viernes, 28 de agosto de 2015

Faviana. La prostituta VI

VI. Pesadilla



Tal vez fuera aquella noche, tal vez otra; tal vez todas las noches, tal vez ninguna.
Con o sin fiebre, se despertó de golpe sobresaltada. La oscuridad más que densa, era pesada; y el aire, aunque frío, sofocante. Un miedo emergido del núcleo de cada una de sus débiles fibras, encendió su cuerpo aún ingrávido.
Quiso incorporarse, y fue en vano. ¿Su debilidad extrema? Luego de un par de minutos su cerebro distinguió entre los fragmentados sonidos una respiración típica frente a la suya... Cerca, muy cerca.
Quiso encender la luz, y fue en vano. ¿Su terror cada vez más excitado? El peso de unos férreos dedos le sujetaba ambas muñecas.
Quiso gritar y fue en vano. ¿Su instinto de conservación se había extinguido? Algo húmedo se mezclaba en la humedad de sus labios.
¿Un espectro?, ¿una pesadilla?, ¿un imposible?
Por el sabor, cuya amargura casi la atragantaba, lo reconoció.
Empezó a gemir y a retorcerse, con angustia y suavidad, como quien quiere no desasirse.
El comprendió que lo había reconocido —¿naturalmente?— y el perfume exhalado de ese sentimiento profundo de ella lo excitaba aún más. Le soltó la boca, porque quería oírla, y a cambio sus manos la empezaron a recorrer con precisión.
—... Por favor, Tigre... —susurró presa del horror—. Ahora no... No puedo, Tigre... créeme... Todavía no puedo....
Inspirado por el aroma de adrenalina, él continuó profundizando su conquista.
—Tigre. Por lo que más quieras... si lo haces ahora ya no podré trabajar luego. Me duele mucho. Mucho. ¡Tigre! ¡Por Dios!
—Yo soy tu dios. Eres mía y te poseo. Mi propiedad, y hago contigo lo que se me plazca.
—Sí. Sí —el gemido se ahogaba en llanto—, pero no puedo. Me lastimas.
—Aguanta... Te salvé la vida. ¿No crees que me merezco todo lo que te pido?
—¡Claro! ¡Te lo mereces! Pero... por favor. Ahora no.
—... Entonces... dame a tu hija.
El terror se le clavó como daga sucia al romero de su alma.
—¿Mi... mi... hija? Yo no…
Él, deteniendo la friega de su cuerpo, enfrentó sus ojos a los de ella.
—Vamos. Lo sé todo. Yo todo lo sé. Tiene seis años.
—Es nena todavía. No te sirve.
—Siempre me sirve. Tal vez ahora no. Dámela, y yo sabré cuando.
—Es que...
—Puedo hacerla rica, poderosa, puedo hacer que triunfe. Sólo dámela.
—Tigre... por favor.
—Tigre no da favores. Tigre pide y se le tiene que dar —afirmó acidulando en agresividad su voz.
—Yo soy tuya.
—Entonces, dámela.
La cólera pasó de la voz al cuerpo. Tigre se incorporó sentándose a horcajadas sobre ella.
—¡Dámela! ¡Dámela! —comenzó a gritar mientras le apretaba con sus férreas manos el cuello— ¡Dámela o te arrepentirás!
“Encomiéndemela”.
—¡Puta de mierda! ¡Dámela! ¡Te lo exijo! Te vas a arrepentir con creces.
“No importa lo que diga, no se la encargues a Tigre”
—¡Dámela! —y la sacudía como trapo.
Nuevamente la línea negra de la muerte cruzaba su miserable existencia. Esta vez Tigre no la podría socorrer porque era justamente él el agresor. Esta vez no tenía salida.
En el medio infinito de la recta mortal, no más finita, una chispa ardió. En aquel instante se sintió libre. Las manos, el sexo, el cuerpo, el alma de Tigre parecían esfumarse a lo largo de esa recta, como engullida por el punto de luz.
Respiró una y otra vez. Un frío intenso le escurrió los huesos apenas sin carne. La angustia se fue disipando en el mismo momento que comprendió que estaba sola.
“Encomiéndemela”.
Encendió la luz. No había rastros de Tigre.
—Una pesadilla —se dijo.
Mas al cabo comprobó que sus muñecas estaban amoratadas y el cuello resentido. Se miró al espejo que siempre tenía descansando en su mesa de luz.
—¡Dios mío!
Estaba efectivamente golpeada, hinchada y arañada.
—Me estoy volviendo loca. Si él estuvo, ¿qué lo hizo detener?
Entonces pensó en aquel rostro que en el momento en que creyó morir en manos de Tigre, dibujó en su atormentado interior.
—¡Padre Miguel!
¿Un fantasma? ¿Un sueño? ¿Un imposible?
—Padre Miguel... Te encomiendo a mi hija.... y a mi vida también.



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