II.
Tigre: temido salvador
Dolía, más de lo habitual.
—¡Animal! ¡Detente! —le gritó al cerdo
de ciento cincuenta kilos que tenía encima.
Por toda respuesta, él comenzó a tirarle
los cabellos mientras jadeaba como un perro.
—¡Detente te digo! —insistió.
Al no obtener respuesta alguna, le
golpeó para desasirse.
Él la encaró con sus ojos inyectados de
rabia primitiva. Sin ver cómo ni por dónde venía, ella sintió duros golpes en
su rostro. Amortiguada por la impresión, de pronto se dio cuenta que estaba
bañada en sangre.
—¡Ay! Loco de mierda. Déjame que yo no
soy para sádicos.
—Eres una puta y con eso basta —le
espetó con voz queda— ¡Puta de mierda! Eres mía.
El pánico le daba fuerza, pero aún
cuando doblase lo normal, no se podía liberar de aquel gordo bruto y
degenerado.
—¡Tigre! —gritó la mujer con todo lo que
tenía de potencia.
—¡Cállate o te mato!
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! —aulló hasta
que una manaza de mármol le aprisionó sus labios.
Se debilitaba, y en la lucha desigual,
vio perfilarse el oscuro rostro de la muerte.
Una ráfaga de alivio brotó de su ser
cuando sintió que le retiraban el pesado lastre de su cuerpo casi extinto.
Confusamente, lidiando contra el desmayo, vio a través de los manchones rojos
de su propia sangre a dos hombres intentando reducir al gordo. Ahí no más
apareció un tercero, armado hasta los dientes.
—¡Chancho de mierda! A mis chicas no se
les hace eso.
Y silbó un disparo que fue a dar en el
hombro del degenerado.
Faviana, que siempre temía la presencia
de Tigre, nunca sintió tanta alegría al verlo. Era robusto, tez blanca, nariz
prominente, ojos claros, frente pequeña. Cabellos rizados castaños, largos
hasta la cintura, atados por la nuca.
Era su dueño y señor. Y ahora más, pues
le debía la vida. Y él se la cobraría, de un modo u otro.
—Llévenlo afuera y denle una lección! Lo
que es de Tigre, Tigre lo cuida.
El tipo aullaba de dolor y de espanto.
Clamando piedad como un imbécil, fue llevado a rastras hacia fuera. Faviana
sabía lo que le esperaba, y por tanto podía darse por muy bien vengada.
Fuera de peligro, se incorporó para
verse. La zona de su pelvis sangraba con fluidez, lo mismo que los brazos y la
nariz.
—Ese hijo de puta tenía una navaja
—comentó Tigre al verla—. Le van a quedar pocas ganas de usarla.
La mujer se sintió desfallecer y comenzó
a gemir.
—No te preocupes, ya te traigo al
médico.
Tomó su celular y marcó un número. Habló
algo y luego acudió hacia la cabecera de la cama donde yacía la cada vez más
pálida prostituta.
—Ya viene. Me debes la vida, putita. Sin
mí estarías muerta. Escúchame bien, putita, me perteneces para siempre. Que no
se te olvide.
Se sentó cerca de la cabellera de la
mujer. Sacó de sus bolsillos un pañuelo a pintas, y más como un gesto simbólico
que efectivo, se lo aplicó a la sangrante nariz de la herida.
Faviana sentía que su existencia se escurría
del cuerpo en un fluido continuo de sangre. Sin oír los vocablos de Tigre,
comprendía perfectamente la situación: si sobrevivía era gracias a él, y por lo
tanto, mientras respirara en este mundo, debía
sometérsele.
A cualquier alma normal se le habría
partido el corazón ante la vista de aquel cuerpo raquítico, retorcido de dolor,
desnudo y transparente, forrado de coágulos renegridos de sangre gruesa. Mas a
Tigre, normal o anormal, la situación endulzaba de placentera adrenalina su
agrandado ego. Se regodeaba internamente de aquel inhumano paisaje, pues le
daba a él la posibilidad de sentirse superior, de sentirse necesario, de
sentirse dios.
No siempre ocurrían cosas así, porque su
patota filtraba mucho la clientela de su séquito de putas. Y ahora, ellas
seguramente sabrían lo de Faviana, y le tendrían una veneración superior, por
lo que podría exigirles más plata a cambio de su “protección”. En medio de la
bajeza humana más ignominiosa, él reinaba.
—¡Ja! ¡Ja! Tigre es tu salvador ¡Ja!
¡Ja! Tu vida es de Tigre.
Pero esa vida no habría sido ni de Tigre
ni de ella misma si no fuera por la pronta llegada del médico.
—Hola Tigre —saludó al entrar— ¿Qué ha
pasado con la puta?
—Lo que ves, un sádico.
Él la comenzó rápidamente a revisar en
la misma medida que intentaba frenar las hemorragias.
—Los cortes en los brazos están hechos
con una navaja. Abajo... ¡Uy! por un tiempo no podrá trabajar. Perdió mucha
sangre, sería bueno una transfusión.
—Es imposible si hay que llevarla a
algún hospital.
—Vivirá, pero le costará recuperarse. A
la sangre, se la puedo administrar en su casa.
—Que sea así.
—Está inconsciente. Voy a empezar a
suturarle los cortes.
Y comenzó su desagradable labor.
Consumió largo tiempo en hacerlo. Luego, Tigre tomó su cuerpo frágil como si se
tratase del de un bebé, salió del cuarto y se deslizó con precaución por el
estrecho corredor. A él confluían una decena de pequeños cuartos, habilitados
para el negocio del placer.
Tigre hacía honor a su apodo: sagaz,
ambicioso, depredador, animal. Era una fiera en cuidar sus intereses, y las
chicas estaban dentro de ese conjunto, por eso las amparaba usando para ello
cualquier recurso exótico. Así, por ejemplo, cada habitación tenía un sistema
de parlantes para estar permanentemente vigilando que todo saliese de acuerdo a
su voluntad.
Las chicas, por supuesto, pagaban por su
protección. Y pagaban mucho... no tanto en dinero, cuanto en dominio.
Entre el sexo, la droga y las armas,
Tigre manejaba un caudal de dinero imposible de precisar, y sin embargo, su estilo
de vida no distaba mucho de cuando era un delincuente común. Vivía, junto con
sus mejores capitanes, en la oscura esquina de un barrio cuasi desértico,
aledaño a la ciudad. Dentro de los precarios murallones de chapa, rodeados por
un descuidado parque arenoso, se erguía un edificio aparentemente abandonado,
de paredes derruidas y cristales rotos. Allí Tigre tenía camuflado su
impresionante centro de control.
Se trataba de una cebolla: la cáscara
eran esas chapas que simulaban abandono y deshabitación; la primera capa
externa, un sinfín de corredores inconexos, polvorientos y henchidos de
materiales; la siguiente, cuartos vacíos, tapizados de telarañas y sembrados de
ratas; un paso más adentro, cuartos extensos, limpios, amueblados, diferentes
entre sí, mas con unas cuántos cosas en común: televisor, radio de excelente
calidad, computadoras, armas, drogas y alcohol. Estos cuartos sí que estaban
habitados, y lo estaban por la guardia selecta del rufián mayor.
Hacia el centro, el confort, la
tecnología y los lujos crecían hasta lograr su clímax en el cuarto de Tigre.
Hablamos de lujo, pero no de buen gusto. Ese cuarto era la sede de todo el
comando que él tenía sobre la organización que lideraba, organización que por
cierto era una multinacional más extendida que la propia Coca Cola.
La cabeza del hampa se llevaba el cuerpo
exánime de la joven, envuelto en una frazada, por la salida oculta del
prostíbulo. Allí lo esperaba el “Ñato”, su lugarteniente predilecto, con la
puerta abierta de un auto brilloso.
—Llévate a la puta a su casa —le ordenó
pasándole el cuerpo de la mujer— ¿Qué hicieron con el tipo?
—Nunca más va a asomar la nariz por acá,
jefe, eso se lo aseguro.
Sonrieron. Ñato entró a Faviana por la
puerta trasera del vehículo; luego él hizo lo propio por la del conductor, y
sin mucha solemnidad, se dirigió rumbo al precario hogar de la pobre mujer.
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