miércoles, 1 de julio de 2015

Constanza. La amante





I ¡Carácter! ¿Eh?

Se encontró de pronto en un absurdo blanco mental. Por fragmentos recordaba al hospital, a los rombos, al olor a lavandina penetrante, los cinco pétalos oscuros de pensamiento...
Estaba sentada, sin poderse reconocer. Se miró las piernas y se sorprendió de descubrirlas tan espigadas y forradas de un can-can negro; su blusa era azul intenso, y tampoco la recordaba como propia.
Estaba sentada frente a una mesa de bar, con un café negro a más no poder, semi-tomado, y vio un sobre papel madera descansar al lado del diminuto pocillo. El blanco mental le impedía acordarse quién era, pero intuía que ese sobre era altamente significativo para ella. También notó que había un cigarrillo encajado entre sus dedos.
Y dos más reducidos a cadáveres en el cenicero. Sintió que sus ojos estaban protegidos por unos anteojos oscuros que le hacían mucho peso sobre el puente de la nariz. Se dio cuenta, además, que estaba llorando, aunque en ese momento ignoraba el motivo.
Se concentró en el papel. Por algún extraño artificio del inconsciente, sabía que allí estaba la clave de todo. Y, por cierto, la mente recibió algo de luz, dando paso a un estado de angustia larvada y acuciante.
Entonces recordó por qué había entrado al café, por qué estaba allí ese sobre de madera, por qué ni sus tres cigarrillos al hilo le bastaban para mitigar su tensión nerviosa, por qué lloraba, y, fundamentalmente, cuál era su nombre.
Un niño de carita sucia y atuendos roídos se le acercó ofreciéndole caramelos.
__Una cajita por un peso.
__No.
Casi ni se dio cuenta que este hecho había sucedido. En realidad casi nunca se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor más que lo justo y necesario según su conveniencia. Su mundo íntimo era tan férreo y cerrado que la mantenían completamente ensimismada como actitud continua, y esa implacable clausura, con la cual amurallaba su intimidad, era tan segura que nadie podía ingresar en su persona. Nadie. Ni siquiera ella misma.
Su vida era una sucesión de hechos ocasionales. Nunca se había planteado objetivos más allá del universalmente conocido “sacar provecho de lo que se pueda”.
De su niñez y adolescencia no recordaba gran cosa, salvo que ya era algo del pasado; cursó hasta tercer año de abogacía y abandonó detrás de la aventura de ser modelo, profesión en la cual no llegó a prosperar; luego empezó a trabajar como secretaria y a salir con ricachones que, cada uno en su turno, le proveían el lujo suficiente como para que ella se sintiera, aunque efímeramente, una “mujer de clase”.
Su última conquista —¡gran conquista!— se llamaba Alfredo Palacios, el doctor para quien trabajaba, un cincuentón incorregible de mujeriego, al que ella había engolosinado de tal manera como para hacerlo divorciar de su mujer a fin de convivir con ella.
Ese “niño viejo”, bobo y goloso, disfrazado de “hombre de clase” le representaba una nutrida mamadera de la que podía extraer una insospechada cantidad de leche.
Y en estos momentos ella estaría disfrutando su conquista de no mediar ese maldito sobre “de mierda” que lo arruinaba todo.
Cinco años atrás ella había luchado contra un nódulo maligno en el pecho, y con la extirpación del mismo sumado a la quimioterapia posterior, había logrado vencerlo. Por entonces había contado con la invalorable ayuda de su única hermana.
Días atrás había vuelto a notar un bulto... El médico le había dicho que en esta oportunidad el cuadro era no sólo más grave que el anterior, sino muy grave. De seguro que le tendrían que extraer ambos pechos... en el mejor de los casos en que no hubiese ramificaciones en otros órganos vitales... y una agresiva quimioterapia más potente y prolongada que aquella.
La posibilidad de la muerte no representaba para ella el causal de su angustia, pues sencillamente no pensaba en eso.
El problema era otro. Su hermana ya no estaba para socorrerla... ¿Quién la cuidaría? En cuanto a Alfredo Palacios, ni bien se enterase que su juguete se había roto, y que lejos de poderlo complacer tendría él que cuidarlo, sencillamente se “haría humo” de su vida.
La operación no podía postergarse mucho, pues la inmediatez para actuar sumaba posibilidades en una lucha que su doctor no se mostraba optimista en triunfar.
Por supuesto que fumar le estaba totalmente contraindicado, pero su ansiedad transformaba el deseo en compulsión.
Detrás de sus gafas negras lloraba de soledad.
El niño vendedor, luego de recorrer todas las mesas, dejó un paquetito en el de Constanza.
__Pendejo de mierda, ¡te dije que no! —chilló exasperada.
__El señor que está detrás suyo leyendo el diario, lo pagó y me dijo que se lo diera a usted.
__¡Que se lo pierda por el culo!
Sin miramientos tomó el paquetito y se lo arrojó al anciano que tranquilamente sorbía de su café. Sin comprender el pobre hombre abrió desmesuradamente los ojos.
__Se equivocó —exclamó el que estaba a dos mesas a la derecha del agredido—. Soy yo.
__¡Qué mierda te metes conmigo!
Dejó dos monedas en la mesa con tal violencia que bien pudieron perforarla por la fuerza con que las “depositó”.  Recogió sus cosas y salió frenética del bar.
__Será una “hembra” espectacular— comentó el pobre anciano inocente, al hombre que la había pagado los caramelos¾ ¡Pero es una loca de atar! Me parece que la suya no fue una buena idea.
__Sólo quería que se endulce un poco —respondió éste__. Le hace falta bastante. ¿No cree, don?
Una universal sonrisa se dibujó en los labios de todos los presentes.

Al salir del café, Constanza Bustos no sabía por qué el cáncer se había apoderado de su cuerpo... Pero lo que sí, se explicó el por qué estaba tan sola.

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