viernes, 28 de agosto de 2015

Faviana. La prostituta VII

VII. Feliz locura



Las fronteras entre la realidad y el sueño se habían desleído. Aparentemente tanto Tigre como Miguel habían sido fantasías emergidas del inconsciente, pero luego la realidad consciente aportaba datos de sorprendente coincidencia.
Si ella había sufrido un ataque de Tigre, ¿cómo fue que entró y salió sin ser notado por nadie? Y aún cuando lo hubiese conseguido, ¿a guisa de qué había cejado en su evidente propósito? ¿Qué pudo detenerlo?
Y si fue un sueño (pesadilla más bien), ¿qué origen acusaban aquellas marcas de masacre sobre su cuerpo?
No obstante, Faviana se había acostumbrado a ser práctica. Necesitaba del dinero, no de explicaciones; necesitaba volver al trabajo, no de filosofías; necesitaba de Tigre, entonces le convenía creer que su ataque había sido una nada  emergida de las turbias aguas de la fiebre.
Dos semanas después del suceso, sin que nada hubiera quebrado su rutina de convaleciente, se presentó a las siete de la tarde en las vetustas puertas del prostíbulo.
Por la cara de espanto de sus compañeras, supuso que la daban por muerta. Cruzaron algunas que otras palabras y el desfile de clientes empezó.
Alguien le tomó la muñeca.
—Vamos —le dijo ella sin reparar demasiado, conduciéndolo al interior del edificio—… Vamos, “papito” ¿Qué quieres que haga hoy?
Lo llevó por el corredor hasta la sala quince, y lo hizo entrar.
—Dime... ¿Qué quieres?
—Te quiero a ti.
—Bueno... sí... ¿pero cómo?
—Como eres.
—¿Quieres que elija yo?
Lo miró con un poco más de detenimiento como para tratar de adivinarle la intención. Pensó en desnudarse por donde él dirigiera la mirada, pero él la estaba mirando a los ojos.
—Papito, no te enojes... Pero no sé elegir. Mi trabajo es tu placer.
—Y mi trabajo es el tuyo. ¿De qué tienes ganas?
—Bueno... de...—e intentó inventar algo excitante— ¿Realmente me preguntas por mis ganas?
—Sí.
—Soy prostituta, no amante. Lo hago porque necesito la plata. No sé de lo que tengo ganas.
—¿Cuánto cobras?
—Por la cosa común, cien la hora. Lo extra es extra. Doscientos, y más. Depende.
—Es muy probable que hagamos algo extra. Y tal vez te cueste mucho.
—¿Bromeas? Una cosa que te quede bien claro: yo no soy masoquista. El último que lo intentó debe estar durmiendo eternamente bajo tierra.
—Yo no soy sádico. No necesitas amenazarme.
—¿Entonces? —y frunció el ceño detrás de su exorbitante maquillaje—. Si es así, no hay nada difícil para mí —amagó llevárselo a la cama tomándolo de la chomba— ¡A ver, papito... ¿De qué se trata? ¿de cuánto se trata?
—De qué y de cuánto. Sí que sabes hacer negocio.
El se dejó conducir hacia el lecho, pero no se tiró encima de ella, sino que permaneció sentado a su lado.
—Quiero ver lo mejor que tienes —agregó, luego.
—y... ¿de cuánto estamos hablando?
—De todo lo que necesites.
—¡Ah! Entonces un millón de dólares.
—¿Y para qué necesitas un millón de dólares?
—Para comprarme casa, autos, vestirme. ¡Joyas! Causar envidia. ¡Ser alguien en el mundo!
—Yo en tu lugar sería más ambicioso.
—¿Cómo?
—Si me ofrecen todo lo que necesito, no dejaría pasar la oportunidad de pensar en lo que realmente necesito.
—¡Ya te dije! ¡Un millón de dólares!... ¿o será poco?
—Pero no es ni casa, ni auto, ni joyas, ni ropa lo que necesitas.
—¿Y cómo sabes lo que yo necesito?
—Es una buena pregunta.
—Bueno —y se incorporó perdiendo la paciencia—, está linda la joda... pero vamos al grano. ¿Qué quieres?
—Darte lo que necesitas.
—Bien —y le extendió la palma derecha frente a sus ojos—: larga el millón.
—¿Y con eso vas a poder comprar tu libertad?
Faviana se sobresaltó e instintivamente miró en dirección a los micrófonos ocultos.
—Yo soy libre —respondió cambiando notablemente el modo de su voz.
—¿Tienes miedo que Tigre te escuche? No escucha. Los micrófonos no pueden captar lo que hablamos. Es más, Tigre ni siquiera sabe que estamos acá.
La mujer le miró detenidamente, con el latido congelado dentro de su corazón. Al reconocerlo, casi estalla de emociones encontradas.
—Cura Miguel. ¿Cómo es posible?
—Confía en mí. Ya ves que no te he mentido con respeto a tu pequeña.
—... Pero nadie vino es esa tarde... yo dormía... fue un sueño. ¿Estoy loca?
—Con la locura que sana y que salva.
—¿Estoy dormida?
—Supongamos que esto es un sueño. Disfrútalo. Tienes derecho a soñar.
—¿Y cuál es el sueño? ¿Qué hay alguien más fuerte que Tigre? ¿Qué un sacerdote venga a mí? ¿Qué puedo ser libre? ¿Qué Jenny está a salvo?
—Y todavía te quedas corta. Vamos. Tu sueño es mucho más ambicioso. Yo te doy la libertad si me muestras lo mejor que tienes.
—¿Mostrarme? ¿A ti? ¿Qué quieres ver?
—Lo mejor.
—Dicen que soy buena por todos lados. Lo que prefieras: las caderas... los senos... ¡Todo!
—Eso es lo que los otros dicen de ti. Pero tú ¿de qué te sientes orgullosa de ti misma?
En el intenso desierto del alma de la prostituta brotaron sendos manantiales de aguas surgentes. Dieron la punta dos lágrimas dolorosas y pesadas; luego fluyeron con asiduidad.
—¿Orgullosa de mí? —silabeó entrecortada por el llanto—. Soy puta. Puta de mierda. Todo lo que siento es asco, rabia, odio.
—Eso también es lo que otros dicen de ti.
—¡Es lo que soy! ¡Es cierto! Soy una puta de mierda.
—Eres madre.
—La niña no es mía. Tigre me hizo ligar las trompas. Nunca voy a tener hijos de mi panza.
—Pero Jenny es tu hija, la estás criando como tal. La amas como mamá.
—... Y no puedo darle lo que quiero...
—¡Pero quieres, deseas! Tu corazón es bueno. Son las circunstancias las que no te acompañan.
—¿Bueno? ¿Hay algo bueno en mí?
—El corazón: lo mejor que tienes. Eso quiero de ti: el corazón.
—¿El corazón? —y enjugó otra lágrima—. No entiendo —volvió a sentarse al lado de aquel buen hombre, más reflexiva— ¿Y cómo? No sé.
—Corazón, Faviana. Amor.
—¿Amor? El amor no existe.
—¿Nunca te enamoraste? ¿Nunca tuviste deseos de ser querida?
—Desde mis diez años, los hombres me manosean. Mientras otras niñas saltaban, bailaban, jugaban y estudiaban, yo he tenido que empezar a trabajar con mi cuerpo. ¿De qué deseo me hablas? ¿Deseo de ser querida? A mí me quieren hasta que se descargan. Luego, pagan y se van. Todo lo demás es mentira.
“¿Amor? ¿Amor de un hombre? Los hombres son animales. Acá vienen muchos que los lunes acuden a las oficinas y los sábados cenan con la esposa para ir el domingo a Misa. Desnudos son todos iguales: sucios. Y lo peor es que hacen lo suyo y luego te miran como si uno fuera basura. Le cumples el deseo oculto tras su traje y cuando se lo vuelven a poner, te desprecian: “Puta de mierda”... Y mientras ellos llevan a sus hijas en coche a sus escuelas privadas y todo el mundo los saluda como grandes personajes, a mí, que sólo intento sobrevivir, me desprecian, y lo peor, desprecian a mi hija. ¿No es muy puta la vida? Cargo con el pecado de muchos, y ellos pueden golpearse el pecho, besar a sus hijos, dar limosna a un mendigo; yo no puedo ni siquiera entrar a una iglesia. Yo no puedo quitarme el pecado de encima. No puedo limpiar la mugre, la mugre de todos los que la descargan en mí. ¿No es muy puta la vida?
—¡Qué curioso! Ambos vivimos nuestra sexualidad por los extremos contrarios. Yo noto que muchas mujeres me desean, y represento para ellas “un amor prohibido”. Muchas mujeres casadas vienen a contarme sus frustraciones, y las jóvenes, sus ansiedades. Prendo la televisión y las imágenes me bombardean. La sociedad me ridiculiza, descree de mí o me transforman en una deidad. Más que a una persona con su nombre propio ven en mí a un hombre que se precia de casto. Así como tu prostitución funciona como una cortina de vidrio que te separa del mundo, así mi celibato actúa del mismo modo.
—¿Deseas?
—¡Claro!
—¿Y por qué no te sacas el deseo conmigo? Conmigo es simple, es siempre ocasional, no hago escándalos, no me embarazo ni hago problemas. Cien por ciento seguro y sin compromiso.
—¿Crees que sería honesto de mi parte?
Por toda respuesta lanzó una fuerte risotada.
—¿Honesto? Ningún hombre es honesto. Eso es verso, conmigo, como tienen que pagar, no es necesario que se manden el verso.
—¿Y que pasa si yo soy el que no quiere que sea así, es decir, ocasional y sin compromiso?, ¿Qué pasa si me enamoro de ti?
La risa continuó, pero por entonces con un sabor sensiblemente diverso. Ya no ironía sino dolor, puro dolor, rojizo dolor, agudo dolor.
—Eso pasa en la televisión, querido cura. Para ser hombre no sé si eres honesto, pero que eres estúpido, de eso no me cabe duda.
—¿Por qué estúpido? Yo no tengo mujer. Tú eres mujer. Y a un cuerpo femenino que lo he abrazado, besado, acariciado... ¿Cómo no se me grabaría en los ojos, en mi piel, en mi mente? Eres una persona con sentimientos, alma y corazón. Y yo también soy una persona con sentimientos, alma y corazón. ¿Cómo voy a entrar dentro tuyo y dejarte algo de mí sin sentirme distinto, de algún modo fusionado contigo, con deseos de pertenecerte y de que me pertenezcas? No somos animales, no somos sólo cuerpo. Somos cuerpo y alma. Si te traspaso en el cuerpo, ¿cómo haré para no sellarte el alma? Y si entro en tu alma, ¿cómo haré para salir de allí como si nada hubiera sucedido? El cuerpo da placer, el alma, satisfacción; el deseo del cuerpo viene y va, es tensión que se relaja, es un suspiro que no se puede aprisionar por más afrodisíacos que se tomen o más excentricidades que se inventen, por más fantasías que perturben la mente.
“El alma da satisfacción: si viene no va, profundiza. No hay fatiga porque siempre está de estreno. Siempre se puede más y con la misma persona, porque se van integrando y complementando otras capas del ser.
—¿Ese es tu mundo? Es un cuento de hadas. Yo no sé lo de cuerpo y alma, yo no sé de amor. Yo sé que los hombres joden y luego se van y que mi trabajo es ese, y que gracias a mi trabajo, comemos yo y mi hija. Si tú perteneces a otra raza, a otro tipo de hombre, te admiro, pero vete, porque de los que son como los otros, son de los que yo necesito para ganar dinero.
—Ya te he dicho que puedo darte lo que necesitas: libertad.
—Déjate de juegos, yo soy libre.
—No me vengas con cuentos. Tigre te domina.
—¡Cállate!
—¿Tienes miedo que nos escuche? Ya te dije, somos como invisibles en estos momentos para él.
—Eso es imposible
—Cuando te dije que si me encomendabas a la niña no podría hacerle daño ¿acaso no ocurrió lo que yo te decía? Tu miedo alimenta su poder. Si no le tienes miedo, él se hace impotente. Por eso te lo repito: yo puedo darte libertad.
—Aún cuando pudieras vencer a Tigre, hay otra cosa: yo soy puta desde los diez años, ¿crees que eso se puede cambiar?, y si se pudiera ¿para qué? Es lo que ustedes no entienden. ¡Claro! no pertenecemos al mismo mundo. Si ustedes son del aire, yo soy de la tierra, y si son de la tierra, yo soy del agua. No puedes pretender que vuele si nací serpiente, ni que camine, si nací pez. ¡Este es mi mundo! Yo no sé más de lo que toco, veo y huelo. Aunque no me guste, es lo único que conozco, es mi círculo, es mi hábitat. Es de lo que sé.
“Aunque me ofrezcas plata, trabajo o mates a Tigre, no puedo dejar de ser lo que soy.
—Está bien. Es verdad, somos de dos mundos diferentes. Pero no somos tan distintos como para que no nos podamos entender.
—¡Que no somos distintos! —y retornó a su hilaridad—.Tú eres cura, yo prostituta.
—Tenemos un dolor común: la soledad.
—¿Soledad? ¿Te sientes solo?
—Y es un dolor más punzante y agudo que el de la carne cuando desea. Desear una mujer no es solo desear el cuerpo, es desear la presencia femenina, distinta de mí, con su particular forma de pensar, de actuar y de sentir la vida. Es la necesidad de una compañera de la cual aprender la ternura, la intuición, la delicadeza, la protección, el amor a la vida. Es necesitar esa presencia mágica que despierte en mí el potencial de vida, la fecundidad.
—Y si es así. ¿Por qué no cuelgas los hábitos y te casas?
—En primer lugar, no uso hábito. En segundo lugar, casarse tampoco es garantía de vivir este tipo de relación. Estoy harto de escuchar las quejas de las parejas que no han comprendido la naturaleza profunda de su vínculo. Y en tercer lugar, luego de atravesar una soledad espantosa e intensa, no siempre me siento solo: he podido integrar en mi modo de vivir la sexualidad las tendencias profundas de la misma. Mi existencia masculina pertenece a Dios y a los sufrientes...
—Pero Dios no...
—¿No qué? Los lazos humanos, tantos los de sangre (padre, madre, hijo, hermano, etc) como los sexuales (enamoramiento) son reflejos de la intimidad afectiva de Dios. Dios no ama como un hombre, el hombre ama, de un modo velado e imperfecto, como ama Dios.
—No te entiendo. A Dios no se lo ve. ¿Cómo es que ama? ¿Dónde se lo encuentra?
—De todo lo que existe, Dios es el Ser más silencioso, como un servidor humilde. Lo anima todo, lo mantiene todo, todo subsiste en Él, pero para poderlo encontrar hay que adentrarse en ese silencio que está detrás de cada cosa, de cada acontecimiento. Hay que reconciliarse con el propio corazón, asumir la propia verdad. La peregrinación de los que buscan a Dios es hacia dentro de sí mismos. Está en todos lados, pero sólo el que entra en su interior y se aquieta para dejarlo surgir, es el que lo puede ver, y gustar.
—¿Gustar?
—Gustar. Uno muestra el amor al otro a través de muchos gestos y realizando muchas acciones, pero lo que nos descubre la intimidad del acto sexual, cuando corresponde a dos personas integradas (que justamente no son las que aparecen acá), es el simple gozo del uno en el otro. En la eternidad todos nos vamos a amar así. Mientras estamos acá, aprendemos. Cada uno por su camino.
—Yo... yo no sé de todo eso.
—Como yo tampoco lo sabría si mi castidad fuera una abstinencia tan celosamente cuidada que para mantenerla me alejara de las personas. Me sería imposible descubrir a Dios como el amor de mi vida, si no experimentara también el compromiso y el amor con lo que Él ama, es decir, con el prójimo. La abstinencia sexual en sí misma, como fin, es tan absurda como la adición enfermiza de los hombres que vienen para acá. Ambos bloquean lo más hermoso y divino que tiene la sexualidad, que es la comunión y la vida.
—Pero para eso... hay que ser muy santo. Yo, por más adentro de mí que entre, no creo que Dios se afecte en dárseme a conocer.
—No sé si santo o no santo. Hay que estar integrado, o por lo menos en camino de integrarse.
—¿Qué es eso?
—Estar integrado. Las personas humanas somos realidades muy complejas. Tenemos cuerpo, pero no somos solamente cuerpo, tenemos espíritu, pero no somos solamente espíritu. Razonamos, queremos saber la verdad, pero nuestras ideas no siempre están emparentadas con la verdad. Sentimos, pero muchas veces sentimos cosas discordantes, y las más de las veces, no sabemos lo que realmente necesitamos. Eso es porque estamos “desintegrados”. Nacemos desintegrados, y la sociedad compuesta de hombres desintegrados, desintegra más en muchos casos. Nos imponen modelos, las circunstancias nos limitan, nos convierte en cosas que no siempre queremos ser y nos hace creer, como en tu caso, que nos tenemos que resignar. En las personas desintegradas, la sexualidad es todo un problema. Intentan gozarla rompiéndola, rompiéndose y dañando. Y es porque está desintegrada, extraída del amor a la vida y del amor a la pareja.
—¿Y dime, don cura, Dios castiga a los que vivimos así como yo, desintegrados?
—¡Para nada! No necesita castigo, como el integrado no necesita premio. El premio y el castigo es vivir la vida de acuerdo a lo que cada uno ha hecho de sí mismo. Cielo e infierno son las casas que el hombre mismo se construye en su vida y con su vida.
—¡La pucha! ¿Será que yo voy a vivir en este infierno para siempre?
—Hasta ahora no has tenido libertad de elegir otro destino, por lo tanto ese  era tu yugo, no tu construcción. Pero Dios te da ahora las posibilidades de liberarte, entonces puedes elegir. Si eliges esto, si eliges seguir en el dominio de Tigre, el infierno será eso mismo que elijas. Si eliges la libertad, la libertad será tu cielo.
—¿Realmente tengo esa opción?
—En tu caso y en este momento sí. Antes no. Quizás muchas de tus compañeras no tengan jamás esa opción, por lo tanto su cielo o su infierno se basen en otra cosa, en otra elección. Nadie puede juzgar a nadie, porque desde fuera, nadie puede saber cómo se da el juego de la libertad y la elección. Jesús es muy sabio cuando dice que no debemos juzgar a nadie. Pero volviendo a ti, en el momento en que Dios, a través de lo que Él quiera, te libera para la opción, eres realmente libre, y Dios respetará a fondo tu decisión.
—Yo no puedo elegir la vida normal. No soy mujer para eso. Aunque exista eso que hablas, el amor, aunque para algunos realmente sea verdad que en el sexo pueden encontrar el amor, para mí no es así. Ningún hombre se le ocurriría amar a una mujer con mi historia. Yo doy asco.
—¿Asco? No es así, Faviana, tienes un corazón que vale oro. Eres, por lo tanto, una mujer muy digna, no importa lo que digan de ti la hipocresía de los demás.
—Aún si fuera cierto lo que dices, para elegir salir de este, mi mundo, tengo que hacer un acto de fe, pues en definitiva, no entiendo por dónde me puedes liberar de Tigre.
—El creer en el hombre es un instinto, tal como el respirar. Es imposible no creer en nada. Hasta creer en sí mismo es un acto de fe. Levantarte cada mañana es un acto de fe: crees que vas a tener aire, que las cosas van a estar donde las dejaste, que vas a vivir en ese día. Crees, depositas tu confianza aunque más no sea en las realidades que siempre estuvieron rodeándote. Pues puede que esas realidades no sean las únicas, o que tú las veas en una forma aparente. Tú ves a Tigre poderoso, por eso crees en él, y sin embargo, yo te aseguro, él no tiene más poder del que tú le das. Si le dejas de tener miedo, no te puede dominar.
—Tigre no se alimenta del miedo que le tenemos. Se alimenta de sangre. El mata lo que no le place.
—Lo mata todo. Su “protección” es siempre aparente. Tarde o temprano destruye todo lo que tiene en sus manos. Y si es cuestión de alimentarse de sangre, alguna vez matará al hombre equivocado, y esa sangre le terminará por eliminar a él.
Por un instante Faviana entrecerró sus ojos y pensó en ese mundo idílico sin Tigre. A pesar suyo, sonrió. Ella seguía la conversación sospechando vivir una intensidad de sentimientos de tan elevado voltaje, que le imposibilitaba expresar algo de su mundo interno.
Oía, y aún cuando no tuviera muchas instrucción, comprendía acabadamente lo que el cura quería decirle; lo comprendía con esa comprensión que va más allá del razonamiento, pues tiene más que ver con la sintonía, con la concomitancia de experiencias.
Algo fundamental se movía dentro de sí, y no podía medir su alcance. ¿Cuál es el momento preciso en que empieza a cambiar la vida de un hombre? Ante la fría tumba de los héroes, los historiadores intentan precisarlo, pero en la vida corriente cada minuto es decisivo, cada minuto encierra el potencial de redención, cada minuto se juega la opción de ser un trozo de tiempo superficial, que simplemente pasa, o ser una puerta abierta a la “intemporalidad” donde todo adquiere sentido humano.
Algo se movía en el interior de Faviana. Algo que quizás hacía mucho estaba, o tal vez nunca estuvo; o que quizás la pensó muerta, algo que llaman… alma.
Por lo menos esa parte del alma que quiere ser “si misma”, que quiere reconocerse, que quiere integrar al ser, que quiere desplegarse, que quiere vivir. Que quiere ser feliz, en definitiva.
Algo, el alma, le convulsionaba internamente su modo de afrontar la realidad.
¿Y por qué seguir siendo prostituta? ¿Por qué conformarse con ese modo de presentarse en la sociedad? ¿Era tan cierto que no tenía otras posibilidades? ¿Por qué seguir permitiendo que le quitasen el derecho a ser feliz? ¿Tan impotente era, de al menos, intentarlo?
Algo, tenuemente, como el vagido de un bebé somnoliento, le rondaba la mente.
... Pero Tigre era invencible... ¿y si no lo era tanto?
Pero ya era vieja para cambiar... ¿vieja?, ¿a los treinta?
Pero ya no podría trabajar en otra cosa... ¿acaso lo había intentado?
Pero era prostituta desde los diez... ¿y por qué no hasta los treinta?
Pero todo el mundo sabía que ella era prostituta... ¿y qué?
El pasado estigmatiza en tanto y en cuando (y en el modo) en que se lo dejemos hacer. El hoy tiene un poder maravilloso, porque todo él es capacidad de cambio, todo él es cruce de decisiones, todo él es pura libertad. Con tal que sepamos ser más poderosos que el pasado, el apremio, la rutina y la presión social. Con tal que sepamos ser, lo que casi nadie es, dueños de nuestro propio yo.
Algo, determinante o no, se movía dentro de ella.



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