viernes, 28 de agosto de 2015

Faviana. Final de la experiencia de Anabel en la piel de la prostituta

IX. Artesana de su propia realidad



Besó a su hija con dignidad. Revisó sus tareas infantiles, aunque poco de ellas entendiera; cerró el cuaderno y lo acomodó en la mochila escolar que simulaba un simpático osito de peluche. Despidió a la pequeña que se dirigía, de la mano de Rosa, a la escuela.
La noche anterior pernoctó en casa, junto a su hija. No tenía idea cómo resolvería la cuestión de la supervivencia, sólo tenía decidido pensarlo con calma.
Por primera vez, y esa sí que era una sensación gratamente extraña, se sentía desligada del pasado y despreocupada del futuro, con un sabor dulce del presente en donde pareciera que nada más del ahora importaba realmente.
Tigre vendría, de eso estaba completamente segura... Ese desafío era una realidad más capital que el pasado y el futuro. El miedo había salido de su cuerpo como si se hubiera tratado de una gripe que la alta fiebre supo combatir.
Puso la pava al fuego con la intención de prepararse unos mates matutinos.
“Vida puta, puta vida” Nunca hasta ahora supo adjetivarla de otro modo; en ese momento, mirando a través de la ventana de madera carcomida, percibió ilusión en su alma inexplicablemente inspirada en el paisaje, entre imponente y miserable, que se abría ante sus ojos. El sol cubría de dorado los escandalosos contornos de aquellas chozas infames, y aún aquel olor putrefacto, mezcla de verdor y mierda de caballo, le resultó exquisito, pues era olor a libertad.
Nada tan cierto como que las cosas son de acuerdo del color del cristal con que se lo mira; una misma situación puede ser mala suerte absurda, una nada o un obstáculo a superar según se lo encare.
Ninguna vida humana está condenada, de suyo, a la miseria. Lo que sucede es que el hombre muy poco sabe de sí mismo, muy poco se observa, y por sobre todo, poco cultiva su facultad de asumir la “conciencia de sí”, sino que más bien delega, por ignorancia, cobardía o comodidad, la responsabilidad de su autodefinición a otros: las circunstancias, la sociedad, el medio.
Y por cierto, el poder del hombre radica justamente en esta “conciencia de sí”, y ese poder, sólo ese poder, lo hace libre.
Faviana no tenía más que el cuarto grado. Escribía apenas, leía casi nada, sumaba y restaba lo suficiente como para saber si le pagaban bien, si con eso llegaba a fin de mes, y si estaba cubierto el “aporte mensual” con el que “gratificaba” los “servicios” de Tigre.
Y sin embargo había captado el mensaje del cura, quizás no por la comprensión conceptual de todos los términos, sino por la sintonía de experiencia. Él sabía cómo ella se sentía, y desde esa posición le mostró la puerta abierta a su liberación, por eso lo supo posible.
Mujer de mala vida, puta de mierda como tantas veces se definió, conectó desde su ser el Ser de Dios, aún cuando no supiese cómo. Sí, desde su ser, ese ser tejido, como todos en realidad, de miseria y grandeza.
Al cebarse el primer mate de yerba berreta, saboreó el momento hogareño como si fuese eterno.
Quebrando abruptamente su éxtasis, una mano huesuda y candente le oprimió sus labios y su nariz, impidiéndole casi espirar. Ahí no más percibió de un pantallazo la amenazadora presencia en su espalda, y la punta del cuchillo apretando la delgada barrera de la dermis que cobijaba la yugular dentro de su cuello.
—¿Qué te pasa, puta de mierda? —zumbó la voz conocida—. ¿Acaso no sabes quién es Tigre? ¿Te ha faltado alguna prueba de mi poder? ¡Más vale que empieces a suplicar para que te mate pronto y no prolongue tu agonía.
Por una diminuta rendija que dejara los rollizos dedos asesinos, entraba el aire al cuerpo de la víctima como por goteo. No obstante, luego del primer impacto, se serenó, sentimiento que impresionó vivamente al agresor.
—¿Acaso te has vuelto estúpida? ¡Ah! ¡Cómo me la vas a pagar!
Y la sacudía como un muñeco de trapo profiriéndole las más despiadadas y abyectas amenazas. Por su lado, ella sólo atinaba a encomendarse a Dios en su interior.
La violencia del agresor aumentaba al notar furioso que aquellos millones de poros femeninos, en lugar de exudar el dulce aroma del miedo, olían a libertad. Y ese hedor lo enloquecía, a tal punto que para su mal comenzó a perder el control de sí, y no podía organizarse mentalmente como para empezar el macabro ritual destructor de su víctima. A tal punto era así que, a pesar de su fuerza, de su rabia y de su superioridad ofensiva, no podía siquiera rasgar la tierna carne con su cuchillo.
Su robusto cuerpo empezó a sacudirse de fiebre, le costaba pensar, coordinar los movimientos. De algún modo se sintió enceguecido y doblegado... ¡Por una fuerza superior a la de él! ¿Es que existía?
Hizo un esfuerzo por clavar el cuchillo, pero un temblor le sacudió la mano, y ni siquiera pudo continuar asiendo a la víctima. Cambiaron los roles.
Tigre, el poderoso Tigre, el omnipotente Tigre, el dueño del poder del mundo, el dios del hampa, el indestructible, se movía como un artefacto vaciado de pila: estaba a-energizado.
Faviana, maravillada por lo vivido, se volvió para enfrentar a su antiguo amo, y lo que vio le pareció una escena deslumbrante, no sabía si por lo inaudito, no sabía si por tratarse de una “radical realidad”, no sabía si por lo patético, no sabía si por lo majestuoso.
Tigre se arrastraba por el piso, arropado en sangre, reptando entre alaridos hacia la puerta de la calle, como un gusano, un gusano moribundo, un gusano a punto de desintegrarse en la tierra. Y volvería a la tierra para (paradójicamente) fecundarla, porque así como la Naturaleza no desperdicia nada, Dios, en su sabiduría infinita, llega a instrumentar lo malo para hacerlo fuente de bien.
¿Y cómo fue que Tigre resultó herido? Allí estaba él, recostando débilmente su espalda contra la pared, jadeando también. Él, el padre Miguel. El cuchillo de Tigre estaba tirado cerca de su cuerpo. Cuando Faviana vio la sangre fluir de su costado izquierdo supo que el herido era el propio cura.
Gritó desesperada y se abalanzó hacia él.
—Tú has dicho que Tigre se alimentaba de sangre. Le permití tomar la mía, pero parece que no le cayó bien —comentó con aliento entrecortado.
—¡No! —aulló de dolor la pobre mujer—. No es justo. No es justo que te mueras. No puedes morirte.
—No te preocupes, voy a estar bien. Ya eres libre. ¿Has visto, por fin, que hay un poder más grande que el de Tigre?
—No es justo, yo no valgo tu vida. Yo no valgo un “carajo” como para esto.
—Vales, claro que vales. Tu libertad vale oro.
Faviana se deshacía en gritos y llanto, abrazando al cuerpo tenue en vida sin atinar a otra cosa sino implorarle su supervivencia.
Lloró, lloró a gritos, y uno de esos logró despertarla.
Despertó. Era una mujer digna dentro de un cuerpo que comenzó a amar.



Faviana. La prostituta VIII

VIII. Buscando verdad



El recuerdo de aquel encuentro era tan vívido como el brillo del césped sazonado en rocío matinal. No obstante, por más esfuerzo que hiciera su pobre mente, no podía reproducir en su conciencia el momento en que él se fue de su lado y ella se encontró, a la mañana siguiente, levantándose de su lecho. ¡En su propia casa!
Volvió a temer la locura, y ahora había algo que le agravaba aún más esa sensación.
Su imaginación reproducía una y otra vez la inmaterial imagen de ese rostro sereno mirándole, como nadie, a los ojos. ¡Y ni siquiera sabía si era real!
Y no sólo reproducía la imagen, sino que, incluso, era incapaz de dejar de reproducirla.
Por si esto fuera poco, a la representación interior de aquel único hombre que no se había sacado los pantalones frente a ella, se le sumaba una efervescente sensación que deambulaba entre el corazón, la tráquea y la boca del estómago.
Y no sólo sentía la efervescencia, sino que encima lo disfrutaba.
Para colmo de males, esta sensación no venía sola, sino que traía aparejado el deseo de cantar, de sonreír, de ¡respirar!...
Y no únicamente experimentaba el deseo de cantar, sino que se escuchó haciéndolo efectivo.
¿Y todo culpa de quién? De ese bendito ser cuya existencia, tan densa como la de un fantasma, le había devuelto la capacidad de soñar con algo mejor.
Sí, claro, aquí radicaba la libertad de su elección: entre ser una “realista” amargada o una soñadora feliz. ¿De qué sirve la realidad si no hace feliz? Y por otro lado, ¿de qué sirven los sueños si no se encarnan en la realidad? O ¿de qué sirve la felicidad si no es real? ¿No es posible una combinación de ambas, de tal suerte que la felicidad sea real y la realidad haga feliz? ¿No se podría hacer, con alguna especie de arte mágico, que la amargura sea lo irreal, y que solo la irrealidad engendre amargura?
Y por último ¿cómo definir el límite entre lo real y lo irreal?
Su sentido común (el menos común de los sentidos) le dictaba la imperiosa necesidad de corroborar la existencia física de ese sujeto que se había presentado como “el cura Miguel”.
Se vistió sin prisa, eligiendo lo más discreto que encontrara en su viejo aparador: unos jeans azul envejecido y una remera suelta blanca con dibujo de flor naranja.
Pasó a tomar unos mates con su querida vecina, y aprovechó la ocasión para informarse sobre la dirección de la parroquia donde estaría el hipotético padre Miguel. Jenny estaba en el colegio.
Con paso despreocupado, casi flotando, se dirigió a destino. Las manos le sudaban, y la lengua se le secaba a cada rato. ¿Qué le sucedería si corroborase que ese sujeto no existía?
Llegó al lugar, temiendo que los minutos duraran siglos. Al anunciarse a la secretaria, notó, que ésta a su vez “la había notado” a ella.
Preguntó como si tuviera certeza por el padre Miguel. Con sorpresa comprobó que un cura de ese nombre existía realmente en la parroquia.
—El Padre Miguel va a demorar —le dijo quedamente la secretaria—, ¿él la espera?
—Sí.
Faviana era el tipo de mujer audaz que no pierde oportunidad fácilmente.
—Ya lo llamo por el interno —tomó el tubo y preguntó como al pasar—: quizás si me dice el motivo por el que lo busca, el padre recuerde quién es usted.
—Quiero que bendiga mi casa.
—Eso es difícil —comentó mientras esperaba que la atiendan del otro lado del tubo—, es muy ocupa... ¿Padre Miguel? Lo busca una “señora” de nombre Faviana...
—Tal vez no me recuerde... —se apresuró a aclarar ella.
—Bueno... ya le digo —y colgó—. Sí, la estaba esperando. Dice que tome asiento y dentro de unos minutos estará con usted.
Extrañada, y temiendo que el asunto llegue más lejos de lo que pensaba, Faviana se sentó al lado de un par de veteranas entregadas al vicio más viejo de la tierra: el chisme.
—Será cosa de hablar con el Obispo —sintió que una le decía a la otra.
Sus ademanes reproducían la actitud típica del chisme: una torcedura ligera de labios, el hilo de los ojos que fluctúan en línea de izquierda a derecha, la sarcástica sonrisa livianamente disimulada. ¡Ah! ¡Qué morboso placer el de ese hablar mal de alguien! Las almas se fusionan con altísima dificultad por amor, pero el chisme es capaz de cohesionar en segundos un grupo humano diverso, y hasta antagónico, con tal de que acuerden el nombre y domicilio de la víctima.
—Si ya se lo ve —replicaba la otra—. La fulanita, que antes no aparecía ni por equivocación en la Iglesia, ahora no se pierde misa con el padre Miguel.
—¡Es una vergüenza! Si se dice que el hijo que espera “la Cristina” es de él.
—Seguro. Ya cuando nazca vamos a ver a quién se parece. Si al pobre marido de ella o al cura.
—Se comenta... pero esto no sé si será así…, se comenta que las otras noches fue para un prostíbulo...
—...Se comenta... Si se comenta por algo es. Cuando el río suena, es porque agua trae.
El corazón de Faviana se desgajó en cuartos. Si él realmente había ido a “su” prostíbulo, el cura había sido absolutamente inocente, pues con ella no hizo otra cosa sino hablar. Temió que su presencia allí aumente la mala fama del pobre ministro, y se levantó como para huir de aquel sitio.
Las comadres se conmovieron, interrumpiendo abruptamente su conversación, y no frente a la parada de la prostituta sino ante la presencia del propio cura que se hizo en el lugar.
—Padre —se adelantó una de las señoras, con una sonrisa pintada en los labios—, necesitamos que nos atienda unos minutos por el asunto de la comisión.
Faviana no siguió al detalle la conversación del trío. Se detuvo más bien en observar al enigma. El rostro era efectivamente como el que ella había visto anteriormente. La voz, igual, los ademanes, los movimientos de sus manos. La mirada…
Sintió un dejo de vergüenza al darse cuenta que lo observaba sin disimulo. Cuando él se dirigió, luego de despachar el asunto de las damas, a ella, bajó la vista.
—¿Cómo te va, Faviana? —la saludó con la cortesía entretejida en su firme voz, tanto que todo el mundo escuchó claramente.
La mujer notó la mirada hiriente tanto de la secretaria parroquial como de las dos chismosas. Sintió culpa y recuperó con fuerza su deseo de hacerse humo de allí.
—Bien. Gracias. Quería pedirle que bendiga mi casa, pero como me dijeron que usted es muy ocupado, me conformo con que me de agua bendita.
—Por mis ocupaciones, no te aflijas. Por mi fama mucho menos. Prefiero quedar mal ante los otros que ser infiel a mi tarea. Lo que tú quieres realmente es confesarte. Ven, te voy a atender.
—¿Confesarme?
Iba a preguntar qué sería eso, pero de pronto se vio conducida por un corredor interno a una pequeña salita de recibo, de cálido aspecto.
—Yo... no sé si esto es buena idea —balbuceó la prostituta.
—Esas dos mujeres me viven “pelando”. La secretaria también. Me adjudican amantes, hijos, lo que venga. Si uno anda por la vida tratando de que piensen bien de uno, se entrampa. Los auténticos seguidores de Cristo tenemos que saber renunciar al buen nombre cuando la caridad y la justicia estén en juego.
—Pero si piensan bien de usted ¿no tiene más autoridad para que la gente le crea?
—En absoluto. Si intento obrar para “que piensen bien”, voy a tener que decir lo que ellos quieren que diga. Dejo de ser libre. Además, querida Faviana, cada cual escucha lo que quiere y le concede autoridad a lo que le conviene. El que busca la verdad, sabe a quién escuchar y sabe a quién darle autoridad. El que quiere lisonja, también la obtiene. Este mundo da para todo.
—¿”Querida Faviana” ha dicho? ¿Usted me conoce?
—Por supuesto.
—Le parecerá rara la pregunta, pero ¿usted y yo nos vimos alguna vez?
—Dos, que recuerde. Y por lo visto este ambiente te amedrenta, pues siempre me has tuteado.
—Bueno... Sí... Pero... ¿por qué yo no recuerdo el momento en que usted se va? ¿Por qué todo ocurre como si fuera un sueño? ¿Por qué luego me despierto sin saber en qué momento me dormí?
—Digamos que yo entré a tu vida, o más precisamente, yo estoy siempre en tu vida, y en dos momentos precisos recién tuviste conciencia de mí. Y el encuentro fue interior, en el alma, por eso tú lo recuerdas como un sueño.
—¿Pero fue o no fue? No entiendo.
—Lo que tú quieres saber es si esas dos veces que nos comunicamos, ocurrió dentro o fuera de tu pensamiento.
—¿Cómo es eso?
—Dentro del pensamiento es el mundo subjetivo de la fantasía y la imaginación. Fuera del pensamiento, es lo que llaman realidad.
—Eso es. Quiero saber si realmente hemos hablado nosotros dos. Es que es confuso, ¿entiende? Creerá que estoy loca, y tal vez lo esté. Usted viene y habla como si todo lo supiera de mí. Sabe lo que pienso, sabe lo que siento. Me promete otra vida... pero después no sé cómo se concreta eso.
—¿Y por qué te parece tan importante saberlo? Yo existo, he hablado contigo, lo que te he dicho es la verdad, y lo que te prometo se puede hacer realidad. ¿Qué importa si hemos hablado dentro o fuera de tu pensamiento? El modo es lo de menos. Tigre, por ejemplo, existe fuera de tu pensamiento, sin embargo te domina por lo que tú piensas de él. Su dominio está en tu pensamiento. Y tu pensamiento lo hace real. Las fronteras entre una cosa y la otra no son del todo tajantes. La realidad determina los pensamientos, y a la vez ésta la realidad. Son como dos caras que se ensamblan, o más bien que deben ensamblarse. Se comunican de un modo misterioso. Descubrir ese modo es nuestra mejor arma para concretar nuestros sueños, liberarnos de nuestros dolores, hacernos señores de la creación. Hijos de Dios, adultos.
—Yo no creo eso. No puedo creerlo. Yo soy de ese tipo de personas para quienes la realidad le impone el destino de no poder soñar. Dejé de soñar, porque mis circunstancias me impidieron siempre concretar mis sueños. La distancia entre una y otra es infinita, imposible de sortear. Por lo tanto, para mí, realismo significa la aniquilación de mis deseos, de mis sueños. No hay forma de comunicar un mundo con el otro. Soñar es frustrarme.
—Y renunciar al sueño es condenarse a vivir perpetuamente frustrado. Es someterse a la tiranía de lo indeseable, a la tiranía de una vida que gira como una rueda sobre su eje. No va a ningún lado, no es creativa, no construye, sólo espera que el tiempo pase. Un día tras otro: igual, amorfo, una larvada muerte en vida, el sepulcro viviente de un alma condenada a la inmovilidad.
—¡Para qué desear lo imposible!
—¿Y quién sabe lo que es imposible?
—¡Hay que ser realistas!
—Nadie ve la realidad sino desde su propia óptica, y esa óptica condiciona su forma de afrontar la realidad, y ésta a su vez, implica la conformación de la propia realidad. Realidad y pensamiento se condicionan mutuamente, están necesariamente ligadas en diálogo, nada más que normalmente no atendemos a esa relación, y por lo tanto no sabemos aprovechar este potencial a nuestro favor. Si tú en tu mente vences el poder de Tigre, realmente lo vas a vencer. Si tú piensas que eres una mujer tan digna de estima como cualquiera, tarde o temprano las personas que te rodean te van a terminar tratando así. Si tú crees que tu cuerpo tiene un valor de reflejo divino, vas a poder amar y ser amada a través de él.
—Para mí eso es como volver a nacer. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué hago primero? Es muy lindo el discurso, pero ¿realmente, qué pasos concretos puedo dar, más allá del cambio de mente? ¿Dónde me escondo para que Tigre no me encuentre? ¿A qué casa me cambio para que mis vecinos no me digan “la puta de la esquina”? ¿Dónde busco trabajo para ganarme el pan de otro modo? La necesidad, ¿no me va a empujar a lo mismo?
—Creo que ya hemos hablado de esto: nuestra principal arma es la fe. La fe es la llave que abre las fuerzas del universo a favor nuestro.
—Si eso fuera así, no habría tanto sufrimiento. Todos serían ricos y famosos.
—Claro, lo que pasa es que la fe no es ilusión ingenua. No es una simple seguridad en algún concepto, cualquiera sea. La fe auténtica, que no es sólo decir Dios existe, implica una captación, al menos intuitiva, de la verdad honda que sí existe fuera del pensamiento del hombre, e implica a su vez, una armonía con la Voluntad de Dios, que es siempre sabia y siempre benéfica para nosotros. Si la fe está dentro de esta integración, logrará todas las cosas. En ese caso, desear ser rico y famoso es no comprender la verdadera naturaleza del ser que apunta a otro poder.
—¿Y cómo se conoce esa “Voluntad de Dios”? ¿Acaso no es esa voluntad la que ha determinado que yo exista en la familia que existí y que mi padrastro me haya puesto en este tren de la prostitución? ¿No fue la que determinó que mi amiga muriera y Jenny quedara, sin otro remedio, en mis pobres manos?
—A Dios le suelen echar culpas que no tiene, y por otro lado, suelen no reconocerle sus verdaderos méritos. Viene un niño al mundo, y parece algo natural, creación de sus propios padres; se muere un joven o una persona en modo absurdo, y ya dicen: fue voluntad de Dios. La Voluntad de Dios está, por su propia determinación, “condicionada” por nuestra libertad. Dios no nos ha engañado cuando nos dejó el encargo de este mundo, y a pesar de nuestro desastre, él no se sustrae a su propia ley. Él quiso darte la existencia: toda vida viene de él. Pero, de hecho, no ha querido tu sufrimiento, eso lo armaron las circunstancias que resultan de un misterioso entretejido de voluntades o determinaciones de otros, llámese tu madre, tu padre, tu padrastro, el sistema, etc. Sin embargo, Él no te abandona al poder de estos determinantes, sino que su sabiduría es tan grande que puede, con tu colaboración, utilizar todo lo que te resultó males en tu bien.
—¡Eso habría que verlo! ¡Qué bien me puede venir de mi historia! ¡Es ridículo!
—Mira, la comprobación de que esto es así estará en tu propia vida. Acá muere el razonamiento y nace el misterio de cada biografía. Es lo que Dios enseña desde dentro de cada vida, y nadie de afuera te lo puede demostrar más que como testimonio de que esto es así. Aquí viene tu salto más audaz y comprometido con respecto a ti misma, aquí viene el abismo de la fe. Aquí yace la “jugada mortal” de nuestra existencia, y no porque Dios nos exija creer en Él a pesar de todo fundamento humano, sino porque simplemente nuestra cabeza no está lo suficientemente acondicionada para entender este suceso más que en la misma medida en que vaya sucediendo. El cambio te va a dar la impresión de ser un verdadero salto al vacío, una confianza total en tu propia fe. Esto es tan difícil de hacer que por eso mismo se prefiere la resignación a los males que el cambio de rumbo hacia lo mejor.
—Sí, claro que es difícil creerlo. Parece demasiado bueno, demasiado sencillo y a la vez, demasiado complicado. Muy distinto de lo que uno está acostumbrado a pensar.
—Es tu momento de decidir.
—¿Y cómo estás tan seguro que a Dios le interesa mi vida? ─volvió instintivamente al tuteo─ Después de todo, no soy más que una puta.
—Para Dios todos somos como hijos únicos, queridos en sí mismos, no hay posibilidad de estar excluidos.
—¿Cómo estás tan seguro de eso? ¿Cómo puedes saber que realmente me ama?
—Porque te amo yo, que soy imperfecto y que apenas comparto torpemente la visión de Dios sobre todas las personas. Cada persona, más allá de sus errores o de sus limitaciones, tiene un algo muy grande dentro de sí mismo. Todos tenemos un ser sumamente bello en potencia dentro de nosotros, y la mejor opción de nuestras vidas es dedicarnos a desarrollarlo, a exteriorizarlo. Dios está enamorado de ti, por eso te dio la existencia, y el sello de ese amor es justamente esa belleza que llevas dentro tuyo.
—Suena lindo, justamente por eso suena a verso. Es duro volver a soñar. Yo ya estoy acostumbrada a ser así.
—A mi juicio, ningún ser humano debería acostumbrarse a una vida insatisfactoria. Cuando el alma grita, hay que escucharla; cuando no hay felicidad, hay que revisar el norte hacia el cual estamos dirigiendo nuestros pasos, y ver qué pasa. Las pastillas para aliviar el dolor del alma sólo convertirán al hombre en un zombi de sí mismo. No tiene sentido dormir la conciencia, cuando nuestra capacidad de ser pasa justamente por la conciencia sobre nosotros mismos. Sé valiente, Faviana, afronta la conciencia de tu ser. Defínete distinta, vuelve a soñar. De acá a un tiempo te lo agradecerás.
¿Conciencia de sí? ¿En qué mares navegaría esa frágil barcaza del yo de Faviana? ¿Sueños? ¿Dónde estaban? ¿En qué lares quedaron entrampados?
Cuando la puerta de la oscura y húmeda celda existencial se abre, el haz de luz que resplandece hiere como una espada salvadora, y le cuesta a los pobres ojos distinguir las formas con coherencia. Sin embargo el alma tiene un ritmo curioso con respecto al ritmo corporal, pues pueden pasar años (y a veces toda la vida humana) sin avanzar, y peor aún, puede retroceder... pero también puede, en un instante, comprenderlo todo.
Luego de la sacudida inicial, Faviana lo comprendió todo.
Comprendió que en ella había algo más sublime, por lo que, aunque pobre, ignorante y despreciada, tenía un poder superior: disponer de sí. Se le abría la oportunidad de creer en sí misma y de desear algo digno de ella. Comprendió que su ser femenino valía mucho, y ese valor aún estaba dentro, pues subyacía a pesar de su trabajo.
Se irguió de la silla con un cierto aire de decisión, y, sin comunicarle al sacerdote el fruto de su discurso interno, lo saludó con una mirada profunda a los ojos.
Él la acompañó desde el despacho hasta la secretaría donde la despidió a vistas de todo el mundo.
“Todo el mundo” consistía en la sexagenaria secretaria, la sacristana y otra noble señora de modales suaves. Las tres se miraron conectando el mismo pensamiento con la velocidad de un rayo.
—Ya va a ser hora de la misa —aseveró el cura a la sacristana.
—Yo lo estoy esperando para confesarme —informó la tercera mujer.
—¡Cómo no! Vamos a la Iglesia.
Cuando los tres salieron, Faviana se quedó a solas con la intrigante sacristana. Sin poder con el genio, se acercó a ella y le dijo en voz prudencialmente baja:
—Por Dios juro que te digo la verdad: con el cura no me acosté nunca, pero con tu marido, sí.
El efecto fue simil a una bomba implosiva que sacudió vehemente los órganos internos de la sesentona.
Mientras, Faviana se alejaba de allí con la altivez orgullosa de quien obtiene un merecido y esperado premio a su talento.



Faviana. La prostituta VII

VII. Feliz locura



Las fronteras entre la realidad y el sueño se habían desleído. Aparentemente tanto Tigre como Miguel habían sido fantasías emergidas del inconsciente, pero luego la realidad consciente aportaba datos de sorprendente coincidencia.
Si ella había sufrido un ataque de Tigre, ¿cómo fue que entró y salió sin ser notado por nadie? Y aún cuando lo hubiese conseguido, ¿a guisa de qué había cejado en su evidente propósito? ¿Qué pudo detenerlo?
Y si fue un sueño (pesadilla más bien), ¿qué origen acusaban aquellas marcas de masacre sobre su cuerpo?
No obstante, Faviana se había acostumbrado a ser práctica. Necesitaba del dinero, no de explicaciones; necesitaba volver al trabajo, no de filosofías; necesitaba de Tigre, entonces le convenía creer que su ataque había sido una nada  emergida de las turbias aguas de la fiebre.
Dos semanas después del suceso, sin que nada hubiera quebrado su rutina de convaleciente, se presentó a las siete de la tarde en las vetustas puertas del prostíbulo.
Por la cara de espanto de sus compañeras, supuso que la daban por muerta. Cruzaron algunas que otras palabras y el desfile de clientes empezó.
Alguien le tomó la muñeca.
—Vamos —le dijo ella sin reparar demasiado, conduciéndolo al interior del edificio—… Vamos, “papito” ¿Qué quieres que haga hoy?
Lo llevó por el corredor hasta la sala quince, y lo hizo entrar.
—Dime... ¿Qué quieres?
—Te quiero a ti.
—Bueno... sí... ¿pero cómo?
—Como eres.
—¿Quieres que elija yo?
Lo miró con un poco más de detenimiento como para tratar de adivinarle la intención. Pensó en desnudarse por donde él dirigiera la mirada, pero él la estaba mirando a los ojos.
—Papito, no te enojes... Pero no sé elegir. Mi trabajo es tu placer.
—Y mi trabajo es el tuyo. ¿De qué tienes ganas?
—Bueno... de...—e intentó inventar algo excitante— ¿Realmente me preguntas por mis ganas?
—Sí.
—Soy prostituta, no amante. Lo hago porque necesito la plata. No sé de lo que tengo ganas.
—¿Cuánto cobras?
—Por la cosa común, cien la hora. Lo extra es extra. Doscientos, y más. Depende.
—Es muy probable que hagamos algo extra. Y tal vez te cueste mucho.
—¿Bromeas? Una cosa que te quede bien claro: yo no soy masoquista. El último que lo intentó debe estar durmiendo eternamente bajo tierra.
—Yo no soy sádico. No necesitas amenazarme.
—¿Entonces? —y frunció el ceño detrás de su exorbitante maquillaje—. Si es así, no hay nada difícil para mí —amagó llevárselo a la cama tomándolo de la chomba— ¡A ver, papito... ¿De qué se trata? ¿de cuánto se trata?
—De qué y de cuánto. Sí que sabes hacer negocio.
El se dejó conducir hacia el lecho, pero no se tiró encima de ella, sino que permaneció sentado a su lado.
—Quiero ver lo mejor que tienes —agregó, luego.
—y... ¿de cuánto estamos hablando?
—De todo lo que necesites.
—¡Ah! Entonces un millón de dólares.
—¿Y para qué necesitas un millón de dólares?
—Para comprarme casa, autos, vestirme. ¡Joyas! Causar envidia. ¡Ser alguien en el mundo!
—Yo en tu lugar sería más ambicioso.
—¿Cómo?
—Si me ofrecen todo lo que necesito, no dejaría pasar la oportunidad de pensar en lo que realmente necesito.
—¡Ya te dije! ¡Un millón de dólares!... ¿o será poco?
—Pero no es ni casa, ni auto, ni joyas, ni ropa lo que necesitas.
—¿Y cómo sabes lo que yo necesito?
—Es una buena pregunta.
—Bueno —y se incorporó perdiendo la paciencia—, está linda la joda... pero vamos al grano. ¿Qué quieres?
—Darte lo que necesitas.
—Bien —y le extendió la palma derecha frente a sus ojos—: larga el millón.
—¿Y con eso vas a poder comprar tu libertad?
Faviana se sobresaltó e instintivamente miró en dirección a los micrófonos ocultos.
—Yo soy libre —respondió cambiando notablemente el modo de su voz.
—¿Tienes miedo que Tigre te escuche? No escucha. Los micrófonos no pueden captar lo que hablamos. Es más, Tigre ni siquiera sabe que estamos acá.
La mujer le miró detenidamente, con el latido congelado dentro de su corazón. Al reconocerlo, casi estalla de emociones encontradas.
—Cura Miguel. ¿Cómo es posible?
—Confía en mí. Ya ves que no te he mentido con respeto a tu pequeña.
—... Pero nadie vino es esa tarde... yo dormía... fue un sueño. ¿Estoy loca?
—Con la locura que sana y que salva.
—¿Estoy dormida?
—Supongamos que esto es un sueño. Disfrútalo. Tienes derecho a soñar.
—¿Y cuál es el sueño? ¿Qué hay alguien más fuerte que Tigre? ¿Qué un sacerdote venga a mí? ¿Qué puedo ser libre? ¿Qué Jenny está a salvo?
—Y todavía te quedas corta. Vamos. Tu sueño es mucho más ambicioso. Yo te doy la libertad si me muestras lo mejor que tienes.
—¿Mostrarme? ¿A ti? ¿Qué quieres ver?
—Lo mejor.
—Dicen que soy buena por todos lados. Lo que prefieras: las caderas... los senos... ¡Todo!
—Eso es lo que los otros dicen de ti. Pero tú ¿de qué te sientes orgullosa de ti misma?
En el intenso desierto del alma de la prostituta brotaron sendos manantiales de aguas surgentes. Dieron la punta dos lágrimas dolorosas y pesadas; luego fluyeron con asiduidad.
—¿Orgullosa de mí? —silabeó entrecortada por el llanto—. Soy puta. Puta de mierda. Todo lo que siento es asco, rabia, odio.
—Eso también es lo que otros dicen de ti.
—¡Es lo que soy! ¡Es cierto! Soy una puta de mierda.
—Eres madre.
—La niña no es mía. Tigre me hizo ligar las trompas. Nunca voy a tener hijos de mi panza.
—Pero Jenny es tu hija, la estás criando como tal. La amas como mamá.
—... Y no puedo darle lo que quiero...
—¡Pero quieres, deseas! Tu corazón es bueno. Son las circunstancias las que no te acompañan.
—¿Bueno? ¿Hay algo bueno en mí?
—El corazón: lo mejor que tienes. Eso quiero de ti: el corazón.
—¿El corazón? —y enjugó otra lágrima—. No entiendo —volvió a sentarse al lado de aquel buen hombre, más reflexiva— ¿Y cómo? No sé.
—Corazón, Faviana. Amor.
—¿Amor? El amor no existe.
—¿Nunca te enamoraste? ¿Nunca tuviste deseos de ser querida?
—Desde mis diez años, los hombres me manosean. Mientras otras niñas saltaban, bailaban, jugaban y estudiaban, yo he tenido que empezar a trabajar con mi cuerpo. ¿De qué deseo me hablas? ¿Deseo de ser querida? A mí me quieren hasta que se descargan. Luego, pagan y se van. Todo lo demás es mentira.
“¿Amor? ¿Amor de un hombre? Los hombres son animales. Acá vienen muchos que los lunes acuden a las oficinas y los sábados cenan con la esposa para ir el domingo a Misa. Desnudos son todos iguales: sucios. Y lo peor es que hacen lo suyo y luego te miran como si uno fuera basura. Le cumples el deseo oculto tras su traje y cuando se lo vuelven a poner, te desprecian: “Puta de mierda”... Y mientras ellos llevan a sus hijas en coche a sus escuelas privadas y todo el mundo los saluda como grandes personajes, a mí, que sólo intento sobrevivir, me desprecian, y lo peor, desprecian a mi hija. ¿No es muy puta la vida? Cargo con el pecado de muchos, y ellos pueden golpearse el pecho, besar a sus hijos, dar limosna a un mendigo; yo no puedo ni siquiera entrar a una iglesia. Yo no puedo quitarme el pecado de encima. No puedo limpiar la mugre, la mugre de todos los que la descargan en mí. ¿No es muy puta la vida?
—¡Qué curioso! Ambos vivimos nuestra sexualidad por los extremos contrarios. Yo noto que muchas mujeres me desean, y represento para ellas “un amor prohibido”. Muchas mujeres casadas vienen a contarme sus frustraciones, y las jóvenes, sus ansiedades. Prendo la televisión y las imágenes me bombardean. La sociedad me ridiculiza, descree de mí o me transforman en una deidad. Más que a una persona con su nombre propio ven en mí a un hombre que se precia de casto. Así como tu prostitución funciona como una cortina de vidrio que te separa del mundo, así mi celibato actúa del mismo modo.
—¿Deseas?
—¡Claro!
—¿Y por qué no te sacas el deseo conmigo? Conmigo es simple, es siempre ocasional, no hago escándalos, no me embarazo ni hago problemas. Cien por ciento seguro y sin compromiso.
—¿Crees que sería honesto de mi parte?
Por toda respuesta lanzó una fuerte risotada.
—¿Honesto? Ningún hombre es honesto. Eso es verso, conmigo, como tienen que pagar, no es necesario que se manden el verso.
—¿Y que pasa si yo soy el que no quiere que sea así, es decir, ocasional y sin compromiso?, ¿Qué pasa si me enamoro de ti?
La risa continuó, pero por entonces con un sabor sensiblemente diverso. Ya no ironía sino dolor, puro dolor, rojizo dolor, agudo dolor.
—Eso pasa en la televisión, querido cura. Para ser hombre no sé si eres honesto, pero que eres estúpido, de eso no me cabe duda.
—¿Por qué estúpido? Yo no tengo mujer. Tú eres mujer. Y a un cuerpo femenino que lo he abrazado, besado, acariciado... ¿Cómo no se me grabaría en los ojos, en mi piel, en mi mente? Eres una persona con sentimientos, alma y corazón. Y yo también soy una persona con sentimientos, alma y corazón. ¿Cómo voy a entrar dentro tuyo y dejarte algo de mí sin sentirme distinto, de algún modo fusionado contigo, con deseos de pertenecerte y de que me pertenezcas? No somos animales, no somos sólo cuerpo. Somos cuerpo y alma. Si te traspaso en el cuerpo, ¿cómo haré para no sellarte el alma? Y si entro en tu alma, ¿cómo haré para salir de allí como si nada hubiera sucedido? El cuerpo da placer, el alma, satisfacción; el deseo del cuerpo viene y va, es tensión que se relaja, es un suspiro que no se puede aprisionar por más afrodisíacos que se tomen o más excentricidades que se inventen, por más fantasías que perturben la mente.
“El alma da satisfacción: si viene no va, profundiza. No hay fatiga porque siempre está de estreno. Siempre se puede más y con la misma persona, porque se van integrando y complementando otras capas del ser.
—¿Ese es tu mundo? Es un cuento de hadas. Yo no sé lo de cuerpo y alma, yo no sé de amor. Yo sé que los hombres joden y luego se van y que mi trabajo es ese, y que gracias a mi trabajo, comemos yo y mi hija. Si tú perteneces a otra raza, a otro tipo de hombre, te admiro, pero vete, porque de los que son como los otros, son de los que yo necesito para ganar dinero.
—Ya te he dicho que puedo darte lo que necesitas: libertad.
—Déjate de juegos, yo soy libre.
—No me vengas con cuentos. Tigre te domina.
—¡Cállate!
—¿Tienes miedo que nos escuche? Ya te dije, somos como invisibles en estos momentos para él.
—Eso es imposible
—Cuando te dije que si me encomendabas a la niña no podría hacerle daño ¿acaso no ocurrió lo que yo te decía? Tu miedo alimenta su poder. Si no le tienes miedo, él se hace impotente. Por eso te lo repito: yo puedo darte libertad.
—Aún cuando pudieras vencer a Tigre, hay otra cosa: yo soy puta desde los diez años, ¿crees que eso se puede cambiar?, y si se pudiera ¿para qué? Es lo que ustedes no entienden. ¡Claro! no pertenecemos al mismo mundo. Si ustedes son del aire, yo soy de la tierra, y si son de la tierra, yo soy del agua. No puedes pretender que vuele si nací serpiente, ni que camine, si nací pez. ¡Este es mi mundo! Yo no sé más de lo que toco, veo y huelo. Aunque no me guste, es lo único que conozco, es mi círculo, es mi hábitat. Es de lo que sé.
“Aunque me ofrezcas plata, trabajo o mates a Tigre, no puedo dejar de ser lo que soy.
—Está bien. Es verdad, somos de dos mundos diferentes. Pero no somos tan distintos como para que no nos podamos entender.
—¡Que no somos distintos! —y retornó a su hilaridad—.Tú eres cura, yo prostituta.
—Tenemos un dolor común: la soledad.
—¿Soledad? ¿Te sientes solo?
—Y es un dolor más punzante y agudo que el de la carne cuando desea. Desear una mujer no es solo desear el cuerpo, es desear la presencia femenina, distinta de mí, con su particular forma de pensar, de actuar y de sentir la vida. Es la necesidad de una compañera de la cual aprender la ternura, la intuición, la delicadeza, la protección, el amor a la vida. Es necesitar esa presencia mágica que despierte en mí el potencial de vida, la fecundidad.
—Y si es así. ¿Por qué no cuelgas los hábitos y te casas?
—En primer lugar, no uso hábito. En segundo lugar, casarse tampoco es garantía de vivir este tipo de relación. Estoy harto de escuchar las quejas de las parejas que no han comprendido la naturaleza profunda de su vínculo. Y en tercer lugar, luego de atravesar una soledad espantosa e intensa, no siempre me siento solo: he podido integrar en mi modo de vivir la sexualidad las tendencias profundas de la misma. Mi existencia masculina pertenece a Dios y a los sufrientes...
—Pero Dios no...
—¿No qué? Los lazos humanos, tantos los de sangre (padre, madre, hijo, hermano, etc) como los sexuales (enamoramiento) son reflejos de la intimidad afectiva de Dios. Dios no ama como un hombre, el hombre ama, de un modo velado e imperfecto, como ama Dios.
—No te entiendo. A Dios no se lo ve. ¿Cómo es que ama? ¿Dónde se lo encuentra?
—De todo lo que existe, Dios es el Ser más silencioso, como un servidor humilde. Lo anima todo, lo mantiene todo, todo subsiste en Él, pero para poderlo encontrar hay que adentrarse en ese silencio que está detrás de cada cosa, de cada acontecimiento. Hay que reconciliarse con el propio corazón, asumir la propia verdad. La peregrinación de los que buscan a Dios es hacia dentro de sí mismos. Está en todos lados, pero sólo el que entra en su interior y se aquieta para dejarlo surgir, es el que lo puede ver, y gustar.
—¿Gustar?
—Gustar. Uno muestra el amor al otro a través de muchos gestos y realizando muchas acciones, pero lo que nos descubre la intimidad del acto sexual, cuando corresponde a dos personas integradas (que justamente no son las que aparecen acá), es el simple gozo del uno en el otro. En la eternidad todos nos vamos a amar así. Mientras estamos acá, aprendemos. Cada uno por su camino.
—Yo... yo no sé de todo eso.
—Como yo tampoco lo sabría si mi castidad fuera una abstinencia tan celosamente cuidada que para mantenerla me alejara de las personas. Me sería imposible descubrir a Dios como el amor de mi vida, si no experimentara también el compromiso y el amor con lo que Él ama, es decir, con el prójimo. La abstinencia sexual en sí misma, como fin, es tan absurda como la adición enfermiza de los hombres que vienen para acá. Ambos bloquean lo más hermoso y divino que tiene la sexualidad, que es la comunión y la vida.
—Pero para eso... hay que ser muy santo. Yo, por más adentro de mí que entre, no creo que Dios se afecte en dárseme a conocer.
—No sé si santo o no santo. Hay que estar integrado, o por lo menos en camino de integrarse.
—¿Qué es eso?
—Estar integrado. Las personas humanas somos realidades muy complejas. Tenemos cuerpo, pero no somos solamente cuerpo, tenemos espíritu, pero no somos solamente espíritu. Razonamos, queremos saber la verdad, pero nuestras ideas no siempre están emparentadas con la verdad. Sentimos, pero muchas veces sentimos cosas discordantes, y las más de las veces, no sabemos lo que realmente necesitamos. Eso es porque estamos “desintegrados”. Nacemos desintegrados, y la sociedad compuesta de hombres desintegrados, desintegra más en muchos casos. Nos imponen modelos, las circunstancias nos limitan, nos convierte en cosas que no siempre queremos ser y nos hace creer, como en tu caso, que nos tenemos que resignar. En las personas desintegradas, la sexualidad es todo un problema. Intentan gozarla rompiéndola, rompiéndose y dañando. Y es porque está desintegrada, extraída del amor a la vida y del amor a la pareja.
—¿Y dime, don cura, Dios castiga a los que vivimos así como yo, desintegrados?
—¡Para nada! No necesita castigo, como el integrado no necesita premio. El premio y el castigo es vivir la vida de acuerdo a lo que cada uno ha hecho de sí mismo. Cielo e infierno son las casas que el hombre mismo se construye en su vida y con su vida.
—¡La pucha! ¿Será que yo voy a vivir en este infierno para siempre?
—Hasta ahora no has tenido libertad de elegir otro destino, por lo tanto ese  era tu yugo, no tu construcción. Pero Dios te da ahora las posibilidades de liberarte, entonces puedes elegir. Si eliges esto, si eliges seguir en el dominio de Tigre, el infierno será eso mismo que elijas. Si eliges la libertad, la libertad será tu cielo.
—¿Realmente tengo esa opción?
—En tu caso y en este momento sí. Antes no. Quizás muchas de tus compañeras no tengan jamás esa opción, por lo tanto su cielo o su infierno se basen en otra cosa, en otra elección. Nadie puede juzgar a nadie, porque desde fuera, nadie puede saber cómo se da el juego de la libertad y la elección. Jesús es muy sabio cuando dice que no debemos juzgar a nadie. Pero volviendo a ti, en el momento en que Dios, a través de lo que Él quiera, te libera para la opción, eres realmente libre, y Dios respetará a fondo tu decisión.
—Yo no puedo elegir la vida normal. No soy mujer para eso. Aunque exista eso que hablas, el amor, aunque para algunos realmente sea verdad que en el sexo pueden encontrar el amor, para mí no es así. Ningún hombre se le ocurriría amar a una mujer con mi historia. Yo doy asco.
—¿Asco? No es así, Faviana, tienes un corazón que vale oro. Eres, por lo tanto, una mujer muy digna, no importa lo que digan de ti la hipocresía de los demás.
—Aún si fuera cierto lo que dices, para elegir salir de este, mi mundo, tengo que hacer un acto de fe, pues en definitiva, no entiendo por dónde me puedes liberar de Tigre.
—El creer en el hombre es un instinto, tal como el respirar. Es imposible no creer en nada. Hasta creer en sí mismo es un acto de fe. Levantarte cada mañana es un acto de fe: crees que vas a tener aire, que las cosas van a estar donde las dejaste, que vas a vivir en ese día. Crees, depositas tu confianza aunque más no sea en las realidades que siempre estuvieron rodeándote. Pues puede que esas realidades no sean las únicas, o que tú las veas en una forma aparente. Tú ves a Tigre poderoso, por eso crees en él, y sin embargo, yo te aseguro, él no tiene más poder del que tú le das. Si le dejas de tener miedo, no te puede dominar.
—Tigre no se alimenta del miedo que le tenemos. Se alimenta de sangre. El mata lo que no le place.
—Lo mata todo. Su “protección” es siempre aparente. Tarde o temprano destruye todo lo que tiene en sus manos. Y si es cuestión de alimentarse de sangre, alguna vez matará al hombre equivocado, y esa sangre le terminará por eliminar a él.
Por un instante Faviana entrecerró sus ojos y pensó en ese mundo idílico sin Tigre. A pesar suyo, sonrió. Ella seguía la conversación sospechando vivir una intensidad de sentimientos de tan elevado voltaje, que le imposibilitaba expresar algo de su mundo interno.
Oía, y aún cuando no tuviera muchas instrucción, comprendía acabadamente lo que el cura quería decirle; lo comprendía con esa comprensión que va más allá del razonamiento, pues tiene más que ver con la sintonía, con la concomitancia de experiencias.
Algo fundamental se movía dentro de sí, y no podía medir su alcance. ¿Cuál es el momento preciso en que empieza a cambiar la vida de un hombre? Ante la fría tumba de los héroes, los historiadores intentan precisarlo, pero en la vida corriente cada minuto es decisivo, cada minuto encierra el potencial de redención, cada minuto se juega la opción de ser un trozo de tiempo superficial, que simplemente pasa, o ser una puerta abierta a la “intemporalidad” donde todo adquiere sentido humano.
Algo se movía en el interior de Faviana. Algo que quizás hacía mucho estaba, o tal vez nunca estuvo; o que quizás la pensó muerta, algo que llaman… alma.
Por lo menos esa parte del alma que quiere ser “si misma”, que quiere reconocerse, que quiere integrar al ser, que quiere desplegarse, que quiere vivir. Que quiere ser feliz, en definitiva.
Algo, el alma, le convulsionaba internamente su modo de afrontar la realidad.
¿Y por qué seguir siendo prostituta? ¿Por qué conformarse con ese modo de presentarse en la sociedad? ¿Era tan cierto que no tenía otras posibilidades? ¿Por qué seguir permitiendo que le quitasen el derecho a ser feliz? ¿Tan impotente era, de al menos, intentarlo?
Algo, tenuemente, como el vagido de un bebé somnoliento, le rondaba la mente.
... Pero Tigre era invencible... ¿y si no lo era tanto?
Pero ya era vieja para cambiar... ¿vieja?, ¿a los treinta?
Pero ya no podría trabajar en otra cosa... ¿acaso lo había intentado?
Pero era prostituta desde los diez... ¿y por qué no hasta los treinta?
Pero todo el mundo sabía que ella era prostituta... ¿y qué?
El pasado estigmatiza en tanto y en cuando (y en el modo) en que se lo dejemos hacer. El hoy tiene un poder maravilloso, porque todo él es capacidad de cambio, todo él es cruce de decisiones, todo él es pura libertad. Con tal que sepamos ser más poderosos que el pasado, el apremio, la rutina y la presión social. Con tal que sepamos ser, lo que casi nadie es, dueños de nuestro propio yo.
Algo, determinante o no, se movía dentro de ella.



Faviana. La prostituta VI

VI. Pesadilla



Tal vez fuera aquella noche, tal vez otra; tal vez todas las noches, tal vez ninguna.
Con o sin fiebre, se despertó de golpe sobresaltada. La oscuridad más que densa, era pesada; y el aire, aunque frío, sofocante. Un miedo emergido del núcleo de cada una de sus débiles fibras, encendió su cuerpo aún ingrávido.
Quiso incorporarse, y fue en vano. ¿Su debilidad extrema? Luego de un par de minutos su cerebro distinguió entre los fragmentados sonidos una respiración típica frente a la suya... Cerca, muy cerca.
Quiso encender la luz, y fue en vano. ¿Su terror cada vez más excitado? El peso de unos férreos dedos le sujetaba ambas muñecas.
Quiso gritar y fue en vano. ¿Su instinto de conservación se había extinguido? Algo húmedo se mezclaba en la humedad de sus labios.
¿Un espectro?, ¿una pesadilla?, ¿un imposible?
Por el sabor, cuya amargura casi la atragantaba, lo reconoció.
Empezó a gemir y a retorcerse, con angustia y suavidad, como quien quiere no desasirse.
El comprendió que lo había reconocido —¿naturalmente?— y el perfume exhalado de ese sentimiento profundo de ella lo excitaba aún más. Le soltó la boca, porque quería oírla, y a cambio sus manos la empezaron a recorrer con precisión.
—... Por favor, Tigre... —susurró presa del horror—. Ahora no... No puedo, Tigre... créeme... Todavía no puedo....
Inspirado por el aroma de adrenalina, él continuó profundizando su conquista.
—Tigre. Por lo que más quieras... si lo haces ahora ya no podré trabajar luego. Me duele mucho. Mucho. ¡Tigre! ¡Por Dios!
—Yo soy tu dios. Eres mía y te poseo. Mi propiedad, y hago contigo lo que se me plazca.
—Sí. Sí —el gemido se ahogaba en llanto—, pero no puedo. Me lastimas.
—Aguanta... Te salvé la vida. ¿No crees que me merezco todo lo que te pido?
—¡Claro! ¡Te lo mereces! Pero... por favor. Ahora no.
—... Entonces... dame a tu hija.
El terror se le clavó como daga sucia al romero de su alma.
—¿Mi... mi... hija? Yo no…
Él, deteniendo la friega de su cuerpo, enfrentó sus ojos a los de ella.
—Vamos. Lo sé todo. Yo todo lo sé. Tiene seis años.
—Es nena todavía. No te sirve.
—Siempre me sirve. Tal vez ahora no. Dámela, y yo sabré cuando.
—Es que...
—Puedo hacerla rica, poderosa, puedo hacer que triunfe. Sólo dámela.
—Tigre... por favor.
—Tigre no da favores. Tigre pide y se le tiene que dar —afirmó acidulando en agresividad su voz.
—Yo soy tuya.
—Entonces, dámela.
La cólera pasó de la voz al cuerpo. Tigre se incorporó sentándose a horcajadas sobre ella.
—¡Dámela! ¡Dámela! —comenzó a gritar mientras le apretaba con sus férreas manos el cuello— ¡Dámela o te arrepentirás!
“Encomiéndemela”.
—¡Puta de mierda! ¡Dámela! ¡Te lo exijo! Te vas a arrepentir con creces.
“No importa lo que diga, no se la encargues a Tigre”
—¡Dámela! —y la sacudía como trapo.
Nuevamente la línea negra de la muerte cruzaba su miserable existencia. Esta vez Tigre no la podría socorrer porque era justamente él el agresor. Esta vez no tenía salida.
En el medio infinito de la recta mortal, no más finita, una chispa ardió. En aquel instante se sintió libre. Las manos, el sexo, el cuerpo, el alma de Tigre parecían esfumarse a lo largo de esa recta, como engullida por el punto de luz.
Respiró una y otra vez. Un frío intenso le escurrió los huesos apenas sin carne. La angustia se fue disipando en el mismo momento que comprendió que estaba sola.
“Encomiéndemela”.
Encendió la luz. No había rastros de Tigre.
—Una pesadilla —se dijo.
Mas al cabo comprobó que sus muñecas estaban amoratadas y el cuello resentido. Se miró al espejo que siempre tenía descansando en su mesa de luz.
—¡Dios mío!
Estaba efectivamente golpeada, hinchada y arañada.
—Me estoy volviendo loca. Si él estuvo, ¿qué lo hizo detener?
Entonces pensó en aquel rostro que en el momento en que creyó morir en manos de Tigre, dibujó en su atormentado interior.
—¡Padre Miguel!
¿Un fantasma? ¿Un sueño? ¿Un imposible?
—Padre Miguel... Te encomiendo a mi hija.... y a mi vida también.