miércoles, 1 de julio de 2015

Mariana. La solterona

I. Inmovilidad de cuerpo y alma.

  No sabía precisar acertadamente el por qué de su turbación: tal vez la adrenalina segregada a causa de los nervios que ocasionaban la entrevista laboral, tal vez el gesto de la monja que no había demostrado gran simpatía hacia su persona, tal vez ese maldito esfuerzo interior que a perpetuidad, y hasta que su parca existencia dejare de latir bajo este común cielo estrellado, debía realizar a fin de evitar que su preciado secreto saliese a la luz.
__Yo soy una mujer de sólida formación cristiana __le recalcó una y otra vez__. Tengo muy presente la importancia de enseñar conductas morales firmes y rectas. Lo que los jóvenes necesitan que se les imparta hoy: conductas morales sólidas y responsables.
__Muy bien... Acá tengo sus datos __y la rectora del colegio San Jorge amenazaba levantarse de su sitio sin haberle asegurado el trabajo__. Son cinco las personas que se han presentado por el cargo. Luego que evaluemos a todas las entrevistas, veremos quién tomará las horas de lengua. Si usted llega a ser seleccionada, en la semana siguiente nos estaremos comunicando.
Se sintió literalmente “echada” cuando la hermana la condujo hacia la puerta. Su azoramiento interno crecía, y hasta tal punto que en un momento dado tuvo la impresión del desmayo...
Sin embargo no podía sucederle. Necesitaba el puesto. Debía concentrarse. No podía perder la oportunidad de por fin desasirse de ese maldito trabajo del campo. ¡Que mal su vida! Todo andaba muy mal.
¿Y sería aquella tonta monja la última responsable de todo? No. Seguramente no, pues era muy joven (e incompetente) como para ello. Sonreía mucho: eso era señal de una persona que quiere quedar bien con todos sin comprometerse con nadie. Mariana tenía por principio básico en su vida social desconfiar de cualquier persona que sonría espontáneamente.
Se cercioró sobre del límite de responsabilidad de la joven sobre el asunto, y decidió intentar otra vía.
No obstante, su desorganización mental lejos de cejar, crecía. Las paredes del edificio se le desplomaban a su paso mientras ella intentaba dirigirse hacia la salida.
No recordó el momento en que desenganchó su moto del poste al que la había sujetado, ni el instante en que le dio arranque. En realidad no pudo recordar nada de lo que sucedió entre su salida del colegio y el punto donde volvió a recobrar la conciencia.
Y para entonces, su situación había dado un giro vertiginoso de ciento ochenta grados: ya no le era necesario, ni mucho menos, el bendito cargo de profesora de lengua en el colegio San Jorge.
Otras cosas, más importantes y fundamentales, le resultarían, por lejos, ser más necesarias que ésta.
µ µ µ
La emisión del sol, aún cuando en ese invierno triste no era más que un dorado frío e insípido, le hería los ojos. Por el pesado parpadear calculó que había estado llorando.
El soma comenzó a enviar información de sí al cerebro: se hallaba tendida, con un agudo dolor de cuello y de columna, rígida, imposibilitada de moverse.
El angustia por la inmovilidad quedó ampliamente superada cuando intentó en vano recordar quién era.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz no puedo distinguir otra cosa más que a un cielo raso blanco sosteniendo un quieto ventilador de techo. Quiso girar la cabeza, pero por algún motivo hasta el momento desconocido, no lo pudo hacer. Oyó un gemido, que luego lo supuso propio.
—Está despertando la maestra, mamá.
—Avisa a las enfermeras, Salvador.
Un rostro de niño moreno, quizás conocido pero por entonces no reconocido, se asomó al rabillo de sus ojos.
—¿Cómo se siente señorita? —interrogó el niño.
—¿Dónde estoy? —preguntó a su vez, suponiendo que a ella se dirigía el infante.
—En el hospital del Sol.
—¿Y por qué?
—No sé. Se debe haber caído: está toda enyesada.
—¿Yo?...
Quiso preguntar por su nombre, pero decidió intentar nuevamente recordarlo por sí misma.
—Déjala que descanse, Salvi... —dijo la otra voz de mujer—, anda a buscar a la enfermera.
Intentó por segunda vez girar la cabeza donde la femenina voz, mas todo esfuerzo naufragó en el quietismo de su cuerpo. Tomó conciencia de que en realidad le estaba vedado realizar cualquier tipo de movimiento. En medio de su silencio hostil, silencio que por cierto le resultó harto familiar, la accidentada continuaba con su denodada labor de recordar algo. Lo que fuere.
La luminosidad... muy fuerte, repentina... pero la esperaba. Un sonido estremecedor y el cuerpo arrancado de su sitio... Nada más...
—¿Qué me pasó? —volvió a preguntar al aire, confiando en esa otra voz que permanecía a su lado.
—La semana pasada, cuando salía de la cuidad, chocó con su moto en el cruce. La trajeron para aquí.
—¿Y usted quién es?
Percibió un silencio misterioso, como si hubiese preguntado algo que no debía.
—Soy María Alonso, mamá de Salvador Alonso, su alumno de la escuela —se lo dijo muy lentamente, con cierto temor, como si alguna de aquellas palabras pudiese romper algo frágil.
—Estoy confundida... No recuerdo...
—De la escuela 203 —y el arrastre sobre las sílabas continuaba—. Usted es... la directora —titubeó—¿Recuerda?
—¡Ah! —algo... algo así de pronto le resultó conocido.
Conocido, pero aún confuso. Es que lo que empezaba a retornar a su memoria, por el momento, eran apenas sensaciones... impresiones  indefinidas... ráfagas de sentires variopintos... como si fuesen amorfos destrozos de un naufragio existencial.
El nombre de la escuela le produjo un odio visceral. Nada recordaba de ella, sino sólo su odio.
En eso llegó la enfermera. Mostró su regordeta cabeza donde el estrecha área de visión de la convaleciente. El contacto visual con aquellos ojos celestes agua añadió una cuota más de odio a su acopio de sentimientos.
—¿Cómo se siente?
Pregunta ridícula.
—Mal. No me puedo mover.
—Va a precisar mucha paciencia, señorita Martínez, al yeso lo va a llevar por mucho tiempo. La tuvieron que operar, pues tenía totalmente fracturado el cuello y la cadera.
—¿Mucho tiempo? ¿Cómo cuánto?
—Dos meses. Agradezca a Dios estar viva.
  La palabra vida: aumento en su nivel de odio.
Le hicieron los controles de rutina. Una aguda molestia, como si su brazo hubiere trocado en un alfiletero esponjoso, le invadió el recorrido de su sangre. La visión se le nubló tanto como su mente...
No supo más. Por lo menos no supo otra cosa más que, aún sin nombre, la suya era una existencia marcada por el odio. A quién, por qué, para qué, hasta cuándo, y de quién... eran preguntas relativas. Al parecer lo más real de todo era, pues, el odio.
Odio, maldito odio. Odiado odio.

µ µ µ

Un masculino rostro gringo barbado se asomaba a su conciencia. Era hermoso... y ella le amaba. Sus labios, dulces como frutillas, destilaban  esos besos imantados de los que dolían despegarse...

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