I
¡Carácter! ¿Eh?
Se encontró de pronto en un absurdo
blanco mental. Por fragmentos recordaba al hospital, a los rombos, al olor a
lavandina penetrante, los cinco pétalos oscuros de pensamiento...
Estaba sentada, sin poderse reconocer.
Se miró las piernas y se sorprendió de descubrirlas tan espigadas y forradas de
un can-can negro; su blusa era azul intenso, y tampoco la recordaba como
propia.
Estaba sentada frente a una mesa de bar,
con un café negro a más no poder, semi-tomado, y vio un sobre papel madera
descansar al lado del diminuto pocillo. El blanco mental le impedía acordarse
quién era, pero intuía que ese sobre era altamente significativo para ella.
También notó que había un cigarrillo encajado entre sus dedos.
Y dos más reducidos a cadáveres en el
cenicero. Sintió que sus ojos estaban protegidos por unos anteojos oscuros que
le hacían mucho peso sobre el puente de la nariz. Se dio cuenta, además, que
estaba llorando, aunque en ese momento ignoraba el motivo.
Se concentró en el papel. Por algún
extraño artificio del inconsciente, sabía que allí estaba la clave de todo. Y,
por cierto, la mente recibió algo de luz, dando paso a un estado de angustia
larvada y acuciante.
Entonces recordó por qué había entrado
al café, por qué estaba allí ese sobre de madera, por qué ni sus tres
cigarrillos al hilo le bastaban para mitigar su tensión nerviosa, por qué
lloraba, y, fundamentalmente, cuál era su nombre.
Un niño de carita sucia y atuendos
roídos se le acercó ofreciéndole caramelos.
__Una cajita por un peso.
__No.
Casi ni se dio cuenta que este hecho
había sucedido. En realidad casi nunca se daba cuenta de lo que pasaba a su
alrededor más que lo justo y necesario según su conveniencia. Su mundo íntimo
era tan férreo y cerrado que la mantenían completamente ensimismada como
actitud continua, y esa implacable clausura, con la cual amurallaba su
intimidad, era tan segura que nadie podía ingresar en su persona. Nadie. Ni
siquiera ella misma.
Su vida era una sucesión de hechos
ocasionales. Nunca se había planteado objetivos más allá del universalmente
conocido “sacar provecho de lo que se pueda”.
De su niñez y adolescencia no recordaba
gran cosa, salvo que ya era algo del pasado; cursó hasta tercer año de abogacía
y abandonó detrás de la aventura de ser modelo, profesión en la cual no llegó a
prosperar; luego empezó a trabajar como secretaria y a salir con ricachones
que, cada uno en su turno, le proveían el lujo suficiente como para que ella se
sintiera, aunque efímeramente, una “mujer de clase”.
Su última conquista —¡gran conquista!—
se llamaba Alfredo Palacios, el doctor para quien trabajaba, un cincuentón
incorregible de mujeriego, al que ella había engolosinado de tal manera como
para hacerlo divorciar de su mujer a fin de convivir con ella.
Ese “niño viejo”, bobo y goloso,
disfrazado de “hombre de clase” le representaba una nutrida mamadera de la que
podía extraer una insospechada cantidad de leche.
Y en estos momentos ella estaría disfrutando
su conquista de no mediar ese maldito sobre “de mierda” que lo arruinaba todo.
Cinco años atrás ella había luchado
contra un nódulo maligno en el pecho, y con la extirpación del mismo sumado a
la quimioterapia posterior, había logrado vencerlo. Por entonces había contado
con la invalorable ayuda de su única hermana.
Días atrás había vuelto a notar un
bulto... El médico le había dicho que en esta oportunidad el cuadro era no sólo
más grave que el anterior, sino muy grave. De seguro que le tendrían que
extraer ambos pechos... en el mejor de los casos en que no hubiese
ramificaciones en otros órganos vitales... y una agresiva quimioterapia más
potente y prolongada que aquella.
La posibilidad de la muerte no
representaba para ella el causal de su angustia, pues sencillamente no pensaba
en eso.
El problema era otro. Su hermana ya no
estaba para socorrerla... ¿Quién la cuidaría? En cuanto a Alfredo Palacios, ni
bien se enterase que su juguete se había roto, y que lejos de poderlo complacer
tendría él que cuidarlo, sencillamente se “haría humo” de su vida.
La operación no podía postergarse mucho,
pues la inmediatez para actuar sumaba posibilidades en una lucha que su doctor
no se mostraba optimista en triunfar.
Por supuesto que fumar le estaba
totalmente contraindicado, pero su ansiedad transformaba el deseo en
compulsión.
Detrás de sus gafas negras lloraba de
soledad.
El niño vendedor, luego de recorrer
todas las mesas, dejó un paquetito en el de Constanza.
__Pendejo de mierda, ¡te dije que no!
—chilló exasperada.
__El señor que está detrás suyo leyendo el
diario, lo pagó y me dijo que se lo diera a usted.
__¡Que se lo pierda por el culo!
Sin miramientos tomó el paquetito y se
lo arrojó al anciano que tranquilamente sorbía de su café. Sin comprender el
pobre hombre abrió desmesuradamente los ojos.
__Se equivocó —exclamó el que estaba a dos
mesas a la derecha del agredido—. Soy yo.
__¡Qué mierda te metes conmigo!
Dejó dos monedas en la mesa con tal
violencia que bien pudieron perforarla por la fuerza con que las “depositó”. Recogió sus cosas y salió frenética del bar.
__Será una “hembra” espectacular— comentó el
pobre anciano inocente, al hombre que la había pagado los caramelos¾ ¡Pero es una loca de atar! Me parece que la suya no fue una buena
idea.
__Sólo quería que se endulce un poco
—respondió éste__. Le hace falta bastante. ¿No cree, don?
Una universal sonrisa se dibujó en los
labios de todos los presentes.
Al salir del café, Constanza Bustos no
sabía por qué el cáncer se había apoderado de su cuerpo... Pero lo que sí, se
explicó el por qué estaba tan sola.
para ver la novela completa seguir este enlace
para ver la novela completa seguir este enlace
No hay comentarios:
Publicar un comentario