miércoles, 1 de julio de 2015

Marta. La portera resentida



I. Todo por unos mugrosos cien pesos.

¡Como siempre esas mierdas de patronas! ¿Qué podrían significar para ellas cien pesos? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Considerando la camionada de plata que tendrían, ellas que hacen voto de pobreza, cien pesos serían apenas como una moneda, una miserable e  inservible moneda que muy bien puede perderse bajo la cama sin que nadie se diera cuenta.
Y ni siquiera se trataba de cien pertenecientes a esas ricachonas que la vida les servía en bandeja, sino que incluso se trataba de “sus” cien pesos. No sólo no pedía un “obsequio”, algo así como una suerte de limosna para el bolsillo de sus patronas, no sólo no pedía un préstamo a pagar en partes, sino que lo único que pedía era un adelanto de su propio sueldo. Sólo eso: un adelanto.
Que para ellas no significaban nada; en cambio, para sí, disponer de esos en aquel preciso día representaba la diferencia entre tener y no tener energía eléctrica en su hogar.
Finalmente lo había conseguido, pero luego de un pésimo momento en que la rectora, Anabel, acudiera a ella como una exhalación para comunicarle a quemarropa que aquella vieja mugrosa vestida de monja, Visitación, le negaba el adelanto.
¡Todo el mundo se le vino abajo! No sólo por el inminente corte de luz dada su boleta impaga, sino por no comprender el concepto de la negación. No había motivos para negar dicho dinero: era el no por el no, simplemente como demostración de poder. ¿De qué se tenían que privar esas monjas de mierda por esos putos cien pesos? De nada, absolutamente de nada. Era un no, un tajante no sin causa. Un no por puro capricho, sin miramientos, sin corazón. Un capricho para ellas, una fatalidad para la pobre portera.
Encima no andaba muy bien de la vista; tras que males no le faltaban, hacía unos cuántos días notaba, con angustia creciente, que por momento se le nublaba todo el campo visual.
Cierto es que, luego de la respuesta de Visitación tan cobardemente dada a través de Anabel, la administradora le había entregado un sobre con aquellos miserables cien en cuestión. ¡Pero la humillación pasada! ¿Quién le quitaba aquella humillación de tener que pedir por favor, y agradecer además, para gastar simplemente lo necesario para la vida?
Por cortesía, más bien por necesidad de mantener su puesto y no llevarse mal con todas, dio el consabido agradecimiento a la rectora. Sin embargo su odio sin fronteras continuaba bullendo en todos los recorridos de sus gruesas venas.
¡Qué mal su vida! ¡Qué miserable vida la suya! Siempre sufriendo, siempre trabajando para no tener nada, siempre guiada bajo una estrella de perra suerte. Todo, todo, todo… todo le había salido cruelmente mal. Desde pequeña tuvo que trabajar en casas de familia. No pudo estudiar, pues desde los siete trabajaba y trabajaba. Para el colmo el hombre con el que tuvo la fatal idea de unirse nunca le dio para más que dedicarse a la albañilería y atender un kiosco de mala muerte.
¡Qué mala suerte! Toda su vida penando. Y sola, siempre sola. Marta no sabía sino de pobreza, de incertidumbres sobre el futuro, de trabajo y más trabajo… ¡para no tener nada!
En cambio sus patronas…
Trabajaba en el colegio San Jorge hacía unos veintidós años; ya le faltaba poco para jubilarse. Todo su vivir en el trabajo fue invariablemente la misma situación, repetida día tras día: exigencias, retos por sus continuos olvidos, órdenes de acá y allá… y un sueldo de mala muerte… Nunca alcanzaba, nunca.
Pero lo peor, lo que a su alma realmente le resultaba del todo intolerable, era que sus “amas” hacían voto de pobreza. ¡Allí residía la burla! Las monjas hacías voto de pobreza, y era ella la que debía cumplirlo. Aún más: las monjas mandaban, ella obedecía; las monjas vivían rodeada de seguridades, ella a la intemperie de la existencia; las monjas disfrutaban de un cierto lugar en la sociedad, ella era “doña nadie”.
Increíblemente ridículo. Intolerablemente paradójico.
Enojada —en realidad su estado natural era el enojo— al finalizar su jornada de trabajo, fue a aguardar pacientemente en la parada del colectivo. El suyo era de la línea del C6, cuya frecuencia real, a esa hora, oscilaba entre la media y el tres cuarto hora; podía suceder que se tratara de la hora entera, en caso de fallar alguno.
Pues lo que eventualmente puede suceder, pero por cierto no sucede sino muy infrecuentemente, ¡sucede!... en el peor momento en que puede suceder. Cuando uno tiene un día fatal, cuando uno sobrelleva un humor que hasta los demonios huyen, cuando uno está atravesando uno de esos lapsos en que le parece que si se sumerge en una pileta de hielo, ésta a los pocos segundos entra en estado de ebullición… las ocasionales circunstancias que pudieran hacer desencadenar algún que otro inconveniente, eventualmente, ¡suceden precisamente en uno de esos días! Pareciera que el C6 hubiese tomado conocimiento del mal humor de Marta, y no sólo llegó a la parada cerca de los cincuenta minutos de espera, sino que se descompuso a mitad de camino.
Menos mal que Marta no era, justamente, una mentalista ni estaba dotada de un poder psíquico especial, de lo contrario no hubiera dejado ni un auto vivo con todo lo que ella maldecía a cada persona que manejaba alguno de ellos y se les ocurría pasar por allí.
—¡Odio a los que tiene auto! —se decía— ¡Los odio! Los tienen por ser ladrones, como ladronas son las monjas, que viven del trabajo de los pobres. ¿Cómo Dios no hace justicia y les quema todos los autos? ¡Qué injusticia!
Mientras todos esos ricachones ladrones llegarían sin problema a sus hogares, ella debía estar allí, muerta de hambre, esperando el próximo colectivo, que seguramente demoraría una hora más.
Faltaron apenas doce minutos para que fuera efectivamente la hora. Lo cierto es que llegó a su casa cerca de las cuatro de la tarde.
Los nervios habían entrado en estado de cortocircuito. Cuando abrió la puerta de su domicilio, la penumbra de la galería de entrada la dejó notoriamente en un trance cegador. Su casa no era un rancho, como ella tan despectivamente lo llamara, sino que se trataba de una construcción precaria, de material, de paredes cubiertas de revoque rudimentario, y contrapiso de cemento. Como parte del barrio 1º de Mayo, ocupaba un pequeño espacio en la ciudad de Córdoba, más reducido aún si se tiene en cuenta la redondez del planeta tierra, mísero si se lo confronta con el sistema solar… y ni hablar con respecto al Universo mismo… En fin, como todo es cuestión de perspectiva, la pobre casa al comienzo de la vida matrimonial de Marta representaba un verdadero rancho de chapas encimadas, que poco a poco con el trabajo de ambos, había logrado avances siderales. Sólo que Marta no lo veía de ese modo.
En el mismo frente, a la derecha de la puerta, don Heriberto atendía una pequeña despensa a través de la ventana.
Precisamente en aquella siesta fatal el pobre Heriberto cometió un pecado tan grave que por poco el diablo lo cocina en su olla de fuego, utilizando, con muy buen provecho, el carácter ácido de doña Marta, que devino a la sazón en una suerte de maléfico “médium”. El pecado fue estar durmiendo plácidamente la siesta cuando la pobre mujer no podía dar un paso más de fatiga.
—¿Te das cuenta lo inútil que eres? —le gritó cuando, sin todavía terminar el tránsito por el pasillo, sintió el resoplido característico de la víctima de Morfeo en la habitación de ambos— Yo vengo cayéndome a pedazos de cansancio: todo el día trabajando, yendo de acá para allá, renegando con esas putísimas monjas que por poco me niegan hasta el adelanto. Espero el colectivo como dos horas, y en plena avenida se rompe. Otras dos horas más de espera. Y mientras yo estoy al borde de la muerte con esta vida miserable, ¡tú duermes! ¿Te das cuenta que culpa tuya nunca hemos salido de la pobreza? A los sesenta años todavía tengo que andar trabajando, madrugando, tomando esos fríos que no sé de cómo no me han tirado para la tumba. ¡Y tú aquí! Toda la vida con ese kiosco tuyo que no tiene más que dos chicles. ¡Maldigo el momento en que me junté contigo! ¡Ay! Dios ¿Por qué tanto sufrimiento?
El pasillo hacía retumbar pared a pared toda la amargura de su llanto quejumbroso.
Por su parte Heriberto estaba tan acostumbrado a estas escenas que, resignado, volteó para el otro lado de la cama y prosiguió con su agradable labor de dormir.
Sin dejar de gimotear, la portera continuó avanzando por el pasillo hasta que este acabó. Y precisamente por no dejar de gimotear no cobró conciencia inmediata que sus pupilas nunca se calibraron para recibir la tenue luz del lugar. Cuando sus pies no detectaron a tiempo el escalón que señalaba el fin del pasillo, y se enredaron entre sí dejándola caer sin miramientos, se dio cuenta que sus ojos continuaban en esa ceguera supuestamente pasajera…
El grito emergió de aquella garganta amasado de dolor, rabia, impotencia, pánico, desesperación.
—¡Heriberto! ¡Heriberto! ¡Heriberto!
El pobre hombre fue repentinamente sacudido de su siesta y acudió lo más pronto que pudo donde la mujer, que, aún desplomada en el piso, continuaba produciendo su mar de angustias y resentimientos.
—¿Por qué toda mi vida sufriendo? ¡Me duele la cadera! Ay. Ay. Ay. ¡No veo nada! ¡Nada! ¡Nada! Ay. ¿Qué va ser de mí?
—Cálmate Marta —intentó consolarla mientras enviaba la mayor cantidad de energía a sus músculos—. Vas a ver que pronto vas a estar bien.
—¿Bien? ¡Pero si nunca en la vida estuve bien! No tuve ni dos putos minutos de felicidad. ¡No conozco la alegría! ¡No conozco lo que es vivir bien, ni por un día! Todo en mi vida ha sido dolor, dolor y dolor. ¡Qué castigo la vida mía! ¡Ay! ¡Qué castigo!
—Bueno… “vieja”… trata de ayudarme un poco. No pierdas tantas fuerzas en llorar, porque así no puedo levantarte.
—¡Ay, qué maldición! —continuó haciendo caso omiso a la sensata advertencia del hombre—, todo me sale al revés. Ahora lo que falta es que me quede ciega. ¡Qué puta vida! ¡Qué vida tan puta! ¡Ay! ¡Ay!.
Por puro poder de perseverancia, finalmente el don Heriberto, sudando y temblando profusamente, consiguió erguir el corto, aunque regordete, cuerpo de Marta.
Y, a duras penas también, logró acomodarla en una silla de su diminuta cocina.
—¿Qué te duele, gordi? —preguntó Heriberto, con un dejo de dulzura, seriamente preocupado— ¿Quieres que llame a la ambulancia?
—Ay. Viejo, no veo nada. ¡No veo nada! ¡Ay de mí, miserable de mí! Debe ser la maldición de esa mierda de superiora que siempre me reta por estar leyendo revistas… Ay de mí. ¿Por qué algunos lo tienen todo y otros no tienen nada? Ay. Ay.
—Ya, deja de pensar así. ¿Y por qué piensas que es la maldición de la superiora?
—Visitación siempre me reta porque dice que paso el tiempo leyendo revistas.

—¡Pero viejita! Si tú no sabes leer…

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