miércoles, 1 de julio de 2015

Roxana. La Suicida



Si su cuerpo pendía como pluma al viento entre la vida y la muerte era porque su alma habitaba en las regiones de la nada. Nunca había estado en otro sitio, pues nunca se sintió viva.
Un profundo vacío la circundaba desde que pisó este común suelo redondo y gigante llamado Tierra. Ninguna voz la nombraba: ninguna, que le dijera quién era en realidad. Y tanto así que tuvo la impresión de nunca haber recibido el ser.
Un fantasma con carne humana. Tiempo sin historia. Existencia sin esencia. Voz sin palabras. Cúmulo de genes sin identidad. Pasado sin memoria, futuro sin proyecto, presente sin conciencia. Sangre sin ánima, ojos sin mirada.
Su corazón latía sólo gracias a una sola intención: que “ella” se diera cuenta de que existía. Ella. Ella. La maldita ella.
Su mente vivía divagando, como el fantástico “holandés errante”, por las turbias aguas del sinsentido, pero las más de aquellas divagaciones estaban orientadas a representar el rostro terso de su madre sumergido en angustia y culpa sin fin. “¡Que llore! ¡Que sufra! ¡Que toda su vida se eche la culpa ante lo irremediable!”
Su madre: el “ella” que debía darse cuenta de que su propia hija, de nombre Roxana, existía. O al menos existió. Y lo “irremediable” no era otra cosa más que la propia muerte.
Era la representación mental favorita y atrayente: la sala velatoria, las flores ahogadas en un penetrante olor a pino, el ambiente enrarecido por el dolor y la incomprensión, y todo ese desfile de lánguidos rostros compungidos que se reúnen atónitos para despedir a alguien que no saben si aún está o no, si se ha ido o en algún momento retornará, si su alma gravita en algún lado o definitivamente se hizo nada.
Y entre ese mar informe de rostros se figuraba con especial delectación el de Alejandra, su madre. Examinaba, en su imaginación, los ojos maternos hundidos en congoja y el pecho quebrantado en una culpa que no la abandonaría jamás.
“Si en mi vida nadie se dio cuenta de mí, que de pronto tomen conciencia de Roxana cuando todo sea demasiado tarde”.
Y ese “demasiado tarde” para la joven, era la muerte.
Ella misma era un tema ausente para sí. Jamás Roxana gastó medio nanosegundo ni medio infinitésimo pensamiento en cuestionarse qué le pasaría a sí misma luego de engullir compulsivamente ese frasco de pastillas vencidas. Suponía que, como las otras veces en las que tal vez no fue la cantidad suficiente, simplemente dormiría.
Dormiría. Dormiría sin despertar jamás. Nunca. Definitivamente.
Dormiría, dejaría de respirar… y ya… punto final. Fin. Se acabó para siempre.
Las otras veces, al despertar, simplemente abrió los ojos y no se acordaba nada de nada. Esta vez la única diferencia era que… no despertaría.
Preparó las cartas. Se bañó. Se maquilló. Se perfumó. Se vistió de azul como para una fiesta.
Como si estuviera actuando un ritual religioso, llevó a su pieza un gran vaso con agua fresca, se sentó frente a su toilette, tomó el frasco por mucho tiempo celosamente guardado y escondido, y comenzó a tragar las amargas pelotillas informes de medicación devenida, dada esas condiciones, en mortal veneno. El efecto de las mismas sería su pasaporte a la nada.
Un extraño sentimiento de orgullo de sí misma evitaba que el miedo detenga tan fatal decisión. Sí, orgullo, orgullo de sentirse valiente, de haber tomado en su corta vida por lo menos una decisión trascendente.
Aunque se trate de la decisión de no vivir.
Su mente estaba lúcida y despejada. Era una verdadera decisión humana: pensada, elaborada, querida, acariciada, planificada, elaborada. Ahora degustaba a solas la escena como un artista cuando exhibe su cuadro.
Este era su momento de plenitud. Se sentía dueña de sí misma, dueña de esos minutos finales…
Cada pastilla que descendía a su esófago le doraba la psiquis de una carga extra de adrenalina; y eso le producía un morboso placer.
Una. Otra. Otra. Otra… De a una… caían como diabólicas cuentas de un rosario.
El cuerpo protestó la ingesta produciéndole un intenso vahído. Su cabeza dio vueltas una y otra vez, hasta finalmente desenroscarse del cuello.
Llegó la pesadez esperada.
Ahora comenzaba la función.

µ µ µ

Diez… nueve… ¡o no! ¡Otra vez la resucitación!... Un dolor imposible de agudo en lo que recordaba era su pecho… ocho… siete… ¡No! ¡No quiere volver! ¡Que la conciencia siga muerta!... Seis… cinco… Otro dolor intolerable. Quiso gritar a voz en cuello que la dejaran en paz… cuatro… tres… Irremediablemente sentía que su conciencia despertaba nuevamente… Dos… ¡no! ¡La puta vida de nuevo no! ¡Otra vez la odiosa puta vida!... uno.
El dolor imposible, y no sólo imposible sino incluso interminable.
—Se va.
Escuchaba sin ver más que manchas informes.
—Entró en coma profundo. No hay nada que hacer. Muerte cerebral.
¿Qué muerte ni ocho cuartos? Su cerebro estaba vivo. ¿De qué otro modo podría estar escuchando y sintiendo?
Para protestar su vida quiso gritar con toda su fuerza. No obstante, por mucho que lo intentara, no consiguió identificar su propia voz.
—Vamos a tener que dejarla conectada al respirador. No queda otra que esperar. Sólo Dios puede saber cuánto tiempo permanecerá en vida vegetativa.
¿Qué vida vegetativa ni la mierda? Ella escuchaba todo. Entendía absolutamente todo.
Aún más, creyó sentir el movimiento de su cuerpo transportado a través de la camilla hacia vaya saber qué lugar.
La máxima impotencia. El clímax de su vida fantasmal. Ella percibía todo lo sucedido a su alrededor, pero en cambio no podía comunicarse en absoluto. Su conciencia no tenía modo de hacerse sentir.

Se desesperó intensamente. Como nunca. 

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