domingo, 11 de octubre de 2015

Constanza VI. La amante

I.                   La doncella y el dragón




Alfredo apenas se dejaba ver. Sin embargo no dejaba de proveerla del cuidado médico necesario.
Saturada de fastidio, malestar, soledad y pánico, Constanza se hacía una paciente literalmente insoportable, y a tal punto que Hortensia ni siquiera consideró la posibilidad de continuar con el empleo cuando el doctor Palacios le propuso duplicarle el sueldo.
Su antigua secretaria pasó la primera quimio con el cuerpo rayando la puerta de la muerte. Le costó enormemente recuperarse.
El cáncer carcomía las células vitales de su biología, y la soledad roía las fibras íntimas de su alma taciturna. Acostumbrada a reacciones violentas y agresivas con las cuales canalizaba su interna angustia existencial, la enfermera  que batió por entonces el récord de duración, llegó a cuatro días.
No sólo se mantenía a tres pasos de la muerte sino también del desquiciamiento.
Alfredo, cuyo espíritu vital abrevaba en su natural las aguas del egoísmo, sorteaba a duras penas su deseo de abandonarla en esas condiciones. Algo de conciencia humana tenía, mas toda su contextura psíquica, endeble como un junco a merced del huracán, le impedía poder contenerla afectivamente.
__Coty __le explicó en uno de sus ralas visitas, cuando ella aún se encontraba en la clínica reponiéndose de la segunda sesión de quimioterapia__, si no colaboras, es imposible que te ayudemos.
__Si es eso lo que quieres, déjame no más.
Si lo dijo sin gritar, casi balbuciendo, no se debió justamente a la ausencia de ira (en Constanza la ira nunca estaba ausente), sino por la debilidad de su respirar.
__La verdad es que vas a terminar por conseguirlo.
__¿No ves que estoy enferma?
__¿No ves que estoy harto? Harto de buscarte enfermeras, harto de tu agresividad, harto de tus reclamos. Ya ni siquiera consigo quién te cuide.
__Es que... no soporto lo que me pasa... me estoy muriendo y tú no entiendes, porque no te pasa.
__¡Es que no colaboras! No tengo más remedio que dejarte internada hasta que consiga enfermera.
__Eres cruel, Alfredo. Te aprovechas de mí porque estoy débil.
__Constanza: yo no tengo la culpa de tu enfermedad.
__¿Por qué Muñoz no me cura?
__Porque tu enfermedad no tiene cura. Agradece que hoy estas viva.
Compelida por las circunstancias, Constanza prometió no importunar tanto a las enfermeras.
El cuarto de la clínica lo compartía con dos enfermas más. Ambas estaban acompañadas por alguien, y en los horarios de visita, Constanza observaba a través de sus húmedos ojos cómo se sucedían las personas que acudían al encuentro de las otras convalecientes.
Inesperadamente vio un rostro conocido. Como una niña perdida, rompió en involuntario llanto, pues, en su desesperación, ansiaba tanto esa compañía como al aire que respiraba. Mas no sabía cómo pedirla. Siempre ordenó, nunca pidió favores: ahora se daba cuenta que no estaba en condiciones de obligar a nadie... pero... no sabía otros modales.
Por su lado, el rostro familiar también la reconoció. Traía un ramo de flores para la paciente de su lado izquierdo, en quién depositó un suave beso saludándola con cariño. A ella sólo le dirigió una formal mirada de saludo lejano.
__Alguien que me escuche, por favor __intentó decir, pero a juzgar por el nulo efecto en nadie, no lo dijo.
Por primera vez se deseó la muerte. Decidió el fin de su agonía.
Entre las otras personas y ella había una profunda mediatez, al parecer, insuperable. Esa mediatez no sólo se manifestaba ahora, sino siempre en realidad: el mundo circundante y ella no giraban en el mismo plano de realidad.
__Alguien que me ayude.
Creía haber dicho. Mas lo mismo que antes, no hubo reacción. ¿Es que ella era un fantasma, un ser invisible, una nada con la suficiente conciencia de sí como para sufrir y sólo sufrir su suerte? ¿O era un cuerpo condenado a la incomunicación? Es que nunca pensó necesitar tan radicalmente a ese “alguien” significativo como entonces.
Su mirada suplicante, salada en lágrimas, seguía el perfil del rostro reconocido, que estaba decididamente absorto en el cuidado de su vecina y ni reparaba en ella. Es que no se lo merecía.
“Cada cual tiene la vida que construyó”.
__¡Dios! ¡Piedad conmigo!
Nunca supo si pronunció efectivamente aquellos vocablos o no, pero cuando abrió nuevamente los ojos en un acceso de dolor, la persona en cuestión estaba a su lado.
__No... no…
No sabía cómo pedirle, cómo suplicarle que tan solo permaneciese a su lado aunque más no sea para sentir un calor humano al lado del suyo.
__¿Cómo estás? __le preguntó__ ¿Necesitas algo? ¿A la enfermera?
Pero ella sólo le miraba, ahogada en llanto.
__Está bien...__con un poco más de confianza se acercó posando despaciosamente su palma en la frente ardida__ ¿Dónde le duele?
__Todo.
En realidad no lo dijo, sólo consiguió dibujarlo con sus labios resecos.
__¡Ey! ¡Campeona! __susurró adoptando un tono familiar__ Tienes mucha fuerza.
__No.
__Sí, nada más que no la sabes usar a tu favor.
__Ayúdame.
__Cuenta con eso. ¿Qué necesitas?
__No sé.
Necesitaba algo... algo así como un refugio donde cobijarse de sus angustias, un sitio donde sentirse segura, una presencia humana para abrigar su soledad, un abrazo para fortalecerse, y una voz que la anime. Algo... cariño, mimo, contacto humano, y gratis. Algo. Amor tal vez.
El hombre sonrió, quizás entendiéndolo, quizás no; mas lo cierto es que acercó una silla al lecho, tomó la mano de la convaleciente, y se sentó a su lado.
__Yo pasé por esto, por eso sé lo que necesitas. Me voy a quedar acá un rato... charlando. Tú no te esfuerces por seguirme, y si te viene sueño, duerme no más. Sólo escucha. No sé si lo sabrás, yo soy escritor, escribo en varios géneros, pero lo que más me gusta es inventar cuentos. Te voy a contar el primero que escribí que seguramente no leíste porque no eres del tipo de persona que le guste la literatura. Y si te hubiese gustado, seguro que tampoco lo hubiese leído porque sencillamente no lo publiqué. Es un cuento infantil, pues lo escribí cuando tenía diez años.
“El cuento comienza así: era el año 1913...
Luego de algunas acciones del relato, consiguió que Constanza se calmara. Ella quedó, por los minutos en los cuales Rafael corría la ficción, absorta en observarlo: los ojos, los gestos, las diversas muecas que realizaban sus labios al hablar. Lo juzgó atractivo.
De pronto tomó conciencia que había transcurrido cerca de diez minutos en los que no había pensado en el dolor. Notó, asimismo, que sobre su ser estaba flotando un cierto remanso de bienestar.
__La doncella le dijo al dragón __la voz masculina era envolvente, magnética, melodiosa al desmenuzar el cuento__… Y el pobre guardián de la noche...
La mujer volvió a concentrarse en el dragón y en el guardián de la noche. Cuando el escritor hizo referencia al amor entre la doncella y el dragón, entrecerró sus ojos, suspiró con timidez y notó que el gesto del narrador se había tornado más sugerente, como una invitación a sumergirse de lleno en ese sentimiento universalmente deseado entre sus dos personajes de invención.
Al llegar a la escena final, notablemente preparada, en la que el dragón juraba fidelidad eterna a la doncella, venciendo la resistencia del guardián de la noche, ingresó abruptamente en la representación mental de la enferma un fantasma vestido de blanco. El intruso quebró toda ilusión con su voz propia y su independencia del relato del novelista.
__¿Cómo estás Constanza?
A esta le costó dejar de mirar al narrador para dirigirse al médico.
__Quiero irme a casa.
__Eso hay que verlo.
__¿Cómo le va, doctor? —saludó el escritor, levantándose.
__No tan bien como a ti. Constanza, este es el paciente del que te hablé. Él se recuperó de un cuadro complicado como el tuyo. Se llama Rafael Campos. Es escritor y es también, nuestro milagro.
Imperceptiblemente, el aludido sonrió.
__Bueno —comentó__… creo que ya es hora de irme. Si quieres saber la segunda parte del dragón y la princesa, llámame. Te dejo el número de mi celular. Llama cuando quieras, soy soltero, así que tengo tiempo disponible.
Escribió en un papel y se lo dejó en la mesa de luz de Constanza. Se despidió con educación del médico y luego se dirigió a la paciente que en principio había venido a ver. Al cabo de unos minutos, se retiró.
__Palacios me dijo que tus cosas estarían listas para mañana al mediodía. Por entonces te podrás ir.
__¿Cuánto tiempo de vida tengo? —preguntó, por primera vez tratando de asumir la realidad de su mal.
__Meses... tal vez un año. Depende. Las quimios están dando buenos resultados, eso nos da un poco más de posibilidades.
__Y hasta que ya sea el final... ¿me puedo sentir un poco mejor?
__Sí. Pero para eso es necesaria cierta disciplina de vida. Rafael nos apoyó con su disciplina, por eso lo logramos con él. Cierto que su caso, cuando la mejoría se nos hizo evidente, fue muy llamativo.
__¿Y se repitió ese resultado con algún otro paciente?
__No así.
__¿Y de qué se trata esa “disciplina”?
__Francamente, no lo sé. Tiene mucho que ver con sus creencias, probablemente con la psiquis. Creemos que se trataría de actitudes positivas, las cuales posiblemente liberen enzimas benéficas, que predisponen el cuerpo a la cura... La ciencia no lo ha explorado todo aún.
La vida, su vida, a merced de la ciencia. A merced de las enzimas. A merced de un cuerpo resultante de un conglomerado de células enfermas y disfuncionales.
A merced de las actitudes, de la psiquis o de las creencias. A merced de Muñoz, Palacios y la enfermera. A merced de Rafael y su disciplina.
A merced de la vida que se extingue, o de la muerte que cobra densidad.
A merced de la quimio que le asaba los órganos a fuego lento, de la cirugía y de los infinitos tubos que entraban y salían por los orificios de su cuerpo.
A merced de lo que nunca quiso depender: de poderosas fuerzas y supra estructuras que trascienden la frontera del sí mismo.
Eso, para ella, era como estar a merced del guardián de la noche, tal como la frágil doncella.
O a merced del enamorado dragón.



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