Si alguna persona pudiese condensar en sí todas las tendencias psíquicas y afectivas que resultan un poderoso imán para relaciones tóxicas, esa sin dudas era Roxana. Una mujer hermosa como una diosa griega, sólo que ella no lo sabía; inteligente en todo, menos para descifrar los enigmáticos vericuetos del lenguaje humano cuando brota al calor de las hormonas (el sí, puede ser no; el no, tal vez; el tal vez, quizás nunca…); empática y sensible, ideal para buscar a “pobres y desvalidos existenciales” y hacerle de contención, al estilo “mamita”; fiel, al punto de no romper ninguna relación, aunque sólo le brinde dolor y angustia…
Y ahora allí estaba, sola en el café frente a la Plaza San Martín,
mirando sin ver a través de los cristales del amplio ventanal, el anodino
espectáculo de una muerta tarde de invierno imposible de frío. “Hasta el más
idiota consigue alguien que lo quiera, alguien a quién querer”, sentenció en su
mente.
Unos minutos atrás estuvo sentado frente a ella Benito, un cincuentón con
rebuscadas historias de amor en cortocircuito, tres hijos de madres diferentes,
uno más del que esperaba el resultado del ADN para saber si efectivamente lo
era o se lo estarían adjudicando…En síntesis, un complejo vínculo de casi año y
medio, más complicado que una falla de sistema informático...
La había citado para decirle que
no era justo con ella, que no podía darle más de lo que le daba, por su crítica
situación familiar, y que no podía pedirle que lo esperara hasta que él tuviera
las cosas en orden y poder pasar al otro nivel, tal como la relación lo
demandaba… y ella merecía.
Y, como siempre, Roxana le había asegurado que lo esperaría, que le
amaría de cualquier modo.
Como él seguía insistiendo en “no te puedo pedir eso, sería injusto contigo”
... se dio cuenta - ¡por fin, Roxana! - que Benito estaba cortando el vínculo,
de un modo amable…
—Me parece bien —le dijo al cabo de la conversación—. Terminemos acá.
Benito quiso acompañarla a su domicilio, pero ella insistió en quedarse
en el bar, argumentando que haría tiempo para luego ir a otro compromiso.
No lloró. Las lágrimas son húmedas, y ella sentía que su interior era un
desierto exasperante de seco y mustio. De llorar, hubiera llorado arena en
lugar de lágrimas.
No estaba triste, no estaba angustiada, no estaba dolida, estaba
literalmente desintegrada.
—Es que eres muy ingenua —le había explicado su amiga la vez que le
relató el cierre de la relación anterior—. No tienes que creer en lo que dicen.
Y no tienes que demostrar tanto cariño, porque cuando los hombres sienten que
están seguros, te manipulan para tenerte en la condición que ellos quieren.
¿Por qué el lenguaje humano se torna tan versátil cuando se trata del
juego del apareamiento humano? ¿Por qué tener que calcular los gestos y palabras
como modo de control? Se trata de amor, no de una guerra táctica.
—Nunca llegaré a entender ese juego —se dijo.
De algo estaba segura. Se había acabado para ella. No lo volvería a
intentar: nunca más dar el corazón a nadie, pues nadie sabía cuidárselo. Es
más, ni siquiera lo veían. No lo valoraban, y el resultado era estar
profundamente aherrojada a la soledad.
Terminó el café y, como un alma en pena, vagabundeó por aquí y allí hasta
llegar a su extenso garaje, reducto habitacional que le había quedado cercenado
de su casa paterna después de una disputada herencia, donde tenía el taller en
el que realizaba sus obras de arte. También había dispuesto todo lo necesario
para poder habitarlo, como una variante personalizada de un monoambiente.
Con las aberturas metálicas cerradas (dos en realidad, una daba a la
calle y la otra, exactamente del lado opuesto, a un pequeño patio interno,
también de su dominio) la habitación era realmente lóbrega.
Pero cuando el genio artístico de Roxana brillaba, en sus buenos tiempos
donde los amores comenzaban con brotes románticos e idílicos, el garaje se
envolvía de una magnífica aura celestial: la luz entraba por ambos ventanales y
la música silbaba por los aires, compitiendo con el sonido de los instrumentos que
manipulaba para realizar sus esculturas.
Éste era su refugio vital, el lugar donde se sentía verdaderamente libre.
Se tendió en el sofá que hacía las veces de cama, con la mirada perdida
en el altísimo techo.
Con la vena muerta de sus afectos, ¿qué le quedaba para vivir? Deseó
desaparecer de la tierra de los vivientes, sin pena ni gloria, tal como era su
vida. Artista plástica de gran talento, pero del tipo al que todavía las impías
leyes del mercado no descubrían en sus productos rédito económico que valiera
la pena, reducida por tanto a ser docente de arte en escuelas secundarias. Sin
pena ni gloria...
Seguía sin llorar. Sólo sentía que su corazón estaba literalmente desensamblado
dentro de ella, y fuera de llevar dentro de sí esa sensación, su alma no
esbozaba ningún otro pensamiento, ningún otro sentimiento. No había nada más
que dolor.
Las otras veces salía a flote
gracias a la esperanza, pues es realmente lo último que se pierde; la esperanza
en que él (el “él” de turno) recapacite, que la llame, que vuelve a ella
pidiéndole perdón. Y la esperanza alargaba el tiempo que luego desembocaba en una
triste resignación.
Pero esta vez no había ni esperanza. Es decir, se había agotado hasta ese
último recurso. ¡Si existiera una goma para borrarla así de simple de la faz de
la tierra!
Gestando en su pecho semejante pesar, de pronto se incorporó para
acomodarse en el ángulo de la habitación destinado a su labor artístico, frente
a un grueso tronco de madera de aproximadamente metro y medio de alto y medio
de diámetro, para comenzar a tallarlo.
Sintió que el celular sonó alguna que otra vez. ¿Esperanza que sea él? Ya
no. Siguió con su cometido sin saber qué forma resultaría de aquellos cortes
que imprimía en la muerta madera.
Era el período de receso invernal, por lo que no tenía obligaciones
laborales en esa quincena. Tampoco estaba demandada por familiares o amigos,
pues a causa de las innumerables críticas que le llovían sobre sus elecciones
amorosas, había quedado realmente sola.
Pasaron unos días en lo que lo único que hizo fue tallar. Comía apenas,
hasta terminar con las raciones que tenía acopio en su vivienda.
No volvió a salir de ella.
No se presentó a trabajar el lunes que debía hacerlo. Cuando tampoco lo
hizo el martes intentaron, desde la escuela donde daba sus clases, comunicarse
con ella. Cuando el jueves se dieron cuenta que no había respondido ni una sola
vez a todos los intentos de comunicación (por teléfono, por WhatsApp, por mail)
activaron el protocolo para despedirla por “abandono de tarea”.
—Esta chica siempre con historias… —habría dicho la directora—. Se vive
despistando del mundo que vive. La otra vez también se ausentó de la mesa de
examen, y cuando la cité a dirección para preguntarle por su falta me dijo que
“no se había acordado”. Ni sabe en qué mundo vive.
—Si, pero nunca pasó tanto tiempo sin que no tuviéramos noticias de ella
—observó la preceptora de segundo año —. ¿Y si le pasó algo?
—¡Nos hubiéramos enterado!
En la semana siguiente un escribano, enviado por la dirección del establecimiento,
con la carta documento donde se le avisaba a Roxana del despido, se apersonó al
domicilio de la hermana de ésta, que era el que Roxana había declarado como
propio…
La hermana, una cuarentona mujer con cara de pocos amigos, recibió el
documento de mala gana, y frente a inútiles intentos de comunicarse
telefónicamente con la profesora en cuestión, cuando ya habían pasado como cuatro
semanas de la voluntaria reclusión de Roxana, hizo la gestión necesaria en la
policía para forzar la entrada al taller.
Los vecinos tampoco sabían nada. No la habían visto llegar. No la habían
visto salir.
La pobre Roxana, devenido en un mísero ente fantasmal.
Una vez listo el permiso del caso, forzaron la entrada, y allí la
encontraron desfallecida, abrazando una soberbia escultura de madera.
Los paramédicos descubrieron que en sus venas corría aún un átomo de
vida.
En el incierto umbral de la inconsciencia, rayando ese intangible límite
donde el espacio y el tiempo se desgaja de la existencia de una persona (sin
saber a ciencia cierta qué queda de ella luego de este desmembramiento), Roxana
percibió un oleaje de bendita calidez, un reconfortante ardor que ningún beso
le dio y ningún brazo le provocó. Allí se dio cuenta, con esa incierta
conciencia del desmayo, que jamás fue realmente amada. Ninguno de los hombres
que rodearon su cuerpo la habían amado con la carne del corazón, donde brota la
verdad del amor. En ese umbral de ingreso al “más allá” supo que alguien la
estaba abrazando vivamente. De haber podido, habría sonreído.
Pareció que una vida inútil se apagaba de la faz de esta tierra, sin embargo,
la mente de Roxana se llevó a la eternidad el pensamiento que por fin todo
había adquirido sentido. No era un fantasma.
Ese hálito reconfortante no fue suficiente para devolverla a la tierra de
los vivos, pero al menos por un instante, su alma se escurrió de este mundo
llevándose una gotita de amor.
Gustavo encendió su cigarrillo. Sentado en uno de los macetones que
adornan el centro de la peatonal, esperaba al próximo cliente. Era un pintor
callejero, y el cartel hecho de puño y letra que tenía sobre el lado opuesto de
su caballete anunciaba que allí se hacía, al instante, un retrato a lápiz.
Tenía desperdigadas una cierta cantidad de láminas sobre el suelo alrededor de
él.
Unos turistas sintieron curiosidad por la propuesta. No había sido una
jornada tacaña, todo lo contrario, al caer el sol contó el dinero acumulado en
su riñonera.
—Nada mal —se dijo.
Pero en realidad sí estaba mal. Andaba mal. Debía tres meses el alquiler
del cuartito de su pensión, las facturas a pagar se multiplicaban, como si se
aparearan entre sí, sobre su mesa de luz. Hacía como medio año, desde un
divorcio que le resultó desventajoso, que no podía levantar cabeza. No tenía
buena inspiración, no conseguía organizarse personalmente como para trabajar en
algo que le diera estabilidad.
Estaba, y con gran esfuerzo
anímico, realizando lo mínimo, y aún eso no bastaba para sobrevivir.
Cuando se encontró en su cuarto, imposible de mugre y desorden, se puso a
navegar a través de su celular por el inmaterial océano de internet, con la
esperanza de encontrar un “algo”, una tabla de salvación, una oferta laboral, o
un lugar donde poder colocar sus numerosos dibujos.
En eso la vio. Pasó una y mil veces por otras páginas, pero siempre
volvía allí para verla. Sintió ese grito desesperado y extremo que emanaba de
esa imagen. Y supo que sólo él podía responder… sólo él.
“Grito de amor y muerte. Autora: Roxana Paredes”. Así rezaba la tarjeta
sobre la base de una soberbia escultura de metro y medio de alto, que
representaba unas manos abiertas saliendo de la parte inferior del tronco. Las palmas
hacia arriba, tendidas de lado, sostenían un corazón gigante, en cuyo frente
aparecía un hermoso y sufrido rostro femenino. Una daga asesina cruzaba del
lado izquierdo superior al derecho inferior la totalidad del corazón.
El título de la obra le hacía honor en todo: era efectivamente un grito
visual de dolor al desamor. Sin duda el alma de la infeliz Roxana había quedado
prendado entre las células de la madera cálida.
Cuando la hermana de la difunta vio semejante obra de arte, supo que esa
era la consumación del espíritu artístico de ésta. A la mañana siguiente de las
exequias de Roxana buscó una sala de arte para ofrecerla al público. Le dieron
cierto valor.
Luego de verla (y oírla, de algún modo) Gustavo no pudo menos que
obsesionarse con la escultura. Ese dolor, ese rostro, ese grito, ese corazón…
reclamaba su abrazo. Por fin algo lograba catalizar su anémica fuerza vital,
por fin algo bueno podía hacer.
El precio era para él inalcanzable, sobre todo considerando las enormes
deudas contraídas. No obstante, esa obra tenía que ser de él, sólo de él,
porque nadie más que él entendía la magnitud del grito, el hondo lamento del
desamor, y el acuciante deseo de ser amado. Nadie más que él.
Juntó lo que pudo de sus pertenencias: los pinceles, el caballete, los
colores… el anillo de esa boda que lo dejó en bancarrota… Lo vendió todo, y sin
pensar en lo insensato de la decisión, cuando reunió lo solicitado, la compró
en línea y la recibió en el domicilio de su pensión.
Cuando la tuvo en su cuarto, en medio de la penumbra, besó firmemente los
leñosos labios del rostro tallado, y con toda ternura abrazó y acarició el
corazón, como si se tratara de un tibio cuerpo de mujer.
Había dado todo de sí para acunar esa alma doliente. Todas las fibras de
su espíritu sensible reclamaban ahogar con sus besos el silencioso grito de ese
corazón partido.
Gustavo se recluyó también en su cuarto, pero -a diferencia de Roxana-
antes que la muerte lo encontró el dueño de la pensión con una orden de
desalojo.
La policía hizo lo que pudo para separar al hombre de ese singular trozo
de madera barnizada, pero frente a la desesperación del sujeto, decidieron
trasladar a ambos (hombre y madera) a una clínica psiquiátrica.
El pintor pudo allí, al fin, ser feliz pues le atendían y le daban de
comer, y por lo demás lo dejaban estar abrazando, besando y hablando a sus
anchas con esa singular obra de arte.
La hermana muerte tardó unos años en encontrar a Gustavo, pero a la larga
lo encontró y lo llevó al mismo lugar de Roxana, donde quiera que fuera. Allí
están ahora los dos, finalmente fusionados más allá del tiempo y del espacio.
Roberta, la exesposa de Gustavo se apropió de la escultura y la vendió
ganando en ello un dinero nada despreciable. No obstante, al cabo de algunos
meses sus asuntos familiares y económicos comenzaron a deteriorarse. La mujer
entró en un cuadro depresivo, y así como es de paradójica (por no decir “puta”)
la vida, terminó sus años en el mismo nosocomio que Gustavo.
Laura, una joven paisajista, vio la escultura “Grito de amor y muerte” ofertada
en una página web de compraventa, y entendió el particular lenguaje visual de ese
corazón atravesado por la daga.
Quedó prendada de su magnetismo, y realizó todos los pasos necesarios
para adquirirla.
Como si también sintiera no sólo el grito de Roxana sino también el de
Gustavo, no se contentó con edificar para la escultura una vistosa gruta en el
jardín de entrada de su casa, sino que quiso interiorizarse de la historia de
la obra.
Al cabo de algunos meses de investigación, dio con la historia de la
infortunada pareja. Le pareció un cántico existencial a un dramático amor lleno
de locura y pasión, en el sentido literal de ambos términos.
—Eso no es amor, son unos desquiciados —comentó su marido cuando ella le
relató el fruto de su exploración.
—Tal vez sea enfermo, pero, así como nos parece heroico que un discapacitado
se destaque, pese a su discapacidad, en algún deporte, porque es una historia
de superación, donde la discapacidad no tiene la última palabra, así estas
personas con la psiquis lastimada, discapacitados invisibles que gravitan sin
que los notemos alrededor nuestro, produjeron una gota de amor. Amaron como
pudieron, en medio de su enfermedad. Son héroes también y merecen nuestro
reconocimiento.
“Grito de amor y muerte”, con la historia contada en cada detalle de la
escultura se hizo viral.
Y el jardín de Laura tornó en una especie de santuario, donde las almas
congeladas en el desamor confluían a pedir consuelo, donde las parejas acudían
a sellar sus votos de amor, donde los solos y solas iban a pedir auxilio a su
dolor.