domingo, 21 de junio de 2015

Faviana. La prostituta

FAVIANA.  La prostituta.

I. Aprieto.

Lo intentó, pero de algún modo esa monja boba lo sabía. Intentó esconderlo: se calzó un Jean azul, un pulóver rojo —el más sobrio que encontró— unas apáticas botas negras; se lavó la cara del maquillaje, montó unos anteojos oscuros y se ató el cabello. Caminaba intentando no contornearse, y hablaba sólo lo justo y necesario.
Demasiado esfuerzo para nada: la monja lo sabía. Después de todo, ¿a qué puta se le ocurre mandar su pequeña a un colegio de monjas?
¡A ella! ¡Sólo a ella! Pensó que podía pagarlo, pero en los últimos meses se le hizo cuesta arriba por esas manditas semanas que no pudo trabajar culpa de aquel degenerado. Ahora la monja la citaba, seguramente para exigirle el pago.
Sabía que la beca era posible, sabía incluso de planes de pago, pero también sabía que las madres de las otras niñas andaban comentando de su “trabajo dudoso”, del ambiente poco propicio en el que vive la pequeña Jenny, su hija, y de lo inconveniente que es para el resto tener una compañerita “así”.
Y eso influía en su contra tanto para la beca como para el plan de pago.
—Hermana... sólo le pido un plazo. Estuve enferma y por eso no pude trabajar. Inmediatamente pueda, se lo pago.
Anabel estaba en aprietos, no quería parecer dura, y sin embrago la decisión estaba tomada.
—Quizás sea lo mejor que para el año busques otra escuela para tu hija...
—¿Por qué?  Si yo se lo voy a pagar todo. ¿Por qué no le van a dar el asiento a mi hija?
—Porque —dudó—… porque vemos que con tu “trabajo” no puedes afrontar los gastos de esta escuela.
—¿Y sabe en lo que trabajo?
—Sí.
Lo sabía, claro que lo sabía. Es algo que no se puede ocultar.
—No dé tantas vueltas. El problema es ese, ¿verdad? No es cuestión de la plata, es por mi trabajo.
—Bueno... sí.
—¿Y por qué no me dice las cosas claramente? Yo tuve la ilusión de que podrían no darse cuenta. ¡Infeliz de mí! Después de todo debería saber demasiado bien que a una prostituta se la corre de todos los lugares que quieran ser “limpios”. ¡Córrame a mí! Pero no a mi Jenny. Quiero para ella algo mejor.
—¿Y tú crees que nosotros podemos hacer algo? Ella es niña, y vive como normal lo que recibe de su casa.
—¡Su casa soy yo! Y le doy lo que necesita: cariño. Yo trabajo en lo que trabajo porque necesito la plata. Pero a ella la protejo lo mejor que puedo.
—Bueno... pero... tu trabajo no es honrado.
¿Qué mierda sabía la monja de la vida? Sólo el que vive en una cajita de cristal puede darse el lujo de juzgar a los demás. Faviana deseó ver a esa mujer vestida de gris lidiando con Tigre, y con esa cadena infinita de hombres que van a depositar en su cuerpo soledades, ardores, impotencias, frustraciones, degeneraciones, perversiones.
“Ya quisiera que la pobre tuviese que vivir mi vida, ahí va a saber lo que es honesto o no”.
—No puedo hacer otra cosa —le susurró intentando no enardecerse.
—El que quiere, puede.
¿Qué mierda sabía la monja de la vida? En lo real ese dicho era absurdo. Si ella quería cambiar, vivir de otro modo... ¿Qué pasaría con Tigre? ¿La soltaría así no más? ¿Y de qué trabajaría? Era prostituta desde los diez años, su “trabajo” le había tallado el cuerpo y configurado la personalidad, no sólo no sabía hacer otra cosa, sino que no sabía “ser” otra cosa.
Pero para Jenny no quería el mismo destino. Ella la cuidaría muy bien de, cuando llegare el momento, alejarla de Tigre y darle una posibilidad diferente. Por eso hacía el enorme esfuerzo de mantenerla en ese colegio a pesar de toda la corriente en su contra, y el “esfuerzo” no sólo era monetario sino más bien de amor propio. Le resultaba humillante tener que rozarse, y por mucho que lo evitara debía hacerlo, con un círculo diverso al suyo, donde se sentía profundamente estigmatizada.
Había logrado inscribirla en el Jardín de Infantes del Colegio San Jorge a través de una vecina amiga de la portera. La vecina acudía al establecimiento las veces que fuera necesario. Así esperaba pasar inadvertida. Pero hubo una reunión obligatoria que Rosa, la vecina, no pudo asistir y tuvo que hacerlo ella. Trató de pasar inadvertida, mas los demás padres la vieron aparecer, y supieron lo que era.
“¿Acaso tengo un cartel?” Era un estigma difícilmente ocultable.
—Dígame, hermana Anabel, ¿qué daño hago yo al Colegio? Lo de las cuotas atrasadas es una desgracia pasajera, que a cualquiera le puede pasar.
—No es al colegio, es a tu hija. Tú la has anotado en una escuela católica, con eso se supone que quieres para ella una educación religiosa. Y tú misma no vives tu vida de acuerdo a esa fe.
—¡Porque no puedo! Ustedes creen que nosotras somos prostitutas porque nos encanta tener sexo con los hombres. Ustedes creen que lo disfrutamos. Es un trabajo, y punto. De eso vivo desde los diez años.
—¡Diez años!
—Para que vea. A los diez mi padrastro me inició. Desde entonces soy prostituta. Es mi vida. Me guste o no, es mi vida. ¿Lo entiende? Para Jenny no quiero lo mismo.
—Lo entiendo —sus ojos pestañeaban demostrando su perplejidad—… En realidad, no lo entiendo. Le soy sincera, no lo entiendo.
—¡Qué curioso! Yo sí la entiendo a usted. No sé si usted por sí misma me correría. Pero tiene que cuidar la reputación de este Colegio. Usted me quiere sacar del medio por el comentario de los ricachones padres de las compañeritas de Jenny. Ellos presionan porque quieren que sus adorables hijitas nacidas en una cuna de oro no se contaminen con la mugre que hay en la sociedad. Pues para que lo sepa, muchos de esos padres que aparecen en sus reuniones, que tragan las hostias en sus misas, son nuestros mejores clientes. Quizás tengan un trabajo honesto, pero se lo aseguro que más de uno de esos santulones se tiran varias canitas al aire con nosotras. ¡Y mejor que ni le cuente lo cerdos que son! Puritanos a la luz del sol, endiablados en la oscuridad.
“Pero como todo es cuestión de apariencias, yo llevo las de perder.
Anabel, entendiendo o no, suspiró.
—Yo te espero con el pago —dijo sin convencimiento—, pero la decisión última no la tomo yo. Si te soy sincera, te diría que es cuestión de apariencias y que tú llevas las de perder.
“Al menos es franca” pensó Faviana. Y luego de algunos segundos, preguntó:
—“¿No me da alguna esperanza?”
—La del milagro.
—Si creyera en los milagros, tendría la esperanza de cambiar de vida. Pero la vida me demostró que los milagros no existen...
La ventana de la rectoría estaba abierta, dejando al descubierto un sólido enrejado negro. En su congoja Faviana no lo notó sino hasta entonces, cuando una ráfaga de fragancias suaves la invadieron, a pesar del aire frío. Como por instinto, dirigió su mirada hacia la ventana, donde pendía hacia afuera, en el borde inferior, un blanco macetero, lánguido y depresivo, sobre el que aparecían, endebles y raquíticas, algunas matas ralas florando una especie de trébol negro, grande.
—¿Qué planta es esa? —preguntó la prostituta, sin saber por qué.
—Le llaman “pensamientos”.
—Se están muriendo.
—Según el jardinero, en los pensamientos está todo.
—¿Qué todo?
—La clave de nuestra vida. Pensamientos oscuros, vida oscura. Pensamientos vivos, vida “viva”.
—¡Ojalá! ¡Ojalá fuese así de fácil!
Por un instante Faviana desbloqueó el menguado dique dulce de los sueños... Su mente dibujó aquella niña delgada al límite que, mientras su cuerpo sucumbía al vaivén de esos señores grandes y apestosos, cerraba los ojos imaginándose extensas praderas —como en la tele—, hermosos vestidos vaporosos y blancos, muñecas peponas para jugar a la mamá, libros y cuadernos de olor virgen para estudiar.
El recuerdo la hizo sonreír. ¡Si realmente fuese cierto que en los pensamientos está todo!
Ni las praderas, ni los vestidos, ni las muñecas, ni los libros se hicieron nunca realidad. Por el contrario, en la medida que su mente crecía se daba cuenta de lo que significaba su “trabajo”. Entonces, dejó de soñar.
Ese lapso de corriente agradable la sumergió en un estado de conciencia indefinido; como si, contemplando aquello pensamientos mustios, se hubiese dormido sin dormir.
No supo, ni vio, al jardinero que hundía la pala en el interior del macetero.

II. Tigre: temido salvador.

Dolía, más de lo habitual.
—¡Animal! ¡Detente! —le gritó al cerdo de ciento cincuenta kilos que tenía encima.
Por toda respuesta, él comenzó a tirarle los cabellos mientras jadeaba como un perro.
—¡Detente te digo! —insistió.
Al no obtener respuesta alguna, le golpeó para desasirse.
Él la encaró con sus ojos inyectados de rabia primitiva. Sin ver cómo ni por dónde venía, ella sintió duros golpes en su rostro. Amortiguada por la impresión, de pronto se dio cuenta que estaba bañada en sangre.
—¡Ay! Loco de mierda. Déjame que yo no soy para sádicos.
—Eres una puta y con eso basta —le espetó con voz queda— ¡Puta de mierda! Eres mía.
El pánico le daba fuerza, pero aún cuando doblase lo normal, no se podía liberar de aquel gordo bruto y degenerado.
—¡Tigre! —gritó la mujer con todo lo que tenía de potencia.
—¡Cállate o te mato!
—¡Tigre! ¡Tigre! ¡Tigre! —aulló hasta que una manaza de mármol le aprisionó sus labios.
Se debilitaba, y en la lucha desigual, vio perfilarse el oscuro rostro de la muerte.
Una ráfaga de alivio brotó de su ser cuando sintió que le retiraban el pesado lastre de su cuerpo casi extinto. Confusamente, lidiando contra el desmayo, vio a través de los manchones rojos de su propia sangre a dos hombres intentando reducir al gordo. Ahí no más apareció un tercero, armado hasta los dientes.
—¡Chancho de mierda! A mis chicas no se les hace eso.
Y silbó un disparo que fue a dar en el hombro del degenerado.
Faviana, que siempre temía la presencia de Tigre, nunca sintió tanta alegría al verlo. Era robusto, tez blanca, nariz prominente, ojos claros, frente pequeña. Cabellos rizados castaños, largos hasta la cintura, atados por la nuca.
Era su dueño y señor. Y ahora más, pues le debía la vida. Y él se la cobraría, de un modo u otro.
—Llévenlo afuera y denle una lección! Lo que es de Tigre, Tigre lo cuida.
El tipo aullaba de dolor y de espanto. Clamando piedad como un imbécil, fue llevado a rastras hacia fuera. Faviana sabía lo que le esperaba, y por tanto podía darse por muy bien vengada.
Fuera de peligro, se incorporó para verse. La zona de su pelvis sangraba con fluidez, lo mismo que los brazos y la nariz.
—Ese hijo de puta tenía una navaja —comentó Tigre al verla—. Le van a quedar pocas ganas de usarla.
La mujer se sintió desfallecer y comenzó a gemir.
—No te preocupes, ya te traigo al médico.
Tomó su celular y marcó un número. Habló algo y luego acudió hacia la cabecera de la cama donde yacía la cada vez más pálida prostituta.
—Ya viene. Me debes la vida, putita. Sin mí estarías muerta. Escúchame bien, putita, me perteneces para siempre. Que no se te olvide.
Se sentó cerca de la cabellera de la mujer. Sacó de sus bolsillos un pañuelo a pintas, y más como un gesto simbólico que efectivo, se lo aplicó a la sangrante nariz de la herida.
Faviana sentía que su existencia se escurría del cuerpo en un fluido continuo de sangre. Sin oír los vocablos de Tigre, comprendía perfectamente la situación: si sobrevivía era gracias a él, y por lo tanto, mientras respirara en este mundo, debía  sometérsele.
A cualquier alma normal se le habría partido el corazón ante la vista de aquel cuerpo raquítico, retorcido de dolor, desnudo y transparente, forrado de coágulos renegridos de sangre gruesa. Mas a Tigre, normal o anormal, la situación endulzaba de placentera adrenalina su agrandado ego. Se regodeaba internamente de aquel inhumano paisaje, pues le daba a él la posibilidad de sentirse superior, de sentirse necesario, de sentirse dios.
No siempre ocurrían cosas así, porque su patota filtraba mucho la clientela de su séquito de putas. Y ahora, ellas seguramente sabrían lo de Faviana, y le tendrían una veneración superior, por lo que podría exigirles más plata a cambio de su “protección”. En medio de la bajeza humana más ignominiosa, él reinaba.
—¡Ja! ¡Ja! Tigre es tu salvador ¡Ja! ¡Ja! Tu vida es de Tigre.
Pero esa vida no habría sido ni de Tigre ni de ella misma si no fuera por la pronta llegada del médico.
—Hola Tigre —saludó al entrar— ¿Qué ha pasado con la puta?
—Lo que ves, un sádico.
Él la comenzó rápidamente a revisar en la misma medida que intentaba frenar las hemorragias.
—Los cortes en los brazos están hechos con una navaja. Abajo... ¡Uy! por un tiempo no podrá trabajar. Perdió mucha sangre, sería bueno una transfusión.
—Es imposible si hay que llevarla a algún hospital.
—Vivirá, pero le costará recuperarse. A la sangre, se la puedo administrar en su casa.
—Que sea así.
—Está inconsciente. Voy a empezar a suturarle los cortes.

Y comenzó su desagradable labor. Consumió largo tiempo en hacerlo. Luego, Tigre tomó su cuerpo frágil como si se tratase del de un bebé, salió del cuarto y se deslizó con precaución por el estrecho corredor. A él confluían una decena de pequeños cuartos, habilitados para el negocio del placer.

1 comentario:

  1. Este capítulo resulta interesante compararlo con "Ni siquiera puede ser buena", pues es la misma escena relatada desde dos puntos de vista diferentes.

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