I.
La víctima.
Los rombos quizás fueron hurtados de un
inmenso e infinito tablero de ajedrez, perfumado en alcanfor y lavandina. De
tanto fijar la vista, la frontera entre lo blanco y lo negro se diluía
adquiriendo una nerviosa movilidad aleatoria.
Estaba allí: a merced de las
circunstancias.
Como siempre.
Pensar que... en algún momento se creyó
libre y con capacidad para disponer de sí... Una vez... recuerdo lejano y
efímero... tan consistente como un vaho o como la propia nada.
Por entonces, todo el mundo la culpaba.
Era realmente la gran víctima, la gran atacada, la gran perdedora... pues esas
mentes errantes de quienes la rodeaban le echaban la culpa de todo.
Ezequiel, su hijo menor, con apenas
quince fragantes años, se complicaba cada vez más con la droga y la
delincuencia. Si aún estaba vivo y libre (es decir, fuera de algún
correccional) era gracias al dinero y a la influencia de su padre, el doctor
Palacios.
Alfredo, aquel médico exitoso al que
decidió ligar su futuro, resultó ser un mujeriego compulsivo. Le trataba
despectivamente, restregándole en su cara la verdad de su pasado, la verdad de
que sin el apellido “Palacios” ella era socialmente hablando, tan corriente
como el agua de canilla. Lo aguantaba porque necesitaba de él, es decir, de ese
pasaporte al círculo de amistades que Alejandra siempre soñó. Pero ahora el muy
hijo de puta le pedía el divorcio... ¿Qué quedaría para ella?
Sí, todo el mundo la culpaba del
desastre de su familia. Pero ella ¿qué error cometió? ¿Qué les hizo faltar? ¿Dónde
estuvo su falla? En cambio tenía que sufrir doblemente el fracaso rotundo de su
familia y el peso de la culpa que todos echaban sobre sus hombros.
Roxana había reincidido —por quinta vez—
en el intento de suicidio. Sólo que en esa ocasión llegó más lejos. La vida de
su hija, arribante a los dieciocho, estaba suspendida en el pórtico de la
muerte por un misterioso hilo de vida cerebral.
¡Y, para colmo de males, esa monja
inútil parada a su lado como una estaca! La conocía apenas. Era la rectora del
colegio de su hija, quien varias veces la citó para culparla del comportamiento
de la misma; como parte de todo ese mundo hostil, la culpaba. Por eso dejó de
acudir a las citas escolares. Total, Alfredo era un as en las cuestiones de
diplomacia. No le extrañaría nada que hubiese algo entre esa mujer de gris y su
marido. Eso no le preocupaba mucho, la pobre tonta habría caído en las redes de
su seducción mentirosa; le molestaba, en cambio, que la criticara, que la
juzgara, que se metiese a opinar sobre su vida cuando de la vida no sabía nada.
¡Ah! Si pudiera cambiarle el lugar... Si pudiera darle su piel, sus hijos, su
marido, su situación para que esa estúpida supiera de qué se trata la vida.
¡Claro! Teniéndolo todo seguro es muy fácil hablar. Hasta ella misma de no
tener la carga de sus dos hijos y de su marido que la sometía al ridículo,
podría dar consejos sobre el modo adecuado de
encarar la existencia.
De pronto se encontró con que su mente
realizaba pensamientos veloces que ni ella misma podía comprender. Las ideas
afluían como borbotones de aguas infiltradas. Se sorprendió al comprobar lo
ajena que estaba su propia voluntad al proceso de razonamiento supuestamente
suyo. No sólo no sabía lo que pensaba, sino que ni siquiera era capaz de frenar
dicha carrera; hasta llegó a sospechar que estaba pensando en un idioma
desconocido.
Este afluir de movimiento mental derivó
en un estado extraño de conciencia. Por un momento confundió su sentido de la
identidad. Sin poder relacionar nada, se escuchó nombrar por la monja. Y la
escuchó diciendo algo, algo que retumbó en sus oídos, mas al parecer en los
oídos de la conciencia.
II.
El pintor detrás de la vidriera.
Sus labios carmín imprimían la huella de
una bocanada en el borde blanco del cigarrillo. Fumaba demasiado, con avidez,
con desesperación.
El bar, como todas las mañanas, se
nutría de desayunadores universitarios que hacían tiempo para comenzar su
rutina. El ambiente se llenaba de un muestrario de temas exóticos, entendibles
dentro del gueto de cada facultad.
Alejandra estaba a solas con su taza de
café por la mitad. Como casi siempre, sola. A veces se le asociaba alguna que
otra colega de la facultad, pero su normal, en el sentido más amplio y menos
figurado de la palabra, era la soledad.
Daba clase de historia del Arte en los
claustros universitarios. No lo hacía bien ni con convicción, tampoco
necesitaba el dinero, se trataba, simplemente —y como todo en su vida— de una
cuestión de prestigio. Todas las esposas de los amigos de Alfredo eran algo,
hacían algo, por “diversión”.
Hacía mucho que la diversión no tocaba a
su puerta. En realidad, nada resultaba divertido. Sus hijos andaban mal,
Alfredo estaba veleteando con su secretaria, y ésta, a diferencia de las
anteriores, era realmente muy arpía. Como experta en estos asuntos, temía lo
peor.
Cuando terminó la taza el reloj
denunciaba las nueve y treinta de la mañana. Aún tenía media hora. Pero su vida
no necesitó más de treinta segundos para desfilar, año por año, frente a ella
dejándole el repugnante sabor del fracaso. Todos sus sueños estaban hechos
triza en la ribera de su alma.
¡Y eso que había empezado tan bien!
Había conseguido lo que muy pocas consiguen. Nació en una familia de clase
media baja, de la que se desprendió cuando pudo pagarse una pensión en el centro,
con una ambición que la llevó a desear un futuro mejor para ella.
Ese estudiante de medicina, hijo de un
Palacios Carrera, era muy prometedor. Al muchacho le gustaba parrandearse, le
gustaba jugar con cualquiera, le gustaba especialmente las chicas liberales que
no tenían familia. No fue difícil seducirlo, lo difícil era enredarlo, llegar
al matrimonio con él.
Y lo logró, embarazo mediante. Necesitó
astutamente representar el rol de desvalida ante la Sra. de Palacios Carrera,
una mujer de pulido comportamiento social, muy afín a la religión, que sintió
profundos escrúpulos ante la posibilidad del aborto: su solución mágica fue
obligar al hijo a “hacerse cargo” de su novia y del bebé.
De ese modo Alejandra llegó al altar, lo
cual le significó un carnet de socio al círculo que siempre soñó pertenecer.
Disfrutó de vestidos diseñados por
modistos extranjeros, zapatos importados, perfumes extravagantes, viajes por
todos los rincones del mundo que se pusieran a la moda, chalet en extensos
country, etc.
Pero como la vida “es muy puta” se la
cobró despiadadamente.
¿Por qué le pasaba esto? Si Dios existía
¿por qué se estaba vengando así de su fortuna? ¿Por qué no lo podía tener todo?
¿Por qué tenía que sufrir? ¿Por qué su mala suerte?
A través del amplio ventanal del bar
podía distinguir la extensa explanada que rodeaba la cuidad universitaria. Ésta
siempre estaba recargada de gente, y entre ellos podían observarse diversos
grupos de artesanos que ofrecían sus productos, a veces en stands, y otras,
simplemente en lonas tendidas sobre el suelo.
A Alejandra el arte, especialmente la
pintura, siempre le había atraído. Cuando ella pasaba por allí rumbo a la
Universidad, solía mirar de reojo estas muestras de arte callejero. Pero nunca
se detenía: ella era una Palacios Carrera.
¿Por qué una “Palacios Carrera” no podía
detenerse a mirar a su antojo lo que quisiera? Ni la propia Alejandra hubiera
podido responder. Simplemente era una conducta imbécil, imbécil y dominante.
Robándole al aire un suspiro, pagó y se
encaminó hacia la Facultad de Bellas Artes.
Mientras se abría camino por el estrecho
senderito que delimitaban dos filas de puestos callejeros, iba cavilando su
mala suerte.
En eso el inconsciente se esfumó por un
minuto de su control autoritario, y eso bastó para que fije su atención en un
retrato de mujer hábilmente delineado a lápiz. Era un rostro hermoso, de mirada
casi mística, con los cabellos denunciando una fuerte brisa de frente, de
gestos relajados y juguetones. Lo que le llamó la atención no fue tanto el arte
puesto en el retrato cuanto el rostro en sí mismo. Se parecía a alguien, a
alguien familiar, alguien sepultado en las telarañas de sus recuerdos
olvidados. A punto de culminar con su minuto de autoexpresión, alguien la sacó
de su ensimismamiento.
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