miércoles, 1 de julio de 2015

Alejandra. La trepadora




I. La víctima.

Los rombos quizás fueron hurtados de un inmenso e infinito tablero de ajedrez, perfumado en alcanfor y lavandina. De tanto fijar la vista, la frontera entre lo blanco y lo negro se diluía adquiriendo una nerviosa movilidad aleatoria.
Estaba allí: a merced de las circunstancias.
Como siempre.
Pensar que... en algún momento se creyó libre y con capacidad para disponer de sí... Una vez... recuerdo lejano y efímero... tan consistente como un vaho o como la propia nada.
Por entonces, todo el mundo la culpaba. Era realmente la gran víctima, la gran atacada, la gran perdedora... pues esas mentes errantes de quienes la rodeaban le echaban la culpa de todo.
Ezequiel, su hijo menor, con apenas quince fragantes años, se complicaba cada vez más con la droga y la delincuencia. Si aún estaba vivo y libre (es decir, fuera de algún correccional) era gracias al dinero y a la influencia de su padre, el doctor Palacios.
Alfredo, aquel médico exitoso al que decidió ligar su futuro, resultó ser un mujeriego compulsivo. Le trataba despectivamente, restregándole en su cara la verdad de su pasado, la verdad de que sin el apellido “Palacios” ella era socialmente hablando, tan corriente como el agua de canilla. Lo aguantaba porque necesitaba de él, es decir, de ese pasaporte al círculo de amistades que Alejandra siempre soñó. Pero ahora el muy hijo de puta le pedía el divorcio... ¿Qué quedaría para ella?
Sí, todo el mundo la culpaba del desastre de su familia. Pero ella ¿qué error cometió? ¿Qué les hizo faltar? ¿Dónde estuvo su falla? En cambio tenía que sufrir doblemente el fracaso rotundo de su familia y el peso de la culpa que todos echaban sobre sus hombros.
Roxana había reincidido —por quinta vez— en el intento de suicidio. Sólo que en esa ocasión llegó más lejos. La vida de su hija, arribante a los dieciocho, estaba suspendida en el pórtico de la muerte por un misterioso hilo de vida cerebral.
¡Y, para colmo de males, esa monja inútil parada a su lado como una estaca! La conocía apenas. Era la rectora del colegio de su hija, quien varias veces la citó para culparla del comportamiento de la misma; como parte de todo ese mundo hostil, la culpaba. Por eso dejó de acudir a las citas escolares. Total, Alfredo era un as en las cuestiones de diplomacia. No le extrañaría nada que hubiese algo entre esa mujer de gris y su marido. Eso no le preocupaba mucho, la pobre tonta habría caído en las redes de su seducción mentirosa; le molestaba, en cambio, que la criticara, que la juzgara, que se metiese a opinar sobre su vida cuando de la vida no sabía nada. ¡Ah! Si pudiera cambiarle el lugar... Si pudiera darle su piel, sus hijos, su marido, su situación para que esa estúpida supiera de qué se trata la vida. ¡Claro! Teniéndolo todo seguro es muy fácil hablar. Hasta ella misma de no tener la carga de sus dos hijos y de su marido que la sometía al ridículo, podría dar consejos sobre el modo adecuado de  encarar la existencia.
De pronto se encontró con que su mente realizaba pensamientos veloces que ni ella misma podía comprender. Las ideas afluían como borbotones de aguas infiltradas. Se sorprendió al comprobar lo ajena que estaba su propia voluntad al proceso de razonamiento supuestamente suyo. No sólo no sabía lo que pensaba, sino que ni siquiera era capaz de frenar dicha carrera; hasta llegó a sospechar que estaba pensando en un idioma desconocido.
Este afluir de movimiento mental derivó en un estado extraño de conciencia. Por un momento confundió su sentido de la identidad. Sin poder relacionar nada, se escuchó nombrar por la monja. Y la escuchó diciendo algo, algo que retumbó en sus oídos, mas al parecer en los oídos de la conciencia.

II. El pintor detrás de la vidriera.

Sus labios carmín imprimían la huella de una bocanada en el borde blanco del cigarrillo. Fumaba demasiado, con avidez, con desesperación.
El bar, como todas las mañanas, se nutría de desayunadores universitarios que hacían tiempo para comenzar su rutina. El ambiente se llenaba de un muestrario de temas exóticos, entendibles dentro del gueto de cada facultad.
Alejandra estaba a solas con su taza de café por la mitad. Como casi siempre, sola. A veces se le asociaba alguna que otra colega de la facultad, pero su normal, en el sentido más amplio y menos figurado de la palabra, era la soledad.
Daba clase de historia del Arte en los claustros universitarios. No lo hacía bien ni con convicción, tampoco necesitaba el dinero, se trataba, simplemente —y como todo en su vida— de una cuestión de prestigio. Todas las esposas de los amigos de Alfredo eran algo, hacían algo, por “diversión”.
Hacía mucho que la diversión no tocaba a su puerta. En realidad, nada resultaba divertido. Sus hijos andaban mal, Alfredo estaba veleteando con su secretaria, y ésta, a diferencia de las anteriores, era realmente muy arpía. Como experta en estos asuntos, temía lo peor.
Cuando terminó la taza el reloj denunciaba las nueve y treinta de la mañana. Aún tenía media hora. Pero su vida no necesitó más de treinta segundos para desfilar, año por año, frente a ella dejándole el repugnante sabor del fracaso. Todos sus sueños estaban hechos triza en la ribera de su alma.
¡Y eso que había empezado tan bien! Había conseguido lo que muy pocas consiguen. Nació en una familia de clase media baja, de la que se desprendió cuando pudo pagarse una pensión en el centro, con una ambición que la llevó a desear un futuro mejor para ella.
Ese estudiante de medicina, hijo de un Palacios Carrera, era muy prometedor. Al muchacho le gustaba parrandearse, le gustaba jugar con cualquiera, le gustaba especialmente las chicas liberales que no tenían familia. No fue difícil seducirlo, lo difícil era enredarlo, llegar al matrimonio con él.
Y lo logró, embarazo mediante. Necesitó astutamente representar el rol de desvalida ante la Sra. de Palacios Carrera, una mujer de pulido comportamiento social, muy afín a la religión, que sintió profundos escrúpulos ante la posibilidad del aborto: su solución mágica fue obligar al hijo a “hacerse cargo” de su novia y del bebé.
De ese modo Alejandra llegó al altar, lo cual le significó un carnet de socio al círculo que siempre soñó pertenecer.
Disfrutó de vestidos diseñados por modistos extranjeros, zapatos importados, perfumes extravagantes, viajes por todos los rincones del mundo que se pusieran a la moda, chalet en extensos country, etc.
Pero como la vida “es muy puta” se la cobró despiadadamente.
¿Por qué le pasaba esto? Si Dios existía ¿por qué se estaba vengando así de su fortuna? ¿Por qué no lo podía tener todo? ¿Por qué tenía que sufrir? ¿Por qué su mala suerte?
A través del amplio ventanal del bar podía distinguir la extensa explanada que rodeaba la cuidad universitaria. Ésta siempre estaba recargada de gente, y entre ellos podían observarse diversos grupos de artesanos que ofrecían sus productos, a veces en stands, y otras, simplemente en lonas tendidas sobre el suelo.
A Alejandra el arte, especialmente la pintura, siempre le había atraído. Cuando ella pasaba por allí rumbo a la Universidad, solía mirar de reojo estas muestras de arte callejero. Pero nunca se detenía: ella era una Palacios Carrera.
¿Por qué una “Palacios Carrera” no podía detenerse a mirar a su antojo lo que quisiera? Ni la propia Alejandra hubiera podido responder. Simplemente era una conducta imbécil, imbécil y dominante.
Robándole al aire un suspiro, pagó y se encaminó hacia la Facultad de Bellas Artes.
Mientras se abría camino por el estrecho senderito que delimitaban dos filas de puestos callejeros, iba cavilando su mala suerte.

En eso el inconsciente se esfumó por un minuto de su control autoritario, y eso bastó para que fije su atención en un retrato de mujer hábilmente delineado a lápiz. Era un rostro hermoso, de mirada casi mística, con los cabellos denunciando una fuerte brisa de frente, de gestos relajados y juguetones. Lo que le llamó la atención no fue tanto el arte puesto en el retrato cuanto el rostro en sí mismo. Se parecía a alguien, a alguien familiar, alguien sepultado en las telarañas de sus recuerdos olvidados. A punto de culminar con su minuto de autoexpresión, alguien la sacó de su ensimismamiento.

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