Por fin mi celular acusó señal. A la distancia
divisaba la varada camioneta diminuta, como un juguete, en medio del horizonte
de una tarde avanzada. Fue entonces que llamé a la empresa, y di aviso de
nuestra situación. En cuestión de dos, a lo sumo tres horas estarían
socorriéndonos.
Volví al grupo para dar la noticia. Animados
por ella se animaron a salir del vehículo. Las conversaciones volvieron a
animarse hasta tomar cierto aire de buen humor. Pero en la medida en que el
tiempo avanzaba y no se sentía todavía rastro auditivo o visual del auxilio,
las palabras se hicieron densas, poblándose cada vez más de incómodos espacios
de silencio, gestos y resoplidos de impaciencia.
—Ya deberíamos al menos sentir el ruido de
algún motor —comentó Carla.
Instintivamente todos agudizamos nuestros
oídos. Y de pronto, al sonido uniforme de las chicharras parloteando a la vera
del camino, un rugido sordo, entrecortado aún, fue llegado a la ribera de
nuestra escucha.
—Sí. Parece que algo se acerca… —señaló
Rafael.
La espera alarga el tiempo hasta llevarlo a
valores lindantes al infinito.
—Pero… —balbuceó Roberto.
No terminó la frase cuando en el frente al que
nuestra espera colocó el tenso mirar, se empezó a recortar una imagen poco
nítida de un rodado viniendo a nosotros.
—Pero… viene muy lento. El ruido del motor no
es como el de una de las grúas de la empresa… Suena un motor muy viejo…
—Bueno, como sea, es alguien que a la larga lo
tendremos por acá.
Y la larga fue bastante larga… Para cuando ya
lo tuvimos lo suficientemente cerca como para dar sentido en nuestra mente a la
imagen que aportaban los ojos, confirmamos que aquello no era el auxilio
esperado.
Se trataba de una vieja Ford, roja debajo de
su veteada capa de barro, que portaba gente amontonada en su caja. Subía y
bajaba por las suaves hondonadas del terreno protestando su cansino paso y
exigido motor. No obstante, parecía un anciano perro fiel, baquero que ganaba
por viejo lo que nuestro rodado del siglo XXI no pudo hacer, a pesar de su
tecnología.
—Es verdaderamente humillante que esa cosa,
que debe tener por lo menos sesenta años, funcione y nuestra camioneta
“inteligente” haya quedado muerta en medio del camino —masculló el contratista.
—Lo que pasa es que se averió —defendió el
honor del vehículo Rafael—. Seguramente es un problema de fábrica… Si todo
hubiera andado bien, en menos de media hora estábamos en la obra. Y a esta
altura de la tarde estaríamos ya de regreso…
Y extendimos aún más estos comentarios sutiles
y cargados de ironía hasta que por fin la Ford frenó delante nuestro, al lado
del humillado rodado de último modelo.
De la cabina salieron una señora de
aproximadamente medio siglo de vida, y un hombre de soberano porte. El
conductor permaneció dentro, observando inexpresivamente la situación.
La mujer se dirigió primero hacia nosotros.
—Buenas tardes —nos dijo con lejano acento
extranjero—. Mi nombre es Rosa. Él es José, el cacique de nuestra comunidad.
A pesar de las rugosidades de su faz, el
aludido no parecía tan mayor. Los delicados rasgos tapizados de una piel
sutilmente oscura daban fe de pertenencia étnica a la comunidad aborigen
conocida como “wichi”. Las personas que permanecían de pie, acurrucadas
sobre la caja de la camioneta, también demostraban la misma procedencia.
Rosa, en cambio, resultaba una conjunción
extraña. Rubia, de vivos ojos azules, tez curtida, pero blanca debajo de los
infinitos soles de la zona, vestida con un largo faldón y blusa de color, según
la usanza de los aborígenes del lugar, despertaba la curiosidad.
—Buenas tardes —respondí —. Se nos quedó
nuestro vehículo. Estamos esperando el remolque, pero de esto hace unas cuántas
horas y todavía no llegan.
—¡Qué raro! —exclamó la mujer—, en lo que va
del camino no hemos visto nada. ¿Y cómo
es que están camino a nuestra aldea?
—¿Camino a la aldea? —remarcó Roberto
—¿Cuántos nos falta para llegar a la construcción del Hospital Santa Victoria?
La mujer abrió grandes sus cristalinos ojos
azules. El cacique, mudo hasta el momento, profundizó su mirada.
—Para llegar a la construcción deberían
volverse hasta el cruce con la ruta principal…
—¡Pero si de ahí venimos! —gritó Carla—
¡Supuestamente tomamos este atajo para llegar antes!
—Se han equivocado de cruce. Esta ruta muere
en nuestro paraje.
—¡Con razón no aparece el remolque de la
empresa! Debe estar buscándonos por donde se supone que estamos —gimió
Alejandra.
—¡Qué carajo! —protestó Rafael, claramente a
la defensiva—, ¡si no hay una puta señalización que indique nada!
—Bien, ya podemos dar cuenta de dos cosas a la
empresa: que tiene que reclamar la compra de esta camioneta por un error de
fábrica y que para que funcionen bien los accesos al nuevo hospital hay que
señalizar mejor… —repliqué— ¡Lástima que precisamente ahora estos aprendizajes
no sirvan para salvar la situación!
El grupo de hombres que permanecían inmutables
hasta ahora en la caja de la vetusta Ford intercambiaron un tímido diálogo en
dialecto.
—¿Cuán lejos estamos de la aldea? ¿Habrá
alguna posibilidad que nos acerquen, por lo menos a alguno de nosotros, hasta
donde podamos comunicarnos con el obrador?
—De la aldea estamos a unos minutos. Casi
llegamos. Pero acercarlos a donde vinieron… me parece difícil porque ya viene
la noche. Pero en todo caso deberían hablar con el chofer.
Es de pocas palabras, pero de muy noble
corazón.
Y se fue a llamarlo. Mientras el cacique tomó
por fin la iniciativa.
—Buenas tardes a todos. Nosotros somos
wichi, de la misión Nueva Esperanza. No tenemos mucho que ofrecer, pero los
ayudamos en lo que necesiten…
—Muchas gracias —dije, con escasa soltura.
Rosa se aproximó con un hombre de mediana
edad.
—Él es Pablo. Desde hace unos años nos
acompaña un par de semanas durante el verano.
—Mucho gusto —nos saludó—. ¿Qué les ha pasado?
Es increíble que esa máquina formidable los haya dejado a pie…
Rafael, identificado con “esa máquina” lo puso
al tanto de la situación.
—Con todo gusto los llevaría al pueblo, pero
viene la noche y me están fallando las luces de la Ford. Irse a ciegas con esta
ruta tan “poceada” como está es mucho riesgo. Lo único que puedo hacer es
llevarlos con nosotros…
—¡A una aldea! —saltó Carla abruptamente.
Aunque muy bien se podía comprender su
aprehensión a la idea, nuestras miradas la fulminaron al instante.
—Podemos pedir que nos lleven al Sheraton
Hotel —le susurró por lo bajo, pero no lo suficientemente bajo, Rafael.
—Bueno. ¿Cuáles son nuestras alternativas?
—reflexioné en alta voz—. Antes que nada, debemos comunicarnos con la empresa
para que nos busquen donde efectivamente estamos.
—Más adelante comienza a haber señal, pero es
muy inestable. En la aldea, mi casa precisamente cuenta con buena señal. Yo soy
la esposa de William, un misionero anglicano con quien hace ya quince años nos
radicamos en esta comunidad. Nuestra casa es también muy sencilla, pero los
recibimos con gusto hasta que los vengan a buscar.
—Lo que sean que decidan háganlo ahora
—sentenció Pablo —. Se viene la noche y no tengo buena luz en la Ford.
—¿Y vamos a dejar la camioneta de la empresa
sola? —protestó Rafael.
—¿Y qué le puede pasar? —replicó con sorna el
contratista —. ¿Que venga un conductor borracho a toda velocidad y se la lleve
puesta? No veo mucho tránsito por acá…
—Que se la roben…
—¿Quiénes? —intervino Alejandra —¿Las vacas?
Los wichis apiñados en la cabina rieron
tímidamente. Era evidente que más allá de su dialecto entendían el castellano.
—Licenciada… —le replicó con burla Rafael—. No
hay vacas en el monte.
—No hay más que pensar. Nos vamos con ustedes
—dije, dando fin a los inútiles comentarios que se estaban tornando agresivos.
El pobre cacique fue recluido a la caja, donde
también subieron los varones de nuestro equipo. Las mujeres subimos a la
cabina, sin quejamos del arraigo machista de esta disposición.
En un momento dado mi mirada se cruzó, de modo
azaroso, con la de Pablo. Una corriente de alto voltaje me atravesó en una
fracción de segundos por el cuerpo. Sabía que no podía ser, que seguramente mi
psiquis me estaba jugando una mala pasada…
—Son personas maravillosas —la escuchaba decir
a Rosa en su singular castellano —. Nosotros somos de Canterbury, Inglaterra.
Mi marido fue designado para venir a cargo de un grupo de misioneros, y la
primera vez que vino, se enamoró del lugar. Al año siguiente me trajo a mí, y
ambos decidimos radicarnos en este lugar. Nosotros pertenecemos a la Iglesia
anglicana.
—¿Y qué hacen en la aldea?
—Vivimos con y como ellos. Son un pueblo que
sobrevive gracias a la pesca y de la recolección de los frutos del monte.
También son hábiles artesanos, trabajan la madera y el tejido. Justamente en
esta mañana nos fuimos al monte para recoger el chaguar, que es la planta de la
que hacemos los hilos de los diferentes tejidos.
—¿Y qué hacen con sus artesanías? —preguntó
Alejandra.
—Las vendemos. Gracias a nuestros contactos
gran parte de ellas las enviamos a Europa, otras las colocamos en distintas
localidades de este país, sobre todo en centros turísticos. Pablo nos ayuda con
eso.
Me volví nuevamente para el aludido. Atento al
camino, su perfil volvió a azotarme. Supe que de algún modo él se hizo
consciente de mi mirada.
La invisibilidad de mi yo comenzaba a
fisurarse…
—Viven en construcciones de barro, normalmente
de un solo ambiente, con apenas unos catres para dormir —continuó relatando la
inglesa —. Lo demás es monte, y a unos metros, paralelo a la ruta, el río
Pilcomayo, nuestra fuente de alimento.
—¿Y cómo pueden vivir así? —la ridícula
pregunta de Carla—. En tanto tiempo de misión y con recursos del extranjero…
¿no pudieron mejorar su situación?
Alejandra le dio un codazo por amonestación,
pero la frase ya había sido pronunciada.
—Sobreviven como lo han hecho durante miles de
años… Lo que se considera “mejor”, “progreso”, “calidad de vida” ... es una
cuestión de cultura. Toda cultura naturaliza sus conceptos. Eso es lo que me
enamoró de este lugar: gozar de las alegrías, de los dolores, de las esperanzas
y de las ansiedades, las mismas para todos los humanos, en este contexto tan
cercano a la Madre Tierra. Yo provengo de un país desarrollado, crecí en medio
del bienestar económico y social, y no obstante este encuentro con un modo de
vida que a nosotros nos parece imposible de soportar me resultó tan
significativo que decidimos quedarnos aquí, donde el aire es puro, donde se
siente el paso de las estaciones, donde el tiempo se detiene y no caduca, donde
la tierra nos alberga y el monte nos alimenta. Aquí encontramos nuestro lugar y
nuestro sentido.
—Llegamos —avisó Pablo, para alivio de la
situación.
Descendimos. Los lugareños, no sin antes
saludarnos con timidez, se fueron internando a lo largo de un polvoriento
camino adyacente para perderse en medio de la oscuridad.
El cielo explotaba en estrellas.
Rafael se había comunicado con la empresa
cuando apenas hubo señal en su celular. Se confirmó nuestra hipótesis que nos
estarían dando por perdidos al desencontrarnos con el remolque, el cual había ido a la ruta en la que se suponía que
estábamos varados.
La recepcionista de la empresa quedó en hacer
las gestiones de nuestro rescate.
Que, por cierto, no fue tan inmediato. Entre
las personas que había que llamar, y las autorizaciones pertinentes, terminaron
pasando por nosotros en las primeras horas del siguiente día.
Rosa y su marido nos dieron alojamiento en su
pequeña y sencilla casa, la única construcción, junto al salón comunitario, de
material, de estilo rústico y minimalista.
De cena nos ofrecieron agua fresca y vino, y
un sustancioso guisado de pescado.
—Llevamos poco efectivo encima… Si tienen
alguna cuenta les hacemos transferencia…—dijo Alejandra.
—No se preocupen —respondió Rosa —. Acá
podemos sobrevivir sin dinero… Les puedo encargar mejor que luego nos acerquen
medicamentos, ropas… Pero no como pago, ésta es nuestra hospitalidad…
Para el escaso descanso que podíamos
disfrutar, nos acomodaron en unos sillones, óptimos para apoltronarse, que se
encontraban en el propio comedor, a unos pasos de la mesa.
Pero la sobremesa fue extensa. William, el
fornido misionero anglicano, permanecía al lado de su mujer, hablando cada
tanto en un castellano duro y cerrado. Rosa, en cambio, se explayaba en relatos
sobre las características del lugar y lo que hacía en su vida diaria.
Nos contó también, y con lujos de detalles, lo
que para ella había significado el primer encuentro con la comunidad, las
repercusiones que esto tuvo en su forma de mirar al mundo y cómo encontró su
lugar (un lugar compartido con su marido) en medio de esta comunidad.
Sus palabras iban tejiendo en mi interior una
compleja trama de intensos sentimientos. Era como si de pronto un tornado
hubiera ingresado a la tierra de mi alma volando por los aires todo el
laborioso universo de ideas y creencias que sostenía -o más bien, me sostenían-
en la vida.
Rosa era una mujer apasionada detrás de su
sonrisa serena y su voz suave como un arrullo. Sólo un alma inquieta y
decididamente desnuda de convencionalismos sociales podría llegar a elegir para
sí un estilo de vida tan incomprensible según nuestros estándares culturales.
Pero yo entendía su ganancia: había encontrado un lugar, “su” lugar, y radicada
en él desplegaba la existencia.
Tal vez mi ser “de aquí y de allá” no
signifique libertad, sino más bien inconsistencia. Quizás por ello dicho
desarraigo no produzca el placer de la libertad, sino más bien la sensación de
sentirse una “cuasi realidad”. Un fantasma que vaga por el mundo sin raíz, sin
ser, sin consistencia. Ese era el resultado de mis dos planos: un avatar que
interactuaba desde el yo periférico e intrascendente con el mundo circundante,
y una psiquis que se nutría afectivamente de un amor imaginario.
Ser “de aquí y de allá” no era libertad, era
carencia de ser. Era, en definitiva, sentirse sin un lugar propio en el mundo.
Hasta el momento creía, sin llegar a dudar ni
un segundo, que por mi rareza ese lugar destinado a mi pertenencia realmente no
existía. Pero Rosa también era “rara” ... ¿Y si hubiera más “raros” en el
mundo, que tal como yo, se escondían detrás de sus propios avatares?
¿Y si por allí hubiera un Franco -real-
sufriendo la misma carga de soledad e incomprensión que yo? Si lo hubiera,
seguramente se estaría haciendo la misma pregunta.
Pablo se había retirado a dormir. Usualmente
utilizaba los sillones de esta casa anfitriona, pero en esa oportunidad nos los
había cedido, por lo que pernoctaría en su vieja compañera, la Ford.
Durante la cena no pude menos que mirarlo de
soslayo. Una y mil veces me decía a mí misma que mi psiquis me estaba jugando
una mala pasada: su rostro me representaba el de Franco. Sabía que no era,
nadie podría serlo, pero en ese hombre (de pocas palabras según el acertadísimo
decir de Rosa) no dejaba de ver, de carne y hueso, a mi amor imaginario.
Decididamente me había cansado de los dos
planos, del avatar social y del triste recurso al amante imaginario. La soledad
era insoportable.
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Cuando apenas la claridad se empezó a filtrar
por los amplios ventanales del comedor, estando el resto del equipo someramente
adormecido, salí para ver el amanecer del monte. El aire fresco, con rumor a
vida que despierta siempre tan igual y tan nueva, me envolvió con su hálito
reconfortante.
Mi mundo circundante iba tomando forma: un
sendero extenso surcando la explanada de tierra árida y salobre. A lo lejos
aparecían las diminutas construcciones que representaban las viviendas de los
aborígenes, lejanas entre sí, como pequeños montículos que se mimetizaban con
el paisaje.
En las inmediaciones del salón comunitario
había un añejo árbol cuyas ramas cantaban la singular melodía del viento
brincando entre las hojas. Su frondosa copa cobijaba un rústico banco de
madera. Me senté en él dejándome absorber por la inmensidad del lugar. Activé
todos mis sentidos, y por ese instante detuve el continuo fluir de las
cavilaciones mentales. Era ser. Estar. Contemplar. Percibir. Ser parte de… Un
lugar propio en el mundo para darse cuenta de que existo.
No soy un fantasma.
Pablo vino a mi encuentro, con una jarra de
café en sus manos. Y me la tendió.
El amor, Dios, la religión… ciertamente son
una ilusión, una aspiración, y un deseo potente que con invisible fuerza
tracciona nuestras existencias.
Casi todo lo que nos rodea parece demostrar
que esa ilusión no tiene modo de hacerse real. Pero ¿cómo es posible tener sed
de lo que no existe? ¿Cómo es que hay una necesidad que la realidad no
satisface? Si hay sed, es porque el agua existe.
William y Rosa tal vez fueran un testimonio de
que aquello ilusorio puede convertirse en real.
Tal vez, sólo tal vez, no haya que rendirse a
la soledad, y sea posible ser soberanamente libre “de aquí y de allí” sin dejar
de tener un lugar propio. Quizás, sólo quizás, las líneas paralelas no lo sean
tanto y en algún punto se crucen, un punto donde el amor y la libertad se
encuentren siendo realmente amor y realmente libertad. Realmente pertenencia a
la tierra de los vivos.
En todo caso había que arriesgar. Arriesgar a
creer, arriesgar a mostrar mi yo al desnudo, sin avatar mediando.
Pablo pudo ver en mí lo que nadie vio nunca
jamás y yo pude ver lo que nadie vio en él nunca jamás.
Las líneas paralelas, la ingrávida figura de
Franco y la tortura de actuar según mi avatar social se disgregaron en la
medida en que daba paso a una relación real.
Aquel evento, desafortunado para mis colegas,
significó el gozne sobre el que giró la integralidad de mi existencia.
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