I.
Todo por unos mugrosos cien pesos.
¡Como siempre esas mierdas de patronas!
¿Qué podrían significar para ellas cien pesos? ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Considerando la camionada de plata que tendrían, ellas que hacen voto de
pobreza, cien pesos serían apenas como una moneda, una miserable e inservible moneda que muy bien puede perderse
bajo la cama sin que nadie se diera cuenta.
Y ni siquiera se trataba de cien
pertenecientes a esas ricachonas que la vida les servía en bandeja, sino que
incluso se trataba de “sus” cien pesos. No sólo no pedía un “obsequio”, algo
así como una suerte de limosna para el bolsillo de sus patronas, no sólo no
pedía un préstamo a pagar en partes, sino que lo único que pedía era un
adelanto de su propio sueldo. Sólo eso: un adelanto.
Que para ellas no significaban nada; en
cambio, para sí, disponer de esos en aquel preciso día representaba la
diferencia entre tener y no tener energía eléctrica en su hogar.
Finalmente lo había conseguido, pero
luego de un pésimo momento en que la rectora, Anabel, acudiera a ella como una
exhalación para comunicarle a quemarropa que aquella vieja mugrosa vestida de
monja, Visitación, le negaba el adelanto.
¡Todo el mundo se le vino abajo! No sólo
por el inminente corte de luz dada su boleta impaga, sino por no comprender el
concepto de la negación. No había motivos para negar dicho dinero: era el no
por el no, simplemente como demostración de poder. ¿De qué se tenían que privar
esas monjas de mierda por esos putos cien pesos? De nada, absolutamente de
nada. Era un no, un tajante no sin causa. Un no por puro capricho, sin
miramientos, sin corazón. Un capricho para ellas, una fatalidad para la pobre
portera.
Encima no andaba muy bien de la vista;
tras que males no le faltaban, hacía unos cuántos días notaba, con angustia
creciente, que por momento se le nublaba todo el campo visual.
Cierto es que, luego de la respuesta de
Visitación tan cobardemente dada a través de Anabel, la administradora le había
entregado un sobre con aquellos miserables cien en cuestión. ¡Pero la
humillación pasada! ¿Quién le quitaba aquella humillación de tener que pedir
por favor, y agradecer además, para gastar simplemente lo necesario para la
vida?
Por cortesía, más bien por necesidad de
mantener su puesto y no llevarse mal con todas, dio el consabido agradecimiento
a la rectora. Sin embargo su odio sin fronteras continuaba bullendo en todos
los recorridos de sus gruesas venas.
¡Qué mal su vida! ¡Qué miserable vida la
suya! Siempre sufriendo, siempre trabajando para no tener nada, siempre guiada
bajo una estrella de perra suerte. Todo, todo, todo… todo le había salido
cruelmente mal. Desde pequeña tuvo que trabajar en casas de familia. No pudo
estudiar, pues desde los siete trabajaba y trabajaba. Para el colmo el hombre
con el que tuvo la fatal idea de unirse nunca le dio para más que dedicarse a
la albañilería y atender un kiosco de mala muerte.
¡Qué mala suerte! Toda su vida penando.
Y sola, siempre sola. Marta no sabía sino de pobreza, de incertidumbres sobre
el futuro, de trabajo y más trabajo… ¡para no tener nada!
En cambio sus patronas…
Trabajaba en el colegio San Jorge hacía
unos veintidós años; ya le faltaba poco para jubilarse. Todo su vivir en el
trabajo fue invariablemente la misma situación, repetida día tras día:
exigencias, retos por sus continuos olvidos, órdenes de acá y allá… y un sueldo
de mala muerte… Nunca alcanzaba, nunca.
Pero lo peor, lo que a su alma realmente
le resultaba del todo intolerable, era que sus “amas” hacían voto de pobreza.
¡Allí residía la burla! Las monjas hacías voto de pobreza, y era ella la que
debía cumplirlo. Aún más: las monjas mandaban, ella obedecía; las monjas vivían
rodeada de seguridades, ella a la intemperie de la existencia; las monjas
disfrutaban de un cierto lugar en la sociedad, ella era “doña nadie”.
Increíblemente ridículo.
Intolerablemente paradójico.
Enojada —en realidad su estado natural
era el enojo— al finalizar su jornada de trabajo, fue a aguardar pacientemente
en la parada del colectivo. El suyo era de la línea del C6, cuya frecuencia
real, a esa hora, oscilaba entre la media y el tres cuarto hora; podía suceder
que se tratara de la hora entera, en caso de fallar alguno.
Pues lo que eventualmente puede suceder,
pero por cierto no sucede sino muy infrecuentemente, ¡sucede!... en el peor
momento en que puede suceder. Cuando uno tiene un día fatal, cuando uno
sobrelleva un humor que hasta los demonios huyen, cuando uno está atravesando
uno de esos lapsos en que le parece que si se sumerge en una pileta de hielo,
ésta a los pocos segundos entra en estado de ebullición… las ocasionales
circunstancias que pudieran hacer desencadenar algún que otro inconveniente,
eventualmente, ¡suceden precisamente en uno de esos días! Pareciera que el C6
hubiese tomado conocimiento del mal humor de Marta, y no sólo llegó a la parada
cerca de los cincuenta minutos de espera, sino que se descompuso a mitad de
camino.
Menos mal que Marta no era, justamente,
una mentalista ni estaba dotada de un poder psíquico especial, de lo contrario
no hubiera dejado ni un auto vivo con todo lo que ella maldecía a cada persona
que manejaba alguno de ellos y se les ocurría pasar por allí.
—¡Odio a los que tiene auto! —se decía—
¡Los odio! Los tienen por ser ladrones, como ladronas son las monjas, que viven
del trabajo de los pobres. ¿Cómo Dios no hace justicia y les quema todos los
autos? ¡Qué injusticia!
Mientras todos esos ricachones ladrones
llegarían sin problema a sus hogares, ella debía estar allí, muerta de hambre,
esperando el próximo colectivo, que seguramente demoraría una hora más.
Faltaron apenas doce minutos para que
fuera efectivamente la hora. Lo cierto es que llegó a su casa cerca de las
cuatro de la tarde.
Los nervios habían entrado en estado de
cortocircuito. Cuando abrió la puerta de su domicilio, la penumbra de la
galería de entrada la dejó notoriamente en un trance cegador. Su casa no era un
rancho, como ella tan despectivamente lo llamara, sino que se trataba de una
construcción precaria, de material, de paredes cubiertas de revoque
rudimentario, y contrapiso de cemento. Como parte del barrio 1º de Mayo,
ocupaba un pequeño espacio en la ciudad de Córdoba, más reducido aún si se
tiene en cuenta la redondez del planeta tierra, mísero si se lo confronta con
el sistema solar… y ni hablar con respecto al Universo mismo… En fin, como todo
es cuestión de perspectiva, la pobre casa al comienzo de la vida matrimonial de
Marta representaba un verdadero rancho de chapas encimadas, que poco a poco con
el trabajo de ambos, había logrado avances siderales. Sólo que Marta no lo veía
de ese modo.
En el mismo frente, a la derecha de la
puerta, don Heriberto atendía una pequeña despensa a través de la ventana.
Precisamente en aquella siesta fatal el
pobre Heriberto cometió un pecado tan grave que por poco el diablo lo cocina en
su olla de fuego, utilizando, con muy buen provecho, el carácter ácido de doña
Marta, que devino a la sazón en una suerte de maléfico “médium”. El pecado fue
estar durmiendo plácidamente la siesta cuando la pobre mujer no podía dar un
paso más de fatiga.
—¿Te das cuenta lo inútil que eres? —le
gritó cuando, sin todavía terminar el tránsito por el pasillo, sintió el
resoplido característico de la víctima de Morfeo en la habitación de ambos— Yo
vengo cayéndome a pedazos de cansancio: todo el día trabajando, yendo de acá
para allá, renegando con esas putísimas monjas que por poco me niegan hasta el
adelanto. Espero el colectivo como dos horas, y en plena avenida se rompe.
Otras dos horas más de espera. Y mientras yo estoy al borde de la muerte con
esta vida miserable, ¡tú duermes! ¿Te das cuenta que culpa tuya nunca hemos
salido de la pobreza? A los sesenta años todavía tengo que andar trabajando,
madrugando, tomando esos fríos que no sé de cómo no me han tirado para la
tumba. ¡Y tú aquí! Toda la vida con ese kiosco tuyo que no tiene más que dos
chicles. ¡Maldigo el momento en que me junté contigo! ¡Ay! Dios ¿Por qué tanto
sufrimiento?
El pasillo hacía retumbar pared a pared
toda la amargura de su llanto quejumbroso.
Por su parte Heriberto estaba tan
acostumbrado a estas escenas que, resignado, volteó para el otro lado de la
cama y prosiguió con su agradable labor de dormir.
Sin dejar de gimotear, la portera
continuó avanzando por el pasillo hasta que este acabó. Y precisamente por no
dejar de gimotear no cobró conciencia inmediata que sus pupilas nunca se
calibraron para recibir la tenue luz del lugar. Cuando sus pies no detectaron a
tiempo el escalón que señalaba el fin del pasillo, y se enredaron entre sí
dejándola caer sin miramientos, se dio cuenta que sus ojos continuaban en esa
ceguera supuestamente pasajera…
El grito emergió de aquella garganta
amasado de dolor, rabia, impotencia, pánico, desesperación.
—¡Heriberto! ¡Heriberto! ¡Heriberto!
El pobre hombre fue repentinamente
sacudido de su siesta y acudió lo más pronto que pudo donde la mujer, que, aún
desplomada en el piso, continuaba produciendo su mar de angustias y
resentimientos.
—¿Por qué toda mi vida sufriendo? ¡Me
duele la cadera! Ay. Ay. Ay. ¡No veo nada! ¡Nada! ¡Nada! Ay. ¿Qué va ser de mí?
—Cálmate Marta —intentó consolarla
mientras enviaba la mayor cantidad de energía a sus músculos—. Vas a ver que
pronto vas a estar bien.
—¿Bien? ¡Pero si nunca en la vida estuve
bien! No tuve ni dos putos minutos de felicidad. ¡No conozco la alegría! ¡No
conozco lo que es vivir bien, ni por un día! Todo en mi vida ha sido dolor,
dolor y dolor. ¡Qué castigo la vida mía! ¡Ay! ¡Qué castigo!
—Bueno… “vieja”… trata de ayudarme un
poco. No pierdas tantas fuerzas en llorar, porque así no puedo levantarte.
—¡Ay, qué maldición! —continuó haciendo
caso omiso a la sensata advertencia del hombre—, todo me sale al revés. Ahora
lo que falta es que me quede ciega. ¡Qué puta vida! ¡Qué vida tan puta! ¡Ay!
¡Ay!.
Por puro poder de perseverancia,
finalmente el don Heriberto, sudando y temblando profusamente, consiguió erguir
el corto, aunque regordete, cuerpo de Marta.
Y, a duras penas también, logró
acomodarla en una silla de su diminuta cocina.
—¿Qué te duele, gordi? —preguntó
Heriberto, con un dejo de dulzura, seriamente preocupado— ¿Quieres que llame a
la ambulancia?
—Ay. Viejo, no veo nada. ¡No veo nada!
¡Ay de mí, miserable de mí! Debe ser la maldición de esa mierda de superiora
que siempre me reta por estar leyendo revistas… Ay de mí. ¿Por qué algunos lo
tienen todo y otros no tienen nada? Ay. Ay.
—Ya, deja de pensar así. ¿Y por qué
piensas que es la maldición de la superiora?
—Visitación siempre me reta porque dice
que paso el tiempo leyendo revistas.
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