III.
Bajo el control de Tigre
Cuando Faviana tornó a sí, percibió a su
cuerpo como un lejano manojo de huesos, piel y músculos triturados. Las vaciadas
venas de su brazo estaban conectadas a un canuto traslúcido por donde circulaba
sangre extra, almacenada en un saché que pendía de un caño vertical. Con
dificultad, porque su yo permanecía a una distancia considerable de su soma,
observó el lúgubre techo de cinc que pertenecía a su rancho.
—Jenny —musitó.
—Quédate tranquila, yo me estoy
encargando de ella —le contestaron.
Intentó girar la cabeza donde la voz, y
miles de estrellas de pirotecnia le estallaron dentro de ella impidiéndole
culminar el movimiento. En lugar de eso, agudizó el oído, y supo entonces que
la voz pertenecía a Rosa, su comadre.
Efectivamente, la robusta vecina estaba
allí.
—¿Y Jenny? —repitió casi exánime.
—En estos momentos está en el colegio.
Dentro de dos horas la voy a buscar y te la traigo para que la veas. Hasta que
te recuperes, es mejor que la tenga en mi casa.
—Sí, eso es lo mejor. Pero todavía no me
la traigas, se va a impresionar la pobre...
—Bueno. Pero quédate callada la boca, no
hables mucho y ahorra fuerzas. Todo va a andar bien. Todo está bajo control.
“Bajo el control de Tigre”, pensó la
convaleciente.
Rosa era una regordeta mujer de unos
cuarenta años, mas su piel rugosa y escamada la hacía representar alrededor de
sesenta. El moreno de su semblante tiraba más al té con leche que al café, y
sus ojos oscuros y oblicuos dibujaban una mirada bonachona. De baja talla, su
figura parecía más circular que cilíndrica.
Vivía sola, en el rancho contiguo al de
Faviana, aunque un poco más precario que el de ésta. Considerando el entorno
cuya calle de tierra separaba dos hileras de viviendas disímiles irregularmente
ubicadas (algunas de material, otras de chapa), las residencias de Faviana y de
Rosa se las podían considerar unos palacios de millonarios.
En ambos casos se trataba de
construcciones de ladrillos (Faviana tenía incluso el frente pintado) con
contrapiso de material, revoque y techo de cinc; luz y teléfono; ambientes
diferenciados en cocina, pieza y comedor, baño dentro de la casa con
sanitarios; camas con colchones, sábanas y frazadas: todo un lujo en la villa.
Económicamente Faviana podría haberse
mudado de ese lugar, pero allí estaba su hábitat natural. En ese círculo ser
puta era un verdadero oficio, tanto como albañil, changarín, cartonero, mucama,
mendigo, ratero... En su profesión, ejercida desde los diez años, había
escalado hasta una cierta jerarquía: de ser prostituta de la calle, cotizada a
cinco pesos la hora, pasó, y gracias al patrocinio de Tigre, a trabajar en un
ambiente protegido, con “cobertura médica” y todo, en el interior de un
prostíbulo. La nueva clientela, clase media alta, la obligó a refinarse un
poco, aprender nuevos modales y un nivel diferente de relación con el cliente.
Eso sí, en la cama, todos eran para ella igualmente cerdos. Con o sin refinamiento,
de cinco a cincuenta y hasta cien pesos, con hedor a grasa y traspiración o
perfume francés, con ropa sudada o de impecable traje ejecutivo; desnudos eran
lo mismo.
De permitirse sentir, así percibiría su
cuerpo, es decir, como algo asqueroso. Pero no sentía, y eso era la mejor.
Ni siquiera hubiera pensado en cambiar
nada a no ser por la presencia de la pequeña Jenny en su vida. La niña no era
hija propia en realidad, sino que la llevaba criando desde que Florencia, una
amiga suya, madre biológica de Jenny, falleciera de septicemia cuando la menor
apenas rozaba el año.
Criarla y ofrecerle un futuro mejor al
suyo era su inconsciente modo de redimir la propia historia. Para sí ni
siquiera se arrojaba el lujo de soñar nada distinto, pero a Jenny la quería
preservar de aquel mundo plagado de sombras y miseria. Así fue que a través de
Rosa logró colocarla en el Colegio San Jorge, dándose un trabajo y una
dirección falsas, de tal modo de evitar que descubrieran a la niña como una
intrusa perteneciente al ámbito opuesto al de sus compañeras. Rosa la llevaba y
traía, la tenía en su casa hasta que Faviana pareciera una honrada madre de
familia.
Tigre aún no había tomado conciencia de
la existencia de la pequeña, y Faviana, deshacía las horas de su contradictorio
sueño pensando en el modo de sacarla de allí. Unos años más y su hija adoptiva
se daría cuenta de la verdad; y aún peor, Tigre se agazaparía sobre la tierna
carne juvenil, y una vez invadida por Tigre, el destino de Jenny estaría ya
marcado.
“De Tigre nadie escapa”...
…“Bajo el control de Tigre”.
Este pensamiento le quedó flotando en su
grisáceo techo. Todo en su conciencia se convirtió en trazos de visiones,
reales o no, punzadas agudas en el cuerpo, rostro y voces... Ráfagas
alucinógenas en medio de la densa nada de la inconsciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario