miércoles, 1 de julio de 2015

Visitación. La observante religiosa



  La situación era compleja y bien desfavorable tanto para Anabel como para su superiora. Gabriela las había citado a las cuatro de la tarde; a ambas mujeres, que por razón de las circunstancias debían vivir juntas, les era menester resolver los grandes agujeros negros que minaban la comunicación entre ambas.
  Esos benditos agujeros negros… tan bien alimentados de intolerancia, desconfianza mutua, incomprensiones; y por sobre todo, de ese ambiente saturado en silencios cargados negativamente que, tensionando la relación, logran fragmentarla.
  Por separado, tanto Visitación como Anabel se habían quejado a la Provincial la una de la otra; y ambas, como ocurre casi siempre, tenían una cuota de razón y otra de susceptibilidad. La conciencia religiosa de ambas les impedía odiarse con tranquilidad, les impedía desearse el mal, pero los sentimientos se les sublevaban ocasionándoles un terrible peso de culpa cada vez que comprobaban lo mucho que se aborrecían, y lo poco que podían disimularlo.
  Frente a frente, Anabel y Visitación permanecían sentadas en medio de una angustiosa falta de palabra, la que debía protocolarmente romper la mediación de Gabriela. Paradójicamente, y esto era quizás lo único en que coincidían las ambas en cuestión, para evitar mirarse a los ojos permanecían rozando —una de un lado y la otra del otro— el florero que  adornaba el centro del cuadrangular escritorio.
—Las he citado juntas —comenzó a hablar Gabriela tragándose el temor certero ante la incertidumbre del resultado de la reunión—, porque me parece que hay cosas que deberían hablarlas entre ustedes y que justamente las pone tan mal una contra la otra, porque ambas se encierran en esa incomunicación que es fatal a toda relación humana.
—La Hna. Anabel —dijo Visitación sin levantar siquiera una pestaña de donde había tenazmente fijado sus pupilas— nunca me dice las cosas. Ella sabe donde encontrarme si quiere decirme algo. Todo lo que hace me lo tengo que enterar por un tercero. No me rinde cuenta de sus actos y además me desautoriza no cumpliendo con mis órdenes.
—Las veces que intenté hablar con Visitación me fue muy mal, pues no sabe escuchar —y la actitud de la aludida no había variado tampoco—. Se queda siempre con su idea, y lamentablemente esa idea no siempre es la mejor. No convenía para el colegio que hubiese tomado a mis espaldas a esa profesora. No convenía que le negase el anticipo de sueldo a la portera. Yo no obedezco sus órdenes cuando son injustas.
—Pero yo soy la superiora. Mis órdenes no tienen porqué ser cuestionadas.
—Aún cuando seas la superiora no tienes la certeza de que todo lo que se te ocurra en tu cabeza es lo que Dios quiere que hagas. Para que tus órdenes sean válidas, tienes que escuchar, consultar, informarte, saber...
—Eso yo lo hago. Pero si tú no me dices nada, yo no te voy a andar rogando. Además, y lo que más grave me parece, es que frente a mis narices hayas estado noviando con el doctor Palacios.
Sin duda, Visitación se informaba... en eso tenía razón. Lamentablemente de mala fuente y con mala intención.
—Yo no he noviado con nadie.
—¡Vamos! Si me contaron que se dieron un beso en tu rectoría.

—Eso es mentira. ¿Ves Gabriela? Ella confía más en ese séquito de chusmas que tiene en el colegio que en mí. Así hace para controlarnos... ¿Eso es ejercer la autoridad como corresponde?
—¡Qué habilidad la tuya para irte de las ramas! Anabel, fuiste infiel a tu voto de castidad, y tienes la osadía de acusarme por estas cosas que no son más que nimiedades.
—¡Nimiedades! ¿Cómo sabes que ante Dios es más falta haberse enamorado de un hombre que haberse enamorado del poder humano? Después de todo yo no procedí mal. Y tú sí. Tú estás totalmente rendida al amor a tu poder.
—¡Yo ejerzo mi poder como un servicio!
—¿A sí? ¿Cómo un servicio a quién? ¿A la congregación? ¿A la comunidad? ¿A la gente que tenemos en el colegio? Si realmente lo ejercieras como un servicio no se sentiría ese peso insoportable de tu control, el miedo a tus órdenes desubicadas. En otras palabras, no se te sentiría como una carga sino como un alivio.
—Nadie, salvo tú, me ha dicho que se sienta así conmigo. Lo que a ti te pasa es que a toda costa querrías estar en mi lugar. A ti te gustaría ser la superiora, y en cada cosa que hago lo noto: te parezco estúpida, te parezco lenta, te parezco poco idónea para ocupar este cargo; y por ende tú te sientes inteligente, rápida, idónea, y en cada palabra que yo digo tú seguramente piensas: “yo lo haría mejor, vieja tonta”... ¡Tonta! ¡Tonta! Y vuelvo al tema que me parece gravísimo, y aún más grave con lo que acabas de decir: te has enamorado, has estado noviando con el padre de una alumna, así sea mentira lo que me contaron que te besaste con él, pero si la gente sabe es porque algo de cierto hay. Y eso ¿ni siquiera te parece grave?
—Más grave me parece llegar a vieja como tú, con el corazón más seco que una pasa de uva.
—¡Anabel! —intervino la Provincial—. Ese es un juicio muy duro que estás haciendo. No creo que sea constructivo utilizar ese modo de dialogar.
—Ella también me juzga, y bien duramente. Me está tratando de puta.
—¡Qué son esas palabras! —amonestó Visitación—. ¿Ves Gabriela que esta chica no tiene nada de espíritu religioso? Para mí que deberían buscar un buen el modo de ayudarla.
—¡Castíguenme! ¿Eso es lo que estás pidiendo? ¡Castíguenme! Coqueteo con un hombre, cuestiono y desobedezco la autoridad religiosa, uso malas palabras al hablar... ¡Soy una condenada! ¿Y quién te ha dicho que tú, purita como un ángel, que jamás te enamoraste pero tampoco jamás amaste, que jamás dijiste una mala palabra pero tampoco jamás una dulce y cariñosa, que jamás desobedeciste lo que se pedía de ti pero tampoco jamás te comprometiste con la verdad... eres mejor que yo?
—¡Anabel! —volvió a intervenir la Provincial.
—¡Esta mocosa es intolerable! —exclamó la damnificada dando un puñetazo en la mesa—. Con ella no se puede. Exijo que te la lleves de acá. No la quiero más en mi comunidad.
—Visitación, esa decisión no te corresponde a ti —le contestó Gabriela—. Les pido a las dos que dejen de juzgarse y atacarse en la forma que lo están haciendo. Recuerden que el Señor nos pide no juzgar a nadie.
—¡Pero debemos combatir el pecado, no podemos ser tolerantes con él! A mí una religiosa que ha manchado la santidad de su hábito coqueteando con un hombre me da asco. Y me extraña que no tomen medidas serias con respecto a ella.
—¿Así que te doy asco? —replicó la aludida.
—Y ni siquiera muestras arrepentimiento. Ojalá tuviera la decencia de implorar el perdón y buscar los medios para purificarse.
—¿Así que te doy asco? Mira tú, yo pensé que más bien te daría “envidia”.
—¡Insolente!
—Sí, envidia. Es tan fácil camuflar el deseo no asumido como asco. ¿Nunca deseaste tener relaciones sexuales con un hombre?
—¡Anabel! —chillaron las dos.
—Claro... me hacen callar... Es comprensible, pues digo una verdad que no quieren escuchar. Desnudo el sentimiento interno que corre por las venas de ustedes... y porque muy en el fondo saben que tengo razón. Yo no sé si he pecado enamorándome de un hombre, lo único que sé que sólo asumiendo sin tapujos ni escrúpulos lo que verdaderamente siento y lo que creo necesitar es como voy encontrando el sentido de mi propia vida, y aún más, si vamos al caso, de mis votos. Vivir con la verdad interna a flor de piel e intentar integrar todos los elementos que componen mi ser es como caminar haciendo equilibrio en la cuerda. Ese es el desafío y el riego que el propio Dios corre conmigo. Ésta es la única forma de ser libre: optando por convicción y no por imposición, educando los deseos lenta y suavemente hacia Dios, y no encabritándose contra ellos de tal suerte que terminen anulándose, y con ellos anulando nuestras fibras humanas.
—¿Quién te crees que eres para darnos lecciones? —amonestó Visitación.
Gabriela, ante la palpable realidad que todo se le había ido demasiado lejos, habíase sumergido en un silencio nervioso. Visitación no cesaba de injuriar y condenar a la joven Anabel. Y fue ésta la que de pronto cambió el rumbo de la situación.
  Alzó por primera vez la mirada donde la esquiva de su superiora y la penetró dejando a un lado la inquina virulenta de sus sentimientos. En la pupila de esos renegridos ojos in-vitales pareció que se le dibujaba el contorno de sendos pensamientos oscuros.
“Los pensamientos, en los pensamientos está toda la verdad”. Pensamientos oscuros, vida oscura, sentimientos oscuros, alma oscura, mente oscura.
Pensamientos:
“Dios me ama porque yo soy pura. Dios me ama porque yo siempre obro conforme a lo que de mí se espera. Dios me ama porque nunca entregué el corazón más que a Él solo. Dios me ama porque siempre he cumplido la ley de la Iglesia. Dios me ama porque ya he extirpado de mí todo deseo, toda sensación, todo sentimiento que me apartara de Él”...
En el alma de Visitación anidaba, a no dudarlo, muy buenas intenciones. Entonces ¿por qué era un alma muerta? Si en su vida no tuvo algún afecto que la distrajera de Dios ¿por qué no dejó entrar la luz dentro de sí?
La cuestión capital era precisar cuál era ese Dios de Visitación, tan vanidoso que aún sabiendo el sacrificio cruento de esa existencia cuasi inhumana no la había recompensado con la luz, con la plenitud. Cierto que Visitación esperaba conseguir la anhelada felicidad en la eternidad... Pero... ¿y si esa eternidad no fuera otra cosa más que la prolongación eterna del estado del alma que tiene cada sujeto durante su vida? ¿Qué pasaría si Visitación, en el momento de su muerte, simplemente se encontrara prolongando la oscuridad que en esos momentos cargaba dentro?
La infelicidad es un síntoma, síntoma de que se ha errado el camino. Nadie, ni Visitación, ni Faviana, ni Constanza, ni Mariana, ni Alejandra, ni Marta, ni nadie de nadie, debiera acomodarse al estado de infelicidad. Porque ésta es siempre síntoma de la enfermedad del espíritu, y esta enfermedad no sólo lleva a la muerte, sino que prolonga la muerte consciente más allá de las fronteras de la vida terrena.
Visitación se había entregado al dios equivocado. Su dios era un padre defectuoso, paternalista, cuya autoridad riñe con la libertad del hombre, cuyo objetivo es el sacrificio de los goces y placeres de la vida, que no quiere que sus hijos disfruten otra cosa que no sea Él mismo, que desconfía perpetuamente de nuestros actos y encuentra pecado por todos lados, que le interesa ser glorificado y mejor si es a costa de dolor humano; es el dios cuya santidad consiste en la “incontaminación”, un dios maniqueo que por un lado crea todas las cosas y luego las odia convirtiéndolas en su enemigo; crea la naturaleza humana y luego la destruye con sus leyes. Un dios que pide ser amado pero que muestra un rostro inmisericorde siempre dispuesto a castigar, un dios creador de una vida y de un amor  asociados a la muerte y a la claudicación del yo. Un dios que se complace en ver a sus fieles de rodillas pidiendo perdón y clemencia. Un dios que causa la enfermedad, la muerte y la pena de los hombres. Y encima, pide amor.
Pensamientos oscuros. Un dios oscuro.
Dios no es este dios. Dios ama el ser humano, ama todo lo humano; es más, lo verdaderamente humano es divino, y mientras más humano, más divino.
Visitación no actuaba así de maldad pura. Su error, craso error, consistió en no liberar el espíritu y dejar que éste vuele al Dios que Es. Una religión sin libertad de espíritu no sólo hace a la persona “menos buena”, sino que literalmente la mata, pues la entrampa poniéndole escrúpulos en su conciencia y “verdades” incuestionables en la cabeza. Se cierran todas las puertas de la libertad interior. Y Dios, el Padre bueno y amante, ya no puede entrar.
Con Visitación, seis mujeres pasaron por el rostro de Anabel, y ésta última fue la única para quien no encontró redención, pues las murallas estaban demasiado altas y sólidas, y no podía romperlas sin romper la escasa integridad de la pobre mujer.
No era cuestión de seguirla afligiendo más, demasiado tenía la pobre vieja consigo misma. Tal vez al cariño fraternal le haga aflojar un poco sus defensas y permita el paso de la luz. Visitación corría un serio riesgo. Muy serio.
Cuando la pobre Gabriela había agotado todo el santoral invocándolo para que arregle la situación, habrá pensado que fue obra del último (que ya no se acordaba quién era), cuando vio iluminarse el rostro de Anabel.
—Visitación —pronunció esta última en suaves acordes, que contrastaron violentamente con la vehemencia de la nombrada—. Visitación... Gabriela tiene razón, no debí decir lo que dije.
La calló como por arte de magia. Es más, logró que por primera vez ella la mirara a los ojos.
—Hago mal de no hablar. Hago mal de no decirte las cosas como las pienso, de simplemente actuar por mi encargo. Yo no tengo ningún interés en ser la superiora de esta casa, ni siento que tú seas inútil para esto. Lo que pasa es que pensamos diferente, y eso no es malo. Por eso te pido perdón por mis groserías, pero también te pido que me escuches antes de que tú tomes una determinación. Yo no sé más que tú, sabemos cosas distintas y por eso debemos confrontarlas.
La aludida parpadeaba sin dar crédito a sus ojos...
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