domingo, 10 de noviembre de 2024

Líneas paralelas. Final

 



Por fin mi celular acusó señal. A la distancia divisaba la varada camioneta diminuta, como un juguete, en medio del horizonte de una tarde avanzada. Fue entonces que llamé a la empresa, y di aviso de nuestra situación. En cuestión de dos, a lo sumo tres horas estarían socorriéndonos.

Volví al grupo para dar la noticia. Animados por ella se animaron a salir del vehículo. Las conversaciones volvieron a animarse hasta tomar cierto aire de buen humor. Pero en la medida en que el tiempo avanzaba y no se sentía todavía rastro auditivo o visual del auxilio, las palabras se hicieron densas, poblándose cada vez más de incómodos espacios de silencio, gestos y resoplidos de impaciencia.

—Ya deberíamos al menos sentir el ruido de algún motor —comentó Carla.

Instintivamente todos agudizamos nuestros oídos. Y de pronto, al sonido uniforme de las chicharras parloteando a la vera del camino, un rugido sordo, entrecortado aún, fue llegado a la ribera de nuestra escucha.

—Sí. Parece que algo se acerca… —señaló Rafael.

La espera alarga el tiempo hasta llevarlo a valores lindantes al infinito.

—Pero… —balbuceó Roberto.

No terminó la frase cuando en el frente al que nuestra espera colocó el tenso mirar, se empezó a recortar una imagen poco nítida de un rodado viniendo a nosotros.

—Pero… viene muy lento. El ruido del motor no es como el de una de las grúas de la empresa… Suena un motor muy viejo…

—Bueno, como sea, es alguien que a la larga lo tendremos por acá.

Y la larga fue bastante larga… Para cuando ya lo tuvimos lo suficientemente cerca como para dar sentido en nuestra mente a la imagen que aportaban los ojos, confirmamos que aquello no era el auxilio esperado.

Se trataba de una vieja Ford, roja debajo de su veteada capa de barro, que portaba gente amontonada en su caja. Subía y bajaba por las suaves hondonadas del terreno protestando su cansino paso y exigido motor. No obstante, parecía un anciano perro fiel, baquero que ganaba por viejo lo que nuestro rodado del siglo XXI no pudo hacer, a pesar de su tecnología.

—Es verdaderamente humillante que esa cosa, que debe tener por lo menos sesenta años, funcione y nuestra camioneta “inteligente” haya quedado muerta en medio del camino —masculló el contratista.

—Lo que pasa es que se averió —defendió el honor del vehículo Rafael—. Seguramente es un problema de fábrica… Si todo hubiera andado bien, en menos de media hora estábamos en la obra. Y a esta altura de la tarde estaríamos ya de regreso…

Y extendimos aún más estos comentarios sutiles y cargados de ironía hasta que por fin la Ford frenó delante nuestro, al lado del humillado rodado de último modelo.

De la cabina salieron una señora de aproximadamente medio siglo de vida, y un hombre de soberano porte. El conductor permaneció dentro, observando inexpresivamente la situación.

La mujer se dirigió primero hacia nosotros.

—Buenas tardes —nos dijo con lejano acento extranjero—. Mi nombre es Rosa. Él es José, el cacique de nuestra comunidad.

A pesar de las rugosidades de su faz, el aludido no parecía tan mayor. Los delicados rasgos tapizados de una piel sutilmente oscura daban fe de pertenencia étnica a la comunidad aborigen conocida como “wichi”. Las personas que permanecían de pie, acurrucadas sobre la caja de la camioneta, también demostraban la misma procedencia.

Rosa, en cambio, resultaba una conjunción extraña. Rubia, de vivos ojos azules, tez curtida, pero blanca debajo de los infinitos soles de la zona, vestida con un largo faldón y blusa de color, según la usanza de los aborígenes del lugar, despertaba la curiosidad.

—Buenas tardes —respondí —. Se nos quedó nuestro vehículo. Estamos esperando el remolque, pero de esto hace unas cuántas horas y todavía no llegan.

—¡Qué raro! —exclamó la mujer—, en lo que va del camino no hemos visto nada.  ¿Y cómo es que están camino a nuestra aldea?

—¿Camino a la aldea? —remarcó Roberto —¿Cuántos nos falta para llegar a la construcción del Hospital Santa Victoria?

La mujer abrió grandes sus cristalinos ojos azules. El cacique, mudo hasta el momento, profundizó su mirada.

—Para llegar a la construcción deberían volverse hasta el cruce con la ruta principal…

—¡Pero si de ahí venimos! —gritó Carla— ¡Supuestamente tomamos este atajo para llegar antes!

—Se han equivocado de cruce. Esta ruta muere en nuestro paraje.

—¡Con razón no aparece el remolque de la empresa! Debe estar buscándonos por donde se supone que estamos —gimió Alejandra.

—¡Qué carajo! —protestó Rafael, claramente a la defensiva—, ¡si no hay una puta señalización que indique nada!

—Bien, ya podemos dar cuenta de dos cosas a la empresa: que tiene que reclamar la compra de esta camioneta por un error de fábrica y que para que funcionen bien los accesos al nuevo hospital hay que señalizar mejor… —repliqué— ¡Lástima que precisamente ahora estos aprendizajes no sirvan para salvar la situación!

El grupo de hombres que permanecían inmutables hasta ahora en la caja de la vetusta Ford intercambiaron un tímido diálogo en dialecto.

—¿Cuán lejos estamos de la aldea? ¿Habrá alguna posibilidad que nos acerquen, por lo menos a alguno de nosotros, hasta donde podamos comunicarnos con el obrador?

—De la aldea estamos a unos minutos. Casi llegamos. Pero acercarlos a donde vinieron… me parece difícil porque ya viene la noche. Pero en todo caso deberían hablar con el chofer.

Es de pocas palabras, pero de muy noble corazón.

Y se fue a llamarlo. Mientras el cacique tomó por fin la iniciativa.

—Buenas tardes a todos. Nosotros somos wichi, de la misión Nueva Esperanza. No tenemos mucho que ofrecer, pero los ayudamos en lo que necesiten…

—Muchas gracias —dije, con escasa soltura.

Rosa se aproximó con un hombre de mediana edad.

—Él es Pablo. Desde hace unos años nos acompaña un par de semanas durante el verano.

—Mucho gusto —nos saludó—. ¿Qué les ha pasado? Es increíble que esa máquina formidable los haya dejado a pie…

Rafael, identificado con “esa máquina” lo puso al tanto de la situación.

—Con todo gusto los llevaría al pueblo, pero viene la noche y me están fallando las luces de la Ford. Irse a ciegas con esta ruta tan “poceada” como está es mucho riesgo. Lo único que puedo hacer es llevarlos con nosotros…

—¡A una aldea! —saltó Carla abruptamente.

Aunque muy bien se podía comprender su aprehensión a la idea, nuestras miradas la fulminaron al instante.

—Podemos pedir que nos lleven al Sheraton Hotel —le susurró por lo bajo, pero no lo suficientemente bajo, Rafael.

—Bueno. ¿Cuáles son nuestras alternativas? —reflexioné en alta voz—. Antes que nada, debemos comunicarnos con la empresa para que nos busquen donde efectivamente estamos.

—Más adelante comienza a haber señal, pero es muy inestable. En la aldea, mi casa precisamente cuenta con buena señal. Yo soy la esposa de William, un misionero anglicano con quien hace ya quince años nos radicamos en esta comunidad. Nuestra casa es también muy sencilla, pero los recibimos con gusto hasta que los vengan a buscar.

—Lo que sean que decidan háganlo ahora —sentenció Pablo —. Se viene la noche y no tengo buena luz en la Ford.

—¿Y vamos a dejar la camioneta de la empresa sola? —protestó Rafael.

—¿Y qué le puede pasar? —replicó con sorna el contratista —. ¿Que venga un conductor borracho a toda velocidad y se la lleve puesta? No veo mucho tránsito por acá…

—Que se la roben…

—¿Quiénes? —intervino Alejandra —¿Las vacas?

Los wichis apiñados en la cabina rieron tímidamente. Era evidente que más allá de su dialecto entendían el castellano.

—Licenciada… —le replicó con burla Rafael—. No hay vacas en el monte.

—No hay más que pensar. Nos vamos con ustedes —dije, dando fin a los inútiles comentarios que se estaban tornando agresivos.

El pobre cacique fue recluido a la caja, donde también subieron los varones de nuestro equipo. Las mujeres subimos a la cabina, sin quejamos del arraigo machista de esta disposición.

En un momento dado mi mirada se cruzó, de modo azaroso, con la de Pablo. Una corriente de alto voltaje me atravesó en una fracción de segundos por el cuerpo. Sabía que no podía ser, que seguramente mi psiquis me estaba jugando una mala pasada…

—Son personas maravillosas —la escuchaba decir a Rosa en su singular castellano —. Nosotros somos de Canterbury, Inglaterra. Mi marido fue designado para venir a cargo de un grupo de misioneros, y la primera vez que vino, se enamoró del lugar. Al año siguiente me trajo a mí, y ambos decidimos radicarnos en este lugar. Nosotros pertenecemos a la Iglesia anglicana.

—¿Y qué hacen en la aldea?

—Vivimos con y como ellos. Son un pueblo que sobrevive gracias a la pesca y de la recolección de los frutos del monte. También son hábiles artesanos, trabajan la madera y el tejido. Justamente en esta mañana nos fuimos al monte para recoger el chaguar, que es la planta de la que hacemos los hilos de los diferentes tejidos. 

—¿Y qué hacen con sus artesanías? —preguntó Alejandra.

—Las vendemos. Gracias a nuestros contactos gran parte de ellas las enviamos a Europa, otras las colocamos en distintas localidades de este país, sobre todo en centros turísticos. Pablo nos ayuda con eso.

Me volví nuevamente para el aludido. Atento al camino, su perfil volvió a azotarme. Supe que de algún modo él se hizo consciente de mi mirada.

La invisibilidad de mi yo comenzaba a fisurarse…

—Viven en construcciones de barro, normalmente de un solo ambiente, con apenas unos catres para dormir —continuó relatando la inglesa —. Lo demás es monte, y a unos metros, paralelo a la ruta, el río Pilcomayo, nuestra fuente de alimento.

—¿Y cómo pueden vivir así? —la ridícula pregunta de Carla—. En tanto tiempo de misión y con recursos del extranjero… ¿no pudieron mejorar su situación?

Alejandra le dio un codazo por amonestación, pero la frase ya había sido pronunciada.

—Sobreviven como lo han hecho durante miles de años… Lo que se considera “mejor”, “progreso”, “calidad de vida” ... es una cuestión de cultura. Toda cultura naturaliza sus conceptos. Eso es lo que me enamoró de este lugar: gozar de las alegrías, de los dolores, de las esperanzas y de las ansiedades, las mismas para todos los humanos, en este contexto tan cercano a la Madre Tierra. Yo provengo de un país desarrollado, crecí en medio del bienestar económico y social, y no obstante este encuentro con un modo de vida que a nosotros nos parece imposible de soportar me resultó tan significativo que decidimos quedarnos aquí, donde el aire es puro, donde se siente el paso de las estaciones, donde el tiempo se detiene y no caduca, donde la tierra nos alberga y el monte nos alimenta. Aquí encontramos nuestro lugar y nuestro sentido.

 —Llegamos —avisó Pablo, para alivio de la situación.

Descendimos. Los lugareños, no sin antes saludarnos con timidez, se fueron internando a lo largo de un polvoriento camino adyacente para perderse en medio de la oscuridad.

El cielo explotaba en estrellas.

Rafael se había comunicado con la empresa cuando apenas hubo señal en su celular. Se confirmó nuestra hipótesis que nos estarían dando por perdidos al desencontrarnos con el remolque, el cual  había ido a la ruta en la que se suponía que estábamos varados.

La recepcionista de la empresa quedó en hacer las gestiones de nuestro rescate.

Que, por cierto, no fue tan inmediato. Entre las personas que había que llamar, y las autorizaciones pertinentes, terminaron pasando por nosotros en las primeras horas del siguiente día.

Rosa y su marido nos dieron alojamiento en su pequeña y sencilla casa, la única construcción, junto al salón comunitario, de material, de estilo rústico y minimalista.

De cena nos ofrecieron agua fresca y vino, y un sustancioso guisado de pescado.

—Llevamos poco efectivo encima… Si tienen alguna cuenta les hacemos transferencia…—dijo Alejandra.

—No se preocupen —respondió Rosa —. Acá podemos sobrevivir sin dinero… Les puedo encargar mejor que luego nos acerquen medicamentos, ropas… Pero no como pago, ésta es nuestra hospitalidad…

Para el escaso descanso que podíamos disfrutar, nos acomodaron en unos sillones, óptimos para apoltronarse, que se encontraban en el propio comedor, a unos pasos de la mesa.

Pero la sobremesa fue extensa. William, el fornido misionero anglicano, permanecía al lado de su mujer, hablando cada tanto en un castellano duro y cerrado. Rosa, en cambio, se explayaba en relatos sobre las características del lugar y lo que hacía en su vida diaria.

Nos contó también, y con lujos de detalles, lo que para ella había significado el primer encuentro con la comunidad, las repercusiones que esto tuvo en su forma de mirar al mundo y cómo encontró su lugar (un lugar compartido con su marido) en medio de esta comunidad.

Sus palabras iban tejiendo en mi interior una compleja trama de intensos sentimientos. Era como si de pronto un tornado hubiera ingresado a la tierra de mi alma volando por los aires todo el laborioso universo de ideas y creencias que sostenía -o más bien, me sostenían- en la vida.

Rosa era una mujer apasionada detrás de su sonrisa serena y su voz suave como un arrullo. Sólo un alma inquieta y decididamente desnuda de convencionalismos sociales podría llegar a elegir para sí un estilo de vida tan incomprensible según nuestros estándares culturales. Pero yo entendía su ganancia: había encontrado un lugar, “su” lugar, y radicada en él desplegaba la existencia.

Tal vez mi ser “de aquí y de allá” no signifique libertad, sino más bien inconsistencia. Quizás por ello dicho desarraigo no produzca el placer de la libertad, sino más bien la sensación de sentirse una “cuasi realidad”. Un fantasma que vaga por el mundo sin raíz, sin ser, sin consistencia. Ese era el resultado de mis dos planos: un avatar que interactuaba desde el yo periférico e intrascendente con el mundo circundante, y una psiquis que se nutría afectivamente de un amor imaginario.

Ser “de aquí y de allá” no era libertad, era carencia de ser. Era, en definitiva, sentirse sin un lugar propio en el mundo.

Hasta el momento creía, sin llegar a dudar ni un segundo, que por mi rareza ese lugar destinado a mi pertenencia realmente no existía. Pero Rosa también era “rara” ... ¿Y si hubiera más “raros” en el mundo, que tal como yo, se escondían detrás de sus propios avatares?

¿Y si por allí hubiera un Franco -real- sufriendo la misma carga de soledad e incomprensión que yo? Si lo hubiera, seguramente se estaría haciendo la misma pregunta.

Pablo se había retirado a dormir. Usualmente utilizaba los sillones de esta casa anfitriona, pero en esa oportunidad nos los había cedido, por lo que pernoctaría en su vieja compañera, la Ford.

Durante la cena no pude menos que mirarlo de soslayo. Una y mil veces me decía a mí misma que mi psiquis me estaba jugando una mala pasada: su rostro me representaba el de Franco. Sabía que no era, nadie podría serlo, pero en ese hombre (de pocas palabras según el acertadísimo decir de Rosa) no dejaba de ver, de carne y hueso, a mi amor imaginario.

Decididamente me había cansado de los dos planos, del avatar social y del triste recurso al amante imaginario. La soledad era insoportable.

 

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Cuando apenas la claridad se empezó a filtrar por los amplios ventanales del comedor, estando el resto del equipo someramente adormecido, salí para ver el amanecer del monte. El aire fresco, con rumor a vida que despierta siempre tan igual y tan nueva, me envolvió con su hálito reconfortante.

Mi mundo circundante iba tomando forma: un sendero extenso surcando la explanada de tierra árida y salobre. A lo lejos aparecían las diminutas construcciones que representaban las viviendas de los aborígenes, lejanas entre sí, como pequeños montículos que se mimetizaban con el paisaje.

En las inmediaciones del salón comunitario había un añejo árbol cuyas ramas cantaban la singular melodía del viento brincando entre las hojas. Su frondosa copa cobijaba un rústico banco de madera. Me senté en él dejándome absorber por la inmensidad del lugar. Activé todos mis sentidos, y por ese instante detuve el continuo fluir de las cavilaciones mentales. Era ser. Estar. Contemplar. Percibir. Ser parte de… Un lugar propio en el mundo para darse cuenta de que existo.

No soy un fantasma.

Pablo vino a mi encuentro, con una jarra de café en sus manos. Y me la tendió.

El amor, Dios, la religión… ciertamente son una ilusión, una aspiración, y un deseo potente que con invisible fuerza tracciona nuestras existencias.

Casi todo lo que nos rodea parece demostrar que esa ilusión no tiene modo de hacerse real. Pero ¿cómo es posible tener sed de lo que no existe? ¿Cómo es que hay una necesidad que la realidad no satisface? Si hay sed, es porque el agua existe.

William y Rosa tal vez fueran un testimonio de que aquello ilusorio puede convertirse en real.

Tal vez, sólo tal vez, no haya que rendirse a la soledad, y sea posible ser soberanamente libre “de aquí y de allí” sin dejar de tener un lugar propio. Quizás, sólo quizás, las líneas paralelas no lo sean tanto y en algún punto se crucen, un punto donde el amor y la libertad se encuentren siendo realmente amor y realmente libertad. Realmente pertenencia a la tierra de los vivos.

En todo caso había que arriesgar. Arriesgar a creer, arriesgar a mostrar mi yo al desnudo, sin avatar mediando.

 

Pablo pudo ver en mí lo que nadie vio nunca jamás y yo pude ver lo que nadie vio en él nunca jamás.

Las líneas paralelas, la ingrávida figura de Franco y la tortura de actuar según mi avatar social se disgregaron en la medida en que daba paso a una relación real.

 

Aquel evento, desafortunado para mis colegas, significó el gozne sobre el que giró la integralidad de mi existencia.

 

 

Líneas paralelas III

 



Esa mañana, cuando nos estábamos preparando para salir hacia la obra, entre los mates que compartimos en un distendido momento de camaradería, Rafael estaba haciendo alarde sobre sus conocimientos de grafología.

—Cuando dejé la carrera de medicina, empecé a hacer varios cursos de cualquier cosa. En eso tomé uno de grafología. La verdad es que tampoco lo terminé, pero algunas cosas me quedaron y puedo descifrar los rasgos de la personalidad de cualquiera “leyendo” su firma.

La mayor parte de los allí presentes nos dedicábamos a los cálculos, a los números y a las inamovibles leyes de la física, por lo que aquello nos pareció poco menos que ciencia ficción. No obstante, a modo de juego, Matilda, la administrativa que siempre permanecía en el obrador, lo desafió.

—¡A ver qué nos decís de nuestras firmas! —y le tendió la suya.

A todos los encuentros y eventos sociales, aún los distendidos, solía percibirlos con una absoluta mediatez, como si ellos y yo no perteneciéramos al mismo plano de realidad. Sabía que no era invisible, porque de algún modo interactuaban conmigo.  Sin embargo, yo sí me sentía invisible, casi que no estaba allí, como si todo lo de mi alrededor fuera la proyección de alguna película, o bien, era yo la proyección sobre un escenario real.

Por ello seguía levemente el hilo de esa singular conversación.

—Le ponés un punto final a la firma, señal que sos una persona segura de vos misma…

Y así siguieron. Yo comentaba apenas, reía y exclamaba sonidos por cortesía, como un personaje.

—¡A ver su firma, ingeniera!

De pronto me vi tendiéndole una servilleta con mi firma estampada en el centro. Él la recibió y la observó con cierto sigilo -yo era su jefa- y al cabo de unos segundos dijo:

—Tiene dos trazos paralelos. Esto quiere decir que la línea de sus deseos no se cruza con la línea del deber ser. Los deseos y la realidad van en paralelo, no se relacionan.

 

Era un juego, se suponía que nadie realmente se tomaría en serio la idea de que la letra de cada quien pudiese transparentar los imbricados vericuetos de la oscura psiquis humana. Pero del mismo modo en que un incrédulo en los extraterrestres, si se encuentra con uno, más allá de cualquier razonamiento no le resta otra alternativa más que la de aceptar la evidencia, así, de ese mismo modo, debí rendirme a la radical realidad de aquellas palabras. Me sentí representada en todo.

Sí, vivía en dos planos. Franco siempre fue invisible, hasta para la psicóloga que hacía unos años atrás me había atendido a lo largo de un tiempo considerable; no obstante, en aquella breve sentencia temí que ese fruto de mi fantasía fuese expuesto a la vista de todos.

Sí, definitivamente vivía en dos planos; el de la realidad circundante y el de mi fantasía, que era más o menos lo mismo que hablar del “deber ser” y el del deseo.

—Dentro de unos minutos llega la camioneta para llevarlos —escuché decir a Matilda.

El discurso interno que me acribillaba siguió mis pasos hasta la oficina donde estaban las cosas que tenía acomodadas para portar en nuestro viaje…

El problema es que ese “deber ser”, o plano de la realidad, lo había elegido por mí misma. Nada se me imponía por fuera de mí. No había mandatos familiares ni presiones sociales que me hubieran arrastrado a titularme en lo que me titulé, ni trabajar en lo que hacía. ¿Quién imponía ese “deber ser”? Pues si lo imponía yo misma ¿acaso era a espaldas de mi deseo?

—Evidentemente el trazado de las dos líneas viene por el lado de los afectos, y no de la profesión —me dijo Franco.

Sí. Claro. Efectivamente me sentía sumida en una absoluta soledad…

—La soledad es para mí mi compañera —le contesté—. Para mí la soledad no es una circunstancia, no es una adversidad… es simplemente una forma de ser. Nació conmigo, creció conmigo y nunca jamás se me ocurre pensar que debo desasirme de ella. No hay modo, a no ser que traicione mi propia personalidad. Mientras yo sea fiel a mí misma, nadie podrá entenderme. Mi verdadero yo es invisible para todos.

—Por eso te refugias en mí… Pero yo no te puedo dar contención real. Yo soy parte de vos misma. No soy alteridad. Te puedo dar ilusión de amor, pero no amor realmente.

—¿Amor? Ya lo sabemos bien, es el mayor fraude social que existe. El amor no existe, es una aspiración irracional, como Dios, como la religión. Es una ilusión que todos persiguen para amenizar lo absurdo de la vida. Yo no estoy más sola que cualquier persona que diga amar y ser amado, sólo que soy plenamente consciente de ello. Sí, vivo el amor en una fantasía, pero por paradójico que eso fuera, lo hago de un modo muy consciente, sabiendo que la realidad nunca me va a brindar real alivio al dolor.

No hay alivio, no existe. Lo que yo buscaba en el recurso a la fantasía de Franco es lo que todos buscan en la realidad, sin saber que es en sí una fantasía. Luego, mi fantasía es más realista que la realidad de estos que fantasean sin saberlo.

—Nada más que ya, a mis treinta y seis años estoy cansada de este doble plano. Estoy cansada de relacionarme con el resto del mundo desde mi personaje, estoy cansada de sonreír sólo cuando me refugio en mi relación contigo, Franco.

Nadie tenía acceso, ni lo había tenido jamás a mi yo real, un yo que tal vez fuese también tan invisible como Franco. Me cansaba sostener el avatar con quien me relacionaba en el plano de la “realidad” porque eso me quitaba espontaneidad, me implicaba una serie de esfuerzos por controlar todas y cada una de las palabras y de los gestos expresados, a más de sentirme en permanente alerta y ansiedad, temiendo a que sucediese algo para lo que no tenía la respuesta apropiada.

Era una marioneta dirigida por mí misma en un escenario que me era extraño, en una obra cuya trama desconocía y que no terminaba de saber qué era lo que se esperaba de mí.

Desde mi avatar había entablado algunas relaciones amorosas intrascendentes, pues el sexo y el compartir algunos eventos sociales no daban combustible para nada más. El yo continuaba oculto, a salvo.

Me estaba cansando de las líneas paralelas. Pero ¿qué remedio?

Líneas paralelas II

 





—Abrigados por la tecnología, la Naturaleza nos parece un juguete (plastilina para modelar, un “recurso” para echar mano) pero cuando, por el fortuito motivo que sea, la tecnología nos abandona, los roles se invierten.  La sentimos extraña, preñada de amenazas, enemiga de algún modo—. le dije en tono reflexivo a Franco.

Él caminaba a mi lado, escuchándome, como siempre.

—Pero vos no le tenés miedo.

—Ciertamente, ese sentimiento general no es precisamente el mío. Una de mis infinitas rarezas es amar el ambiente natural. Acá me siento viva, a salvo de todo. Me siento verdaderamente libre.

El color verde de ese follaje espinoso y difícil me retrotrajo a la niñez, cuando sentada bajo el naranjo en flor del patio de mi casa escribía mis primeras poesías. Pasar las horas en medio de las letras (las que yo leía en los libros, las que yo hilaba en relatos y poemas) era mi mayor solaz.

—Desde entonces sé que soy rara —le dije a Franco.

No había necesidad de explicar a mi compañero de vida lo que mi mente iba cavilando, porque él tenía la habilidad de leer mi pensamiento como si lo tuviera escrito en mi frente.

—¿Qué es ser raro y qué es ser “normal”?

—Normal es que te guste lo mismo que a todo el mundo, que pienses como todos, que reacciones a los mismos estímulos del mismo modo. Que te interese la moda, que consumas lo que todo el mundo consume y disfrutes de lo mismo… Ser distinta es ser “rara”. Hablás y nadie te entiende; escuchás lo que otros hablan e indefectiblemente ves las cosas de otro modo. Tenés otros gustos, otros intereses. En conclusión, tenés que callarte, aportar comentarios vacuos, hablar lo menos posible sobre tu realidad… y abrigarte en una salvadora soledad, donde podés ser realmente auténtica.

Franco siguió caminando a mi lado, pensativo.

—Hemos sido tocados por alguna “varita mágica”, y así recibimos nuestra condena de “ser diferentes”. Sin ir más lejos, en este caso: mientras los otros cuatro refunfuñan su mala suerte vos estás acá, disfrutando la aventura…

—¡Pero claro! No es para tanto la cosa. No nos hemos desbarrancado en medio del Amazonas o en la cima de una cordillera. Estamos a pocos kilómetros de la ruta principal. Aún suponiendo que no logremos comunicarnos con la base, y que nadie pase por esta zona, si caminamos por donde vinimos nos vamos a encontrar con la ruta… De alguna forma saldremos de acá, eso no me cabe dudas. Tenemos agua y algunos alimentos que hemos comprado antes de tomar el atajo. Sólo es cuestión de paciencia y de desdramatizar la situación. Esto para mí es una aventura. ¡Y me encanta!

Él sonrió complacido.

—Por eso es que no queremos formar una familia “normal”, queremos ir y venir, estar hoy acá y mañana allá. Como el viento que recorre todos los rincones del mundo. Porque no es sólo viajar, es estar temporalmente, ser temporalmente, de algún modo. Es lo que te hace vibrar, lo que te libera de dar la vuelta a la ruedita de la vida como si fueras un hámster, siempre ocupado, siempre apurado, siempre cansado, pero sin ir a ningún lado, permaneciendo en la misma celda toda su vida.

¿Lo dijo él o yo? La verdad es que poco importa.

—Por eso elegí esta profesión, a más del regocijo que me aporta diseñar cosas que todavía no existen, calcular todos los detalles, verlos hacerse realidad en los avances de obra, trabajar en esto me da esas posibilidades de estar un tiempo en cada lado…

—Al parecer lo tenés todo…

—¡Claro que sí! He podido construirme una especie de “cuerpo social”, un personaje, un avatar… que se logra relacionar con el mundo, lo que me posibilita trabajar en lo que me gusta, y sobrevivir en medio de la cultura que me tocó vivir. Y por lo demás, te tengo a vos, que me hacés disfrutar de mi soledad…

—Yo. Una pareja ideal, soñada, que te entiende en todo, que nunca te va a abandonar ni fallar, que soy ampliamente satisfactorio porque respondo a todas tus ilusiones y necesidades… Yo. Que no dejo en vos ningún espacio vacío, y estoy siempre que me busqués. Yo… cuyo único “defecto”, si se permite la palabra, es que  radico exclusivamente en tu imaginación. Soy tu pareja imaginaria.

—¿Y qué hay de malo en ello? No estoy loca, puedo distinguir entre los planos de la realidad y el de mi realidad interior, y manejar a conveniencia ambos planos. Ahora me toca concentrarme en saber si tengo señal: si la hay, llamar… Y si no la hay,  seguir caminando un poco más, con vos a mi lado. ¿Qué hay de malo en este recurso?

—Nada… salvo que seguís sintiéndote sola…

Líneas Paralelas I

 




Mi mente se encontraba plácidamente sumergida en un mar de números y cálculos que, profusos e informes, se asomaban por la diminuta pantalla de mi laptop, cuando de repente escuché -o más bien dejé de escuchar- el suave rugido del motor. Acto seguido, invariable en estos casos, Rafael comenzó una serie de intentos de dar arranque nuevamente a la camioneta que nos transportaba.

Las frugales conversaciones que venían manteniendo los tres pasajeros de atrás de pronto dieron paso a un silencio cargado de tensión.

Sentada en el asiento del acompañante, corrí mis pupilas hacia el costado, visualizando el panorama por detrás del cristal de la ventanilla: estábamos en medio de la mismísima nada.

Al cabo de algunos segundos mechados de una serie guturales de insultos y chasquidos de lengua que emanaba de los labios de Rafael, el conductor, quien seguía intentando dar arranque al motor, nos dimos cuenta de que estábamos en problemas.

Por acto reflejo, miré mi celular. Definitivamente estábamos en problemas.

 

—Esta camioneta quedó muerta —sentenció Rafael—.  Parece un tema eléctrico porque ni el aire acondicionado funciona.

—¡La que te parió! —exclamó Roberto, el contratista de la obra.

Alejandra, Carla y yo permanecimos mudas por unos instantes, al cabo de los cuales comenté:

—No tengo señal en el celular…

—¡Yo tampoco!

—¡Ni yo! ¿Qué carajo pasa? ¿No es ésta una camioneta con wifi? —inquirió Carla, la encargada del área de biotecnología.

—Sí, pero todo depende de la batería, que es lo que por lo visto quedó muerta.

Los cinco pertenecíamos al equipo técnico a cargo de la construcción del nuevo hospital en una zona rural, a unos 20 km de la localidad de Santa Victoria, en el norte de Salta, sede estratégica donde se entrelazarían diferentes accesos viales para cubrir los servicios sanitarios básicos de diferentes comunidades, mayormente de pueblos originarios, que se radicaban a la vera del río Pilcomayo, en el límite con Bolivia y Paraguay. Nos dirigíamos desde nuestro campamento, a la salida de Tartagal, hacia el todavía desnudo nosocomio para inspeccionar el avance de obra.

El proyecto incluía la pavimentación de todos los accesos, pero los diferentes tiempos burocráticos, administrativos y presupuestarios dieron por resultado que se retrasara la pavimentación en demasía, por lo que todavía había varios tramos de los diferentes caminos de tierra.

Siempre tomábamos la ruta principal, asfaltada en su totalidad, pero esta vez llevábamos cierto apuro, por lo que decidimos tomar un atajo. Lo cual hubiera resultado exactamente así si las condiciones de camino, luego de la temporada de lluvia, no estuviesen tan deplorables, y… si no se hubiese descompuesto ese armatoste soberano sobre el que nos deslizábamos.

—Esta camioneta es la más nueva de la empresa. Hace poco la compraron. Para mí es una falla de fábrica —acotó el conductor.

Una observación absolutamente inútil, dadas las circunstancias.

—Bueno… la obra está en marcha, seguramente alguien pasará por acá… —aportó Alejandra, la agrimensora, en un tomo que parecía más una expresión de deseo que afirmación.

—¿Y no hay forma que te pongas a ver si se puede hacer andar la camioneta? —le pregunté, casi como reproche, a Rafael.

—Soy técnico, pero con este tipo de camioneta no se puede hacer nada sin instrumentos apropiados. Repito, éstas casi nunca fallan.

—Casi nunca… —masculló para sí Alejandra—. Justo viene a fallar ésta, aquí y ahora. En el medio del monte, sin señal, en una ruta alternativa que nadie toma. ¡Genial!

—¡Mierda! —exclamé—. No puedo permanecer quieta. Voy a salir por el camino, seguro que en algún momento o en algún lugar encuentro señal.

—¿No le da miedo ingeniera? —me preguntó Roberto—. Puede haber serpientes.

—Tengo botas, y voy a caminar sólo por la ruta. Quizás por allá —y señalé hacia adelante— en esa lomita encuentre señal, así puedo llamar al remolque.

Salí del vehículo y la calurosa siesta del monte me dio su bienvenida. Pensar que alguien nos encontrara en esa ruta alternativa era casi un acto de fe. Nada nos hubiera recomendado atravesarla si no confiáramos, en demasía al parecer, en las nobles ruedas e increíble suspensión de nuestro sofisticado utilitario… Por entonces inerte sin una gota de energía.

Pero allí estábamos, en el corazón del monte.

Comencé a caminar, con el celular en mano, auscultando cada tanto para ver si acusaba señal.

Inspiré profundamente la sinfonía de aromas que ofrecía el monte. Mi conciencia quedó, de algún modo, suspendida en la porosa medianera entre las imágenes sensoriales que se representan en la mente, a causa de la realidad material circundante, y las imágenes ingrávidas, y quizás desleídas, que son fruto de algún tipo de ensoñación vacilante.

En definitiva, todo está en la mente…

 

Silencio. Él no llama

 


Silencio 


Quien piense que el silencio es ausencia de palabra se equivoca. El silencio es otro tipo de palabra que, así como cuando está inserto en una melodía toma el color y el sentido de ésta, así cuando está en medio de una determinada situación -comunicativa o incomunicativa- releva un concepto específico. Esta palabra inarticulada irrumpe en el escenario lingüístico, que por su propia naturaleza es de carácter relacional,  preñada de sentimientos profundos, con una contundencia radicalizada, por lo que su poder efectual es notablemente superior a la propia verbalización de la palabra. 


Ana Clara revisaba el celular en cada fracción de segundo preguntándose cómo era posible que el tiempo haya detenido su eterno fluir. En su percepción temporal había transcurrido como una hora desde la última vez que lo revisó… pero según los números cronometrados acusados por el propio dispositivo había sucedido apenas siete minutos.


Y nada.


Sus libros estaban allí, esperando la tibia caricia de sus pupilas; pero ella leía sin leer. Luego de dos páginas llegaba a la conclusión que no tenía ni la más remota idea de qué estaba leyendo. Era literalmente estar perdiendo el tiempo, un tiempo que para su teléfono móvil se había congelado en la espera de esa respuesta que no llegaba.


La luz de la tarde moría en las ventanas de su diminuta habitación. Faltaba una semana para ese examen, y al paso que iba no lograría ni la mitad de los temas sabidos. Es que su mente no conseguía sacar del foco de atención la imagen de ese rostro masculino, sugerente y seductor, que cuando volvía a ella su viril mirada le convulsionaba sus entrañas de mujer.


A “Anatomía III” la había preparado el semestre pasado con Ricardo. De allí, huesos van, huesos vienen, entre esos nombres imposibles de pronunciar de corrido sin que la lengua se trabe en el intento… de allí, mates van, mates vienen, en medio de interminables charlas donde pudieron conocer algo más íntimo de ellos mismos… de allí comenzaron a estrechar un vínculo sentimental.


Ambos eran compañeros en algunas de las materias del tercer año de medicina en la Universidad de Córdoba. Ninguno de los dos eran oriundos de allí. Ana Clara venía del sur, de un pueblo cerca de Bariloche, y él del norte, de Formosa.


El resultado del estudio conjunto de “Anatomía III” fue que para cuando rindieron con éxito el examen ya estaban remando mar adentro en alguna suerte de relación amorosa.


“Alguna suerte de relación”... sin haberse presentado socialmente como novios, el grado del vínculo era sensiblemente mayor al de “amigos con derechos”, porque de algún modo los dos daban por entendido que tenían exclusividad en lo referente a encuentros sexuales, y sensiblemente menor a la formalidad de un matrimonio. En esa gradualidad infinita se circunscribía esa “suerte de relación”.

Lo más probable es que si a ambos les presentáramos un segmento donde un extremo tuviera por nombre “amigos con derecho” y el otro “matrimonio”, y les indicáramos señalar en qué punto del segmento ubicarían a su relación, obtendríamos resultados muy diversos.


Pues en la mente de Ana Clara, proveniente de una tradición familiar más lindante a lo conservador, el vínculo sexual ya era de por sí significativo, y necesariamente implicaba una conexión comprometedora. Ella daba por sentado que Ricardo sentía lo mismo, sobre todo luego que él manifestara, a pocos días de su desaparición,  haber encontrado en ella “a la mujer de su vida”... Más aún, el último fin de semana que pasaron juntos habían incluso hablado sobre la posibilidad de convivir.. 


Luego de eso, inesperadamente, él se tornó distante… 


Comenzó por evitarla faltando a sus clases… Siguió luego por no contestar las llamadas, respondiendo a duras penas los mensajes con monosílabos, cuando no escondiéndose detrás de los numerosos stickers de la aplicación de whatsapp, hasta desembocar finalmente en la “no respuesta” absoluta.


 El paso siguiente fue bloquear a Ana Clara de las infinitas redes sociales por las que tenían contacto. 

Sin explicarse cómo fuera posible que su “suerte de relación” se hubiera evaporado como abducido por selenitas, cobró valor para apersonarse por el edificio donde Ricardo alquilaba su monoambiente, y allí se enteró por boca del conserje que había retornado a sus pagos.


¿Será que tuvo una urgencia? ¿Pero qué urgencia puede ser tan… urgente… que no le haya permitido ni tomarse un segundo para enviar un puto mensaje que le revelara todo, lo que fuere?

Y eso era todo lo que Ana Clara, a dos semanas del suceso, seguía esperando: una palabra, un mensaje. 


¿Qué podría significar ese absurdo silencio? No había mediado desentendimiento alguno entre ellos, ni un entredicho, ni una mísera señal de que en la relación algo no estuviera funcionando. 


Fue como si le cercenaran, sin anestesia y en vivo, un miembro del cuerpo. Sigamos con esta comparación: de pronto te encuentras separado de tu brazo, ¡pero si hasta hace poco era parte de mi yo!, la sangre, en lugar de continuar su recorrido por el circuito cerrado que corresponde a todo el sistema circulatorio, de repente se derrama en un vacío donde ya jamás encuentra nuevamente su cauce; la mente comienza a percibir el dolor agudo de la herida y del vacío de aquel miembro que ya no es más parte del cuerpo.


Del mismo modo que el flujo de las venas manaría de esa inmerecida amputación, así brotaban las lágrimas de los ojos de Ana Clara y las lúgubres cavilaciones en su mente.


¿Se habrá enojado por algo? ¿Y si le hubiera mentido, desde el inicio, y fuera en realidad un hombre comprometido con alguna devota mujer que le estaría aguardando en Formosa? O bien… ¿se habrá asustado de llevar a la relación a otro nivel, situación que, por otro lado, él mismo propuso?


Silencio. 


Eso era lo peor, no saberlo. 


Si al menos dijera algo, un “terminemos”, “no te quiero”, “se acabó”... Sin duda que el silencio estaba diciendo esto, pero de modo cobarde, pues si se habían usado palabras para iniciar el vínculo, lo más sensato era que se le diera palabra también a su finalización. 

Ese silencio era una intolerable estafa para seres lingüísticos, como son los humanos. 


Los libros continuaron en la misma página aquella noche, mientras su celular persistía en su mutismo testarudo.

Silencio.


Como una vena abierta, sangró a más no poder, pero a la larga cicatrizó como pudo, quién sabe si del mejor modo, cuando en su mente la gran incógnita que representó ese mutismo fue al fin resuelta. Las palabras de Ricardo, aquellas a las que su corazón se aferró para ilusionarse con aquella “suerte de relación” habían sido fraguadas al calor (calor… precisamente eso) de ese invaluable instante donde el deseo aviva la pasión en el singular cortejo pre-apareamiento… Y el silencio del post-apareamiento fue como una goma de borrar que invalidó todo aquello.


Lo interesante del silencio no era saber con cuál palabra Ricardo hubiese llenado ese vacío comunicativo (qué argumento daría él a su distanciamiento), sino cobrar conciencia de lo que estaba detrás de su decisión de permanecer mudo. 


Un hombre sin palabra, un imbécil.


Ricardo era una mierda. Ni más ni menos.


“No hay que creer en las palabras, todo los hombres te mienten”, fue la moraleja que extrajo la estudiante de medicina de aquella desafortunada situación.


El devenir de la vida continuó su marcha. 


Silencio.


Ana Clara nunca más recuperó la confianza en las palabras de amor. 



Amor pirata.

 


Amor pirata


    Cuando el corazón es el mar y el mar es el corazón, no existe tierra firme que pueda sostener la huella de un andar humano por la existencia.

 

    Las venas de Perla Barbanegra, una bucanera que, de hecho, no poseía ninguna barba de tal color, pero se hacía llamar así atribuyéndose ser bisnieta del renombrado pirata, estaban saladas de tanto errar por los desgastados mares del mundo.

 

    Su codicia era insaciable, a la par de su sed de sangre, razón por la que su temida fama recorría, cual viento, toda la redondeada faz de la Tierra.

 

    Se decía que su cama se teñía de muerte toda vez que alguien, seducido por los encantos de mujer, quedaba atrapado allí, como bicho en una telaraña. Esto le valió el apodo, nunca mejor legitimado, de “viuda negra”.

 

    Su mirada altiva, puesta en ese horizonte azul donde el mar y el cielo se confunden, transparentaba la singular alquimia de un espíritu hecho de rabia y melancolía.

 

    Allí donde fenecía el siglo XVIII, la fragata “Loba solitaria” hacía estragos por las rutas comerciales que unían el joven continente americano con Europa. Las cábalas que realizaban los marinos de las flotas europeas para ahuyentar al demonio de la “Loba Solitaria” se multiplicaban hasta el ridículo: prohibido invocar su nombre, santiguarse tres veces antes de la puesta del sol, arrojar alguna prenda íntima al agua en las noches de luna llena, abstención sexual antes de zarpar…

 

    Los marinos jóvenes de apreciable figura debían temer el doble, pues eran pasibles de ser seducidos por los encantos de esta singular capitana y al embriago de las encendidas hormonas ávidas de placer, terminar en la litera de Perla, quien luego de una o dos noches de desenfrenada pasión les consumía el aliento clavándoles un puñal en el pecho.

 

    De ese modo el lecho de la Barbanegra devenía en un altar de pasión, amor y muerte.

 

    Se calculaba que era incalculable (vaya paradoja) los cofres de tesoros escondidos por doquier, propiedad (usurpada propiedad, para ser exactos) de la bisnieta del mentado pirata. Podría vivir holgadamente en los grandes castillos de España o América, pero las telas de seda no eran para ella. Ni los carruajes, ni la corte, ni los salones de baile…

 

    A bordo de “Loba Solitaria” se sentía en su hogar, como un agraciado caracol que puede portar su casa a cualquier lado. La situación ideal, sin dudas, para quien sienta sus raíces precisamente en no enraizarse en lugar alguno.

 

    Había, sin embargo, un tesoro en particular que llevaba siempre consigo en un lugar secreto de su camarote. Se trataba de un cofre cualquiera, cuyo contenido sin par había embargado, podría decirse, su alma. Allí residía lo feroz de su ferocidad, lo brutal de su brutalidad, lo furioso de su furia indómita. De allí su instintiva pasión en arrastrarse sin ton ni son por los mares, en búsqueda de tesoros y amores de muerte, sembrando el pánico en los lares que fueran líquidos y pudieran soportar el paso de una embarcación.
Su tripulación entera sabía de sobra que en ese cofre legendario residía el demonio de aquella mujer, pero ignoraban el contenido real de éste. Todo lo que había en torno a ello eran especulaciones, y de las más disímiles: sería una joya preciosa del propio Barbanegra bisabuelo, sería el mapa de todos sus tesoros desperdigados por las gratas aguas del Caribe, sería el título de propiedad de alguna isla paradisíaca…

 

    Como suele suceder en estos casos la realidad era muy diversa. Se trataba de un corazón vivo, un corazón de amante enamorado… Todas las noches, en la soledad de su litera, Perla Barbanegra lo sacaba sigilosamente a la escasa luz de luna filtrada a través de las claraboyas y lo abría para escuchar su vibrante latido. Sí, seguía allí, esperándola.

 

    El embrujado cofre con su singular contenido lo había adquirido en el devenir de la vida, ya ni sabía cómo ni dónde, quizás lo tuvo con ella siempre. Encontrar el cuerpo donde pertenecía ese corazón era el norte de la vida de esta pirata; a causa de ello saqueaba todo barco que se asomase en su horizonte con la esperanza renovada de hallar al amor de su vida.

 

    Con mucha dedicación y destreza seducía a aquellos marinos que suponía podrían ser el dueño de ese corazón, pero una vez enredados en sus sábanas, al percatarse que tenían un corazón propio -luego, no podían ser el amor que ella buscaba- les clavaba su daga, de puro despecho.

 

    Y así, en su fragata “Loba Solitaria” barría los mares sembrando muerte por doquier; y así, infatigable, vagaba por los océanos devorando con avidez el horizonte incierto con sed de amor; y así, en una hora de un día de un mes como uno de tantos, el aliento de su existencia fue a fusionarse con la nada misma antes que hubiese hallado el cuerpo concreto de aquel corazón encofrado. Nunca se supo si éste continuó latiendo luego de la muerte de Perla.

 

    En realidad, nunca se supo si ese corazón existió realmente.