Adoro
los suelos firmes y las montañas perfectamente enraizadas donde deben estar… no
obstante la vida -por una testaruda búsqueda de lo trascendente, del sentido de
la existencia, de la construcción de un mundo más acogedor de lo humano- me ha convertido en un navegante de realidades inciertas, con un rumbo delineado por
trazos gracias a la intuición profunda.
Mi
intuición me ha llevado a apostar la vida entera a Dios y al amor (que según mi
percepción ambos términos expresan lo mismo), y en la conformidad a la religión
hubiera encontrado mi suelo firme si yo
no hubiera advertido su lado insuficiente. O tal vez inconsistente.
¿Contradictorio?... Es ese lado donde sus estructuras se sacralizan por encima
de la sacralidad de lo humano y de lo humanizante, en donde la Institución se
coloca como fin en sí misma replegando su servicio humilde a la humanidad.
Desear
con el alma andar por este sendero sostenido y seguro para luego ceder a la
evidencia de sus abismos, sus oscuridades y (lo que es peor), la
intrascendencia de sus metas, lastima el alma produciendo un dolor moral
difícil de describir.
Y como
respuesta a ese dolor se abrieron ante
mí tres alternativas diversas: o encogía los hombros y continuaba caminando
como si tal, minimizando las inconsistencias, o cedía a la increencia (posición
perfectamente justificada desde mi razón), o continuaba mi búsqueda, navegando
en los intempestivos mares de las realidades humanas, tan comunes y cotidianas,
que parecen impermeables a la experiencia trascendente.
¿Qué
puede hablarme de Dios (¡de Dios! sin reducir la vivencia al campo moral) el
alocado ritmo de obligaciones laborales y familiares, la lucha por conseguir y
mantener un puesto de trabajo, los desafíos para vivir la sexualidad de modo
satisfactorio, las incesantes demandas económicas y culturales para hacerse
sentir presente en medio de la sociedad, el esfuerzo por educar los hijos,
hacer vida en común con la pareja, el continuo fluir de problemas que
trastornan nuestros vivires diarios…? Tiene más sentido la pretensión de
escuchar a Dios en el silencio de la oración, de las prácticas devotas, de
acciones solidarias puntuales, en la pertenencia a comunidades religiosas que
nos ayuden a ordenar e interpretar la vida… Y sin embargo, sin menoscabar el valor que tales prácticas tienen, me resultaron contraproducente si no me ayudaron a ligarme a lo primero:
a mi propia realidad existencial.
Sí, el
devenir humano habla de Dios, y nada mejor que él lo hace. Ya no son tiempos
–lo creo sinceramente- en que la “fuga mundis” sea condición necesaria a la
mística; al contrario, y más aún si ésta quiere ofrecer sus servicios a la
comunidad humana, debe necesariamente anclarse en la vida que vivimos todos,
pues sólo así se hace significativa.
“Mística”
es un término que saco del arpón de los recuerdos dotándolo de un sentido
renovado que conviene precisar para evitar ciertos prejuicios. La palabra en sí
significa “misterio” y hace alusión a la experiencia de Dios, es decir, al
encuentro de las personas con el Misterio de Dios. Y es aquí donde pueden
surgir los reparos del término: yo no me refiero en modo alguno a experiencias
fuera de lo “normal” (visiones, apariciones, “milagros”, etc.), y muchos menos
privativas de algunas pocas almas privilegiadas. Y fundamentalmente, esta mística
de la que hablo está toda ella enraizada en la realidad, y produce como fruto
la sanación de nuestras zonas enfermas y alienadas, y de tal forma es así que
sólo en este efecto considero que la experiencia, que de suyo es interior,
personal, subjetiva, de alto impacto psicológico, es realmente encuentro con la
trascendencia y no una simple sugestión fabricada por la propia imaginación
(que es el riesgo que se corre.
Los
mares sobre los que navego se tornan muy sutiles cuando se trata de alcanzar el
trazo Divino que reside en mi interior diferenciándolo de las sugestiones, de
los recuerdos concientes e inconcientes, de las trabas psicológicas, de los
tabúes personales, de mis propios esquemas mentales, todo lo cual se pone en
juego cuando el encuentro místico sucede. Los esquemas mentales son
permanentemente removidos y es por ese motivo principal por lo que creo en la
existencia de un Dios como realidad en sí misma, aunque no lo veo con mis ojos
físicos.
Siendo
la percepción psicológica algo totalmente subjetivo ¿cómo sé que lo que yo
llamo “encuentro con Dios” no es una divagación de mi mente delirante? Porque
si así lo fuera, el delirio reforzaría mis esquemas de pensamiento, mis
conceptos, mis propios idearios, mis representaciones entre concientes e
inconcientes… Pues precisamente el delirio surge de allí, de mí misma en
definitiva. Pero si la experiencia te obliga de algún modo a superarte, te abre
los horizontes mentales, agrega claridad a tus propios pensamientos, haciéndote
desterrar concepciones que resultan obsoletas… es decir, si hay movimiento
hacia un conocimiento progresivo, es porque hay alteridad en la experiencia, es
porque algo de fuera te está conduciendo hacia el progreso, hacia el
crecimiento… hacia la libertad en un sentido tan pleno que es difícil de
describirlo.
Navegar
por los mares, sin parámetros y con escasos puntos de referencia, hace
imprescindible poseer una buena brújula para señalar el rumbo. Mi brújula es
precisamente el discernimiento en la vida concreta. De más está aclarar que
muchas veces fui víctima de sugestiones, que me orienté hacia rumbos errados,
que equivoqué el norte. ¿Cómo diferencio lo auténtico de lo falso? Por el
efecto estable (no siempre el inmediato) advertido en dos planos: en el
interior (lo auténtico, aunque no siempre nos da la respuesta que queríamos,
produce una llamativa sensación de liberación, esperanza, fuerzas, entusiasmo,
alegría; en cambio, lo falso produce malestar, desaliento, pesimismo o una
euforia histérica); y en el exterior, donde los acontecimientos adquieren más
coherencia y sentido, se nota la mejora en todos los planos de la existencia,
encontramos modos de abrirnos caminos y de enfrentar nuestros problemas.
Es un proceso sanador integral… por eso nada
más lejos de un místico auténtico, la imagen de una persona alienada de la
realidad, que vive en “otro mundo”, de cuya “sabiduría” no nos podemos
beneficiar porque no entendemos lo que nos dice, o no nos resultan
representativas sus expresiones. El místico es alguien de carne y hueso que
vive la vida de todo el mundo, y
navegando en la vida de todo el mundo
alcanza sabiduría para vivir mejor.
Con
esto no quiero decir desde ningún punto de vista que la religión no juegue aquí
ningún papel relevante: hay quienes se sienten
verdaderamente contenidas e incentivadas a la espiritualidad de un modo
auténtico y liberador.
Quizás
para esas personas sea de difícil comprensión la vivencia de quienes resultaron
lastimados por las incoherencias “religiosas”, y lleguen a juzgar con facilidad
su moral sacando conclusiones que marcan aún más las heridas.
Para ir
finalizando quisiera expresar lo que según mi parecer necesitamos hoy encontrar
en la formación religiosa (y ahora sí me voy a referir a la Iglesia en concreto): un espacio curativo de las
deshumanizaciones culturales a las que estamos expuestos, una propuesta a la
búsqueda de respuestas existenciales significativas, habilidades de
discernimiento para aprender a ver lo bueno y lo valioso en su contexto y saber
definirse por ello, actitudes inclusivas, comprensivas y solidarias con todas
las realidades humanas. Y actitudes, no sólo discursos, porque los discursos
son maravillosos, impecables: el desafío es más profundo (y menos lineal, por
ende), es discernir las estructuras, los modos, la presentación social, las acciones y –fundamentalmente- la
transparencia de los agentes, para acercar la realidad al discurso.
Lo
viejo, lo caduco, lo que ya no sirve, estorba.
La sed
de espiritualidad de estos tiempos es tremendamente honda. Y navegar es
difícil, sobre todo en soledad; yo lo soy, sin más remedio, pero desearía que
muchos pudieran sentir en sí mismos la libertad y plenitud de la verdadera
experiencia de Dios sin sufrir tantos desconsuelos ni afrontar los innumerables
riesgos de desviar el rumbo.
Notas:
1- En la Novela “La Isla Blanca”
describo de un modo metafórico mi proceso personal de desencanto con el mundo religioso y la
necesidad de romper sus esquemas (que desde luego los tenía absolutamente
internalizados) para acceder a la experiencia
de lo Trascendente. De igual modo en el desdoblamiento de personajes
(Mabel-Andrea) se refleja mi duelo interior por la espontaneidad y legitimidad
de la experiencia (Andrea), y el implacable juicio de mi razón que la pone a
prueba, la analiza con desconfianza, fluctúa entre darle espacio o no, para
finalmente incorporarla armónicamente en lo global de mi persona.
3- Por último quisiera expresar mi
profundo dolor de observar todo el bien que la Iglesia pierde de hacer a las
personas ligadas a sus empresas (destinadas a la caridad, a la educación en
todos sus niveles, a la salud, a la promoción social) por su excesiva
institucionalización y la falta de significatividad en sus propuestas
pastorales. Desde luego que reconozco todo el esfuerzo humano puesto en ello,
todo el capital invertido, y las buenas intenciones de sus agentes; valoro,
incluso, los resultados de tales empresas: se cubren necesidades, se educa
numerosos niños y jóvenes en exquisita calidad, ser asisten enfermos sin
recursos… y la lista sería interminable. Pero (quiero enfatizar este vocablo)…
pero… es mucho más lo que podría hacerse… sobre todo si se pretende cubrir las
necesidades espirituales del ser humano, que las tiene, y muchas. Para mí lo
que impide que ese servicio llegue hasta las raíces del ser humano es que la
Iglesia confía demasiado en la eficacia de sus empresas como tales, y de algún
modo las sacraliza, las convierte en un fin en sí misma y supone que si perdura
en el tiempo, y es eficiente en su función social, cumple con su misión
trascendente. Y en realidad lo único
imprescindible para la evangelización es el agente mismo, su cualidad personal,
su propio liderazgo espiritual. Sólo puede transmitir la Buena Noticia si la
vive y si se comunica realmente con las personas que pretende servir. Es decir,
más importante que la empresa, es la persona, las personas, la comunidad… No
basta con que sean buenos profesionales, deben ser buenos líderes (y con ello
no me refiero a ninguna capacidad especial, basta con la convicción personal y
el amor concreto) y, desde luego, con una forma de actuar coherente con el
mensaje profesado. Me duele (y aunque es una expresión ya redundante la vuelvo
repetir) constatar actitudes y decisiones de los agentes a cargo de las
diversas empresas eclesiales contrarias al evangelio, aún más, contrarias a las
propias enseñanzas de la iglesia en su doctrina social, como si el sólo hecho
de ser “para la Iglesia” justificara (o al menos relativizara) las injusticias
cometidas. Injusticias hay en todos lados, sólo que dados del lado de la
Iglesia con su función de trasmitir las enseñanzas de Jesús –que llama felices
a los que tiene hambre y sed de justicia- este hecho la hace pactar con el
enemigo, la hace principio de su propia destrucción… este escándalo lo debería
cuidar mucho más de lo que lo hace…
Deseo que en un futuro no muy lejano lo más visible de la Iglesia no
sean sus estructuras sino la fraternidad de sus miembros. Entonces no será
necesario enseñar tanto sobre lo que es la Iglesia. Ella, en silencio,
simplemente estaría allí, donde dos o más se reúnan en el nombre de Jesús.
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