió deshacerse de su lúgubre sensación, entró
por la señorial puerta del colegio.
Una ráfaga de aire frío arrancó sendas lágrimas de sus
ojos, y quizás por la interposición de esta agua salada en sus pupilas, se
figuró a aquel monumental edificio como una infame residencia carcelaria.
Ingresó como condenado al patíbulo. En su cuarto paso
se encontró en el diminuto despacho de la portera.
¾Buen día,
Marta ¾le dijo¾. Por favor, tome mi bolso y llévelo para adentro.
La mujer rondaba los sesenta años con facilidad, y los
ciento veinte kilos con mayor certeza aún. Su sarmentosa mano morena tomó, no
sin fastidio, el bolso, mientras algo murmuraba entre dientes. Luego, con voz
más firme preguntó si “adentro” abría alguien a esta hora, a lo que Anabel
respondió que probablemente Carina se encontrara aún desayunando.
¾Tengo varias
entrevistas hoy —declaró la rectora—. Dentro de media hora voy a estar en mi
oficina.
Anabel suponía el motivo del mal humor de Marta. ¿Por
qué ella, la portera, debía portar el
bolso de la rectora para adentro, si la rectora, más joven y fuerte, podía
hacerlo por sí misma? Lo que la portera no sabía es que la rectora, muy lejos
de querer dar órdenes por el puro gusto de sentirse una patrona, estaba
evitando a toda costa el “adentro”. No quería ir adentro. Odiaba el colegio,
pero al adentro lo odiaba mucho más aún. Por ese mismísimo motivo no quiso
siquiera entrar a desayunar al comedor de su casa; y para asearse prefería el
incómodo baño lindante a la rectoría que al lujoso sanitario aledaño a su
habitación… de adentro.
Cruzó en diagonal el patio donde, dentro de minutos,
cuatro centenares de jovencitas, pulcramente uniformadas y en fila,
contemplarían anodinas la lenta marcha de la Bandera Nacional hacia la punta
del mástil.
Comenzaría otra mañana de otro lunes, de otro mes, de
otro año... Y como tantas mañanas de tantos lunes de tantos meses de tantos
años... simplemente pasaría.
Como una rueda que gira en falso.
Pasa. O
la maraña de actividades, desafíos, problemas, ventajas, oportunidades,
personas y personajes que representa un día, es el que “pasa” por una sucesión
irreal de tiempo, sucesión que produce en el alma la impresión de que es el
hombre un finito transeúnte del calendario.
Y que es eso. Sólo eso.
Una rueda que gira en falso... no importa cuál fuerza
se le imprima al movimiento. Si lento o muy agitado... lo mismo no llega a
ningún lado.
¿Cuál era entonces la cárcel que determinaba el gris
en la vida de Anabel? ¿El colegio o ese “adentro”? ¿El trabajo o su vida? ¿Los
fracasos o su rutina?... ¿Aquellas actividades vanas que devoraban lo mejor de
su juventud? ¿O aquella serie de creencias —nunca dudadas, nunca confirmadas—
que la definían por el todo y cada una de las partes que componían
su cotidianeidad?
Esas creencias, que tal vez no eran muchas, dirigían
absolutamente todos sus pasos:
desde sus decisiones de dónde y cómo habitar, trabajar y descansar, hasta la
disposición de su tiempo y el modo de vestir.
Sin embargo esas creencias eran su tesoro.
Hacía mucho que no dormía bien, a pesar
del cansancio acumulado. Cuando vio su rostro lavado en agua helada reflejarse
en la superficie oval del espejo, admiró la fortaleza de su cuerpo. “Me voy a
morir andando”, pensó, “aunque a este ritmo, eso puede ocurrir mañana mismo. No
estaría nada mal...”
Se dirigió luego a la sala de profesores donde unos cuantos docentes, aún más adormilados que ella
misma, la saludaron con respeto. Tomó un pocillito amarillo ámbar, y de la
máquina se sirvió café. Este líquido oscuro era realmente barato, pero más malo
era saborear un delicioso desayuno viéndole la cara agria de Visitación.
Recordó la entrevista de las diez y sus palmas
comenzaron a sudar a pesar del frío ambiente invernal. Quizás su rutina (o la
creencia que la organizaba) constituía su cárcel, y en ese caso tenía en sus
manos las llaves para abrir la puerta de la celda. Podía cambiar de vida, podía
hacer otra cosa, pues poseía la posibilidad de girarlo todo a ciento ochenta
grados en cuestión de días... Mas... tampoco estaba tan desquiciada como para
que la desesperación le dictamine dejar un puerto seguro (ciertamente viejo,
desgastado, sucio y feo) para lanzarse con un bote incierto al corazón del mar.
Algo tenía que cambiar... el problema era que no sabía
bien qué.