Las fronteras entre la realidad y el
sueño se habían desleído. Aparentemente tanto Tigre como Miguel habían sido
fantasías emergidas del inconsciente, pero luego la realidad consciente
aportaba datos de sorprendente coincidencia.
Si ella había sufrido un ataque de
Tigre, ¿cómo fue que entró y salió sin ser notado por nadie? Y aún cuando lo
hubiese conseguido, ¿a guisa de qué había cejado en su evidente propósito? ¿Qué
pudo detenerlo?
Y si fue un sueño (pesadilla más bien),
¿qué origen acusaban aquellas marcas de masacre sobre su cuerpo?
No obstante, Faviana se había
acostumbrado a ser práctica. Necesitaba del dinero, no de explicaciones;
necesitaba volver al trabajo, no de filosofías; necesitaba de Tigre, entonces
le convenía creer que su ataque había sido una nada emergida de las turbias aguas de la fiebre.
Dos semanas después del suceso, sin que
nada hubiera quebrado su rutina de convaleciente, se presentó a las siete de la
tarde en las vetustas puertas del prostíbulo.
Por la cara de espanto de sus
compañeras, supuso que la daban por muerta. Cruzaron algunas que otras palabras
y el desfile de clientes empezó.
Alguien le tomó la muñeca.
—Vamos —le dijo ella sin reparar demasiado,
conduciéndolo al interior del edificio—… Vamos, “papito” ¿Qué quieres que haga
hoy?
Lo llevó por el corredor hasta la sala
quince, y lo hizo entrar.
—Dime... ¿Qué quieres?
—Te quiero a ti.
—Bueno... sí... ¿pero cómo?
—Como eres.
—¿Quieres que elija yo?
Lo miró con un poco más de detenimiento
como para tratar de adivinarle la intención. Pensó en desnudarse por donde él
dirigiera la mirada, pero él la estaba mirando a los ojos.
—Papito, no te enojes... Pero no sé
elegir. Mi trabajo es tu placer.
—Y mi trabajo es el tuyo. ¿De qué tienes
ganas?
—Bueno... de...—e intentó inventar algo
excitante— ¿Realmente me preguntas por mis ganas?
—Sí.
—Soy prostituta, no amante. Lo hago
porque necesito la plata. No sé de lo que tengo ganas.
—¿Cuánto cobras?
—Por la cosa común, cien la hora. Lo
extra es extra. Doscientos, y más. Depende.
—Es muy probable que hagamos algo extra.
Y tal vez te cueste mucho.
—¿Bromeas? Una cosa que te quede bien
claro: yo no soy masoquista. El último que lo intentó debe estar durmiendo
eternamente bajo tierra.
—Yo no soy sádico. No necesitas
amenazarme.
—¿Entonces? —y frunció el ceño detrás de
su exorbitante maquillaje—. Si es así, no hay nada difícil para mí —amagó
llevárselo a la cama tomándolo de la chomba— ¡A ver, papito... ¿De qué se trata?
¿de cuánto se trata?
—De qué y de cuánto. Sí que sabes hacer
negocio.
El se dejó conducir hacia el lecho, pero
no se tiró encima de ella, sino que permaneció sentado a su lado.
—Quiero ver lo mejor que tienes —agregó,
luego.
—y... ¿de cuánto estamos hablando?
—De todo lo que necesites.
—¡Ah! Entonces un millón de dólares.
—¿Y para qué necesitas un millón de
dólares?
—Para comprarme casa, autos, vestirme.
¡Joyas! Causar envidia. ¡Ser alguien en el mundo!
—Yo en tu lugar sería más ambicioso.
—¿Cómo?
—Si me ofrecen todo lo que necesito, no
dejaría pasar la oportunidad de pensar en lo que realmente necesito.
—¡Ya te dije! ¡Un millón de dólares!...
¿o será poco?
—Pero no es ni casa, ni auto, ni joyas,
ni ropa lo que necesitas.
—¿Y cómo sabes lo que yo necesito?
—Es una buena pregunta.
—Bueno —y se incorporó perdiendo la
paciencia—, está linda la joda... pero vamos al grano. ¿Qué quieres?
—Darte lo que necesitas.
—Bien —y le extendió la palma derecha
frente a sus ojos—: larga el millón.
—¿Y con eso vas a poder comprar tu
libertad?
Faviana se sobresaltó e instintivamente
miró en dirección a los micrófonos ocultos.
—Yo soy libre —respondió cambiando
notablemente el modo de su voz.
—¿Tienes miedo que Tigre te escuche? No
escucha. Los micrófonos no pueden captar lo que hablamos. Es más, Tigre ni
siquiera sabe que estamos acá.
La mujer le miró detenidamente, con el
latido congelado dentro de su corazón. Al reconocerlo, casi estalla de
emociones encontradas.
—Cura Miguel. ¿Cómo es posible?
—Confía en mí. Ya ves que no te he
mentido con respeto a tu pequeña.
—... Pero nadie vino es esa tarde... yo
dormía... fue un sueño. ¿Estoy loca?
—Con la locura que sana y que salva.
—¿Estoy dormida?
—Supongamos que esto es un sueño.
Disfrútalo. Tienes derecho a soñar.
—¿Y cuál es el sueño? ¿Qué hay alguien
más fuerte que Tigre? ¿Qué un sacerdote venga a mí? ¿Qué puedo ser libre? ¿Qué
Jenny está a salvo?
—Y todavía te quedas corta. Vamos. Tu
sueño es mucho más ambicioso. Yo te doy la libertad si me muestras lo mejor que
tienes.
—¿Mostrarme? ¿A ti? ¿Qué quieres ver?
—Lo mejor.
—Dicen que soy buena por todos lados. Lo
que prefieras: las caderas... los senos... ¡Todo!
—Eso es lo que los otros dicen de ti.
Pero tú ¿de qué te sientes orgullosa de ti misma?
En el intenso desierto del alma de la
prostituta brotaron sendos manantiales de aguas surgentes. Dieron la punta dos
lágrimas dolorosas y pesadas; luego fluyeron con asiduidad.
—¿Orgullosa de mí? —silabeó entrecortada
por el llanto—. Soy puta. Puta de mierda. Todo lo que siento es asco, rabia,
odio.
—Eso también es lo que otros dicen de
ti.
—¡Es lo que soy! ¡Es cierto! Soy una
puta de mierda.
—Eres madre.
—La niña no es mía. Tigre me hizo ligar
las trompas. Nunca voy a tener hijos de mi panza.
—Pero Jenny es tu hija, la estás criando
como tal. La amas como mamá.
—... Y no puedo darle lo que quiero...
—¡Pero quieres, deseas! Tu corazón es
bueno. Son las circunstancias las que no te acompañan.
—¿Bueno? ¿Hay algo bueno en mí?
—El corazón: lo mejor que tienes. Eso
quiero de ti: el corazón.
—¿El corazón? —y enjugó otra lágrima—.
No entiendo —volvió a sentarse al lado de aquel buen hombre, más reflexiva— ¿Y
cómo? No sé.
—Corazón, Faviana. Amor.
—¿Amor? El amor no existe.
—¿Nunca te enamoraste? ¿Nunca tuviste
deseos de ser querida?
—Desde mis diez años, los hombres me
manosean. Mientras otras niñas saltaban, bailaban, jugaban y estudiaban, yo he
tenido que empezar a trabajar con mi cuerpo. ¿De qué deseo me hablas? ¿Deseo de
ser querida? A mí me quieren hasta que se descargan. Luego, pagan y se van.
Todo lo demás es mentira.
“¿Amor? ¿Amor de un hombre? Los hombres
son animales. Acá vienen muchos que los lunes acuden a las oficinas y los
sábados cenan con la esposa para ir el domingo a Misa. Desnudos son todos
iguales: sucios. Y lo peor es que hacen lo suyo y luego te miran como si uno
fuera basura. Le cumples el deseo oculto tras su traje y cuando se lo vuelven a
poner, te desprecian: “Puta de mierda”... Y mientras ellos llevan a sus hijas
en coche a sus escuelas privadas y todo el mundo los saluda como grandes
personajes, a mí, que sólo intento sobrevivir, me desprecian, y lo peor,
desprecian a mi hija. ¿No es muy puta la vida? Cargo con el pecado de muchos, y
ellos pueden golpearse el pecho, besar a sus hijos, dar limosna a un mendigo;
yo no puedo ni siquiera entrar a una iglesia. Yo no puedo quitarme el pecado de
encima. No puedo limpiar la mugre, la mugre de todos los que la descargan en
mí. ¿No es muy puta la vida?
—¡Qué curioso! Ambos vivimos nuestra sexualidad
por los extremos contrarios. Yo noto que muchas mujeres me desean, y represento
para ellas “un amor prohibido”. Muchas mujeres casadas vienen a contarme sus
frustraciones, y las jóvenes, sus ansiedades. Prendo la televisión y las
imágenes me bombardean. La sociedad me ridiculiza, descree de mí o me
transforman en una deidad. Más que a una persona con su nombre propio ven en mí
a un hombre que se precia de casto. Así como tu prostitución funciona como una
cortina de vidrio que te separa del mundo, así mi celibato actúa del mismo
modo.
—¿Deseas?
—¡Claro!
—¿Y por qué no te sacas el deseo
conmigo? Conmigo es simple, es siempre ocasional, no hago escándalos, no me
embarazo ni hago problemas. Cien por ciento seguro y sin compromiso.
—¿Crees que sería honesto de mi parte?
Por toda respuesta lanzó una fuerte
risotada.
—¿Honesto? Ningún hombre es honesto. Eso
es verso, conmigo, como tienen que pagar, no es necesario que se manden el
verso.
—¿Y que pasa si yo soy el que no quiere
que sea así, es decir, ocasional y sin compromiso?, ¿Qué pasa si me enamoro de
ti?
La risa continuó, pero por entonces con
un sabor sensiblemente diverso. Ya no ironía sino dolor, puro dolor, rojizo
dolor, agudo dolor.
—Eso pasa en la televisión, querido
cura. Para ser hombre no sé si eres honesto, pero que eres estúpido, de eso no
me cabe duda.
—¿Por qué estúpido? Yo no tengo mujer.
Tú eres mujer. Y a un cuerpo femenino que lo he abrazado, besado, acariciado...
¿Cómo no se me grabaría en los ojos, en mi piel, en mi mente? Eres una persona
con sentimientos, alma y corazón. Y yo también soy una persona con
sentimientos, alma y corazón. ¿Cómo voy a entrar dentro tuyo y dejarte algo de
mí sin sentirme distinto, de algún modo fusionado contigo, con deseos de
pertenecerte y de que me pertenezcas? No somos animales, no somos sólo cuerpo.
Somos cuerpo y alma. Si te traspaso en el cuerpo, ¿cómo haré para no sellarte
el alma? Y si entro en tu alma, ¿cómo haré para salir de allí como si nada
hubiera sucedido? El cuerpo da placer, el alma, satisfacción; el deseo del
cuerpo viene y va, es tensión que se relaja, es un suspiro que no se puede
aprisionar por más afrodisíacos que se tomen o más excentricidades que se
inventen, por más fantasías que perturben la mente.
“El alma da satisfacción: si viene no
va, profundiza. No hay fatiga porque siempre está de estreno. Siempre se puede
más y con la misma persona, porque se van integrando y complementando otras
capas del ser.
—¿Ese es tu mundo? Es un cuento de
hadas. Yo no sé lo de cuerpo y alma, yo no sé de amor. Yo sé que los hombres
joden y luego se van y que mi trabajo es ese, y que gracias a mi trabajo,
comemos yo y mi hija. Si tú perteneces a otra raza, a otro tipo de hombre, te
admiro, pero vete, porque de los que son como los otros, son de los que yo necesito
para ganar dinero.
—Ya te he dicho que puedo darte lo que
necesitas: libertad.
—Déjate de juegos, yo soy libre.
—No me vengas con cuentos. Tigre te
domina.
—¡Cállate!
—¿Tienes miedo que nos escuche? Ya te
dije, somos como invisibles en estos momentos para él.
—Eso es imposible
—Cuando te dije que si me encomendabas a
la niña no podría hacerle daño ¿acaso no ocurrió lo que yo te decía? Tu miedo
alimenta su poder. Si no le tienes miedo, él se hace impotente. Por eso te lo
repito: yo puedo darte libertad.
—Aún cuando pudieras vencer a Tigre, hay
otra cosa: yo soy puta desde los diez años, ¿crees que eso se puede cambiar?, y
si se pudiera ¿para qué? Es lo que ustedes no entienden. ¡Claro! no
pertenecemos al mismo mundo. Si ustedes son del aire, yo soy de la tierra, y si
son de la tierra, yo soy del agua. No puedes pretender que vuele si nací
serpiente, ni que camine, si nací pez. ¡Este es mi mundo! Yo no sé más de lo
que toco, veo y huelo. Aunque no me guste, es lo único que conozco, es mi
círculo, es mi hábitat. Es de lo que sé.
“Aunque me ofrezcas plata, trabajo o
mates a Tigre, no puedo dejar de ser lo que soy.
—Está bien. Es verdad, somos de dos
mundos diferentes. Pero no somos tan distintos como para que no nos podamos
entender.
—¡Que no somos distintos! —y retornó a
su hilaridad—.Tú eres cura, yo prostituta.
—Tenemos un dolor común: la soledad.
—¿Soledad? ¿Te sientes solo?
—Y es un dolor más punzante y agudo que
el de la carne cuando desea. Desear una mujer no es solo desear el cuerpo, es
desear la presencia femenina, distinta de mí, con su particular forma de
pensar, de actuar y de sentir la vida. Es la necesidad de una compañera de la
cual aprender la ternura, la intuición, la delicadeza, la protección, el amor a
la vida. Es necesitar esa presencia mágica que despierte en mí el potencial de
vida, la fecundidad.
—Y si es así. ¿Por qué no cuelgas los
hábitos y te casas?
—En primer lugar, no uso hábito. En
segundo lugar, casarse tampoco es garantía de vivir este tipo de relación.
Estoy harto de escuchar las quejas de las parejas que no han comprendido la
naturaleza profunda de su vínculo. Y en tercer lugar, luego de atravesar una
soledad espantosa e intensa, no siempre me siento solo: he podido integrar en
mi modo de vivir la sexualidad las tendencias profundas de la misma. Mi
existencia masculina pertenece a Dios y a los sufrientes...
—Pero Dios no...
—¿No qué? Los lazos humanos, tantos los
de sangre (padre, madre, hijo, hermano, etc) como los sexuales (enamoramiento)
son reflejos de la intimidad afectiva de Dios. Dios no ama como un hombre, el
hombre ama, de un modo velado e imperfecto, como ama Dios.
—No te entiendo. A Dios no se lo ve.
¿Cómo es que ama? ¿Dónde se lo encuentra?
—De todo lo que existe, Dios es el Ser
más silencioso, como un servidor humilde. Lo anima todo, lo mantiene todo, todo
subsiste en Él, pero para poderlo encontrar hay que adentrarse en ese silencio
que está detrás de cada cosa, de cada acontecimiento. Hay que reconciliarse con
el propio corazón, asumir la propia verdad. La peregrinación de los que buscan
a Dios es hacia dentro de sí mismos. Está en todos lados, pero sólo el que
entra en su interior y se aquieta para dejarlo surgir, es el que lo puede ver,
y gustar.
—¿Gustar?
—Gustar. Uno muestra el amor al otro a
través de muchos gestos y realizando muchas acciones, pero lo que nos descubre
la intimidad del acto sexual, cuando corresponde a dos personas integradas (que
justamente no son las que aparecen acá), es el simple gozo del uno en el otro.
En la eternidad todos nos vamos a amar así. Mientras estamos acá, aprendemos.
Cada uno por su camino.
—Yo... yo no sé de todo eso.
—Como yo tampoco lo sabría si mi
castidad fuera una abstinencia tan celosamente cuidada que para mantenerla me
alejara de las personas. Me sería imposible descubrir a Dios como el amor de mi
vida, si no experimentara también el compromiso y el amor con lo que Él ama, es
decir, con el prójimo. La abstinencia sexual en sí misma, como fin, es tan
absurda como la adición enfermiza de los hombres que vienen para acá. Ambos
bloquean lo más hermoso y divino que tiene la sexualidad, que es la comunión y
la vida.
—Pero para eso... hay que ser muy santo.
Yo, por más adentro de mí que entre, no creo que Dios se afecte en dárseme a
conocer.
—No sé si santo o no santo. Hay que
estar integrado, o por lo menos en camino de integrarse.
—¿Qué es eso?
—Estar integrado. Las personas humanas
somos realidades muy complejas. Tenemos cuerpo, pero no somos solamente cuerpo,
tenemos espíritu, pero no somos solamente espíritu. Razonamos, queremos saber
la verdad, pero nuestras ideas no siempre están emparentadas con la verdad.
Sentimos, pero muchas veces sentimos cosas discordantes, y las más de las
veces, no sabemos lo que realmente necesitamos. Eso es porque estamos
“desintegrados”. Nacemos desintegrados, y la sociedad compuesta de hombres
desintegrados, desintegra más en muchos casos. Nos imponen modelos, las
circunstancias nos limitan, nos convierte en cosas que no siempre queremos ser
y nos hace creer, como en tu caso, que nos tenemos que resignar. En las
personas desintegradas, la sexualidad es todo un problema. Intentan gozarla
rompiéndola, rompiéndose y dañando. Y es porque está desintegrada, extraída del
amor a la vida y del amor a la pareja.
—¿Y dime, don cura, Dios castiga a los
que vivimos así como yo, desintegrados?
—¡Para nada! No necesita castigo, como
el integrado no necesita premio. El premio y el castigo es vivir la vida de
acuerdo a lo que cada uno ha hecho de sí mismo. Cielo e infierno son las casas
que el hombre mismo se construye en su vida y con su vida.
—¡La pucha! ¿Será que yo voy a vivir en
este infierno para siempre?
—Hasta ahora no has tenido libertad de
elegir otro destino, por lo tanto ese
era tu yugo, no tu construcción. Pero Dios te da ahora las posibilidades
de liberarte, entonces puedes elegir. Si eliges esto, si eliges seguir en el
dominio de Tigre, el infierno será eso mismo que elijas. Si eliges la libertad,
la libertad será tu cielo.
—¿Realmente tengo esa opción?
—En tu caso y en este momento sí. Antes
no. Quizás muchas de tus compañeras no tengan jamás esa opción, por lo tanto su
cielo o su infierno se basen en otra cosa, en otra elección. Nadie puede juzgar
a nadie, porque desde fuera, nadie puede saber cómo se da el juego de la
libertad y la elección. Jesús es muy sabio cuando dice que no debemos juzgar a
nadie. Pero volviendo a ti, en el momento en que Dios, a través de lo que Él
quiera, te libera para la opción, eres realmente libre, y Dios respetará a
fondo tu decisión.
—Yo no puedo elegir la vida normal. No
soy mujer para eso. Aunque exista eso que hablas, el amor, aunque para algunos
realmente sea verdad que en el sexo pueden encontrar el amor, para mí no es
así. Ningún hombre se le ocurriría amar a una mujer con mi historia. Yo doy
asco.
—¿Asco? No es así, Faviana, tienes un
corazón que vale oro. Eres, por lo tanto, una mujer muy digna, no importa lo
que digan de ti la hipocresía de los demás.
—Aún si fuera cierto lo que dices, para
elegir salir de este, mi mundo, tengo que hacer un acto de fe, pues en
definitiva, no entiendo por dónde me puedes liberar de Tigre.
—El creer en el hombre es un instinto,
tal como el respirar. Es imposible no creer en nada. Hasta creer en sí mismo es
un acto de fe. Levantarte cada mañana es un acto de fe: crees que vas a tener
aire, que las cosas van a estar donde las dejaste, que vas a vivir en ese día.
Crees, depositas tu confianza aunque más no sea en las realidades que siempre
estuvieron rodeándote. Pues puede que esas realidades no sean las únicas, o que
tú las veas en una forma aparente. Tú ves a Tigre poderoso, por eso crees en
él, y sin embargo, yo te aseguro, él no tiene más poder del que tú le das. Si
le dejas de tener miedo, no te puede dominar.
—Tigre no se alimenta del miedo que le
tenemos. Se alimenta de sangre. El mata lo que no le place.
—Lo mata todo. Su “protección” es
siempre aparente. Tarde o temprano destruye todo lo que tiene en sus manos. Y
si es cuestión de alimentarse de sangre, alguna vez matará al hombre
equivocado, y esa sangre le terminará por eliminar a él.
Por un instante Faviana entrecerró sus
ojos y pensó en ese mundo idílico sin Tigre. A pesar suyo, sonrió. Ella seguía
la conversación sospechando vivir una intensidad de sentimientos de tan elevado
voltaje, que le imposibilitaba expresar algo de su mundo interno.
Oía, y aún cuando no tuviera muchas
instrucción, comprendía acabadamente lo que el cura quería decirle; lo
comprendía con esa comprensión que va más allá del razonamiento, pues tiene más
que ver con la sintonía, con la concomitancia de experiencias.
Algo fundamental se movía dentro de sí,
y no podía medir su alcance. ¿Cuál es el momento preciso en que empieza a
cambiar la vida de un hombre? Ante la fría tumba de los héroes, los
historiadores intentan precisarlo, pero en la vida corriente cada minuto es
decisivo, cada minuto encierra el potencial de redención, cada minuto se juega
la opción de ser un trozo de tiempo superficial, que simplemente pasa, o ser
una puerta abierta a la “intemporalidad” donde todo adquiere sentido humano.
Algo se movía en el interior de Faviana.
Algo que quizás hacía mucho estaba, o tal vez nunca estuvo; o que quizás la
pensó muerta, algo que llaman… alma.
Por lo menos esa parte del alma que
quiere ser “si misma”, que quiere reconocerse, que quiere integrar al ser, que
quiere desplegarse, que quiere vivir. Que quiere ser feliz, en definitiva.
Algo, el alma, le convulsionaba
internamente su modo de afrontar la realidad.
¿Y por qué seguir siendo prostituta?
¿Por qué conformarse con ese modo de presentarse en la sociedad? ¿Era tan
cierto que no tenía otras posibilidades? ¿Por qué seguir permitiendo que le
quitasen el derecho a ser feliz? ¿Tan impotente era, de al menos, intentarlo?
Algo, tenuemente, como el vagido de un
bebé somnoliento, le rondaba la mente.
... Pero Tigre era invencible... ¿y si
no lo era tanto?
Pero ya era vieja para cambiar...
¿vieja?, ¿a los treinta?
Pero ya no podría trabajar en otra
cosa... ¿acaso lo había intentado?
Pero era prostituta desde los diez... ¿y
por qué no hasta los treinta?
Pero todo el mundo sabía que ella era
prostituta... ¿y qué?
El pasado estigmatiza en tanto y en
cuando (y en el modo) en que se lo dejemos hacer. El hoy tiene un poder
maravilloso, porque todo él es capacidad de cambio, todo él es cruce de
decisiones, todo él es pura libertad. Con tal que sepamos ser más poderosos que
el pasado, el apremio, la rutina y la presión social. Con tal que sepamos ser,
lo que casi nadie es, dueños de nuestro propio yo.
Algo, determinante o no, se movía dentro
de ella.