Amor pirata
Cuando el corazón es el mar y el mar es el corazón, no existe tierra firme que pueda sostener la huella de un andar humano por la existencia.
Las venas de Perla Barbanegra, una bucanera que, de hecho, no poseía ninguna barba de tal color, pero se hacía llamar así atribuyéndose ser bisnieta del renombrado pirata, estaban saladas de tanto errar por los desgastados mares del mundo.
Su codicia era insaciable, a la par de su sed de sangre, razón por la que su temida fama recorría, cual viento, toda la redondeada faz de la Tierra.
Se decía que su cama se teñía de muerte toda vez que alguien, seducido por los encantos de mujer, quedaba atrapado allí, como bicho en una telaraña. Esto le valió el apodo, nunca mejor legitimado, de “viuda negra”.
Su mirada altiva, puesta en ese horizonte azul donde el mar y el cielo se confunden, transparentaba la singular alquimia de un espíritu hecho de rabia y melancolía.
Allí donde fenecía el siglo XVIII, la fragata “Loba solitaria” hacía estragos por las rutas comerciales que unían el joven continente americano con Europa. Las cábalas que realizaban los marinos de las flotas europeas para ahuyentar al demonio de la “Loba Solitaria” se multiplicaban hasta el ridículo: prohibido invocar su nombre, santiguarse tres veces antes de la puesta del sol, arrojar alguna prenda íntima al agua en las noches de luna llena, abstención sexual antes de zarpar…
Los marinos jóvenes de apreciable figura debían temer el doble, pues eran pasibles de ser seducidos por los encantos de esta singular capitana y al embriago de las encendidas hormonas ávidas de placer, terminar en la litera de Perla, quien luego de una o dos noches de desenfrenada pasión les consumía el aliento clavándoles un puñal en el pecho.
De ese modo el lecho de la Barbanegra devenía en un altar de pasión, amor y muerte.
Se calculaba que era incalculable (vaya paradoja) los cofres de tesoros escondidos por doquier, propiedad (usurpada propiedad, para ser exactos) de la bisnieta del mentado pirata. Podría vivir holgadamente en los grandes castillos de España o América, pero las telas de seda no eran para ella. Ni los carruajes, ni la corte, ni los salones de baile…
A bordo de “Loba Solitaria” se sentía en su hogar, como un agraciado caracol que puede portar su casa a cualquier lado. La situación ideal, sin dudas, para quien sienta sus raíces precisamente en no enraizarse en lugar alguno.
Había, sin embargo, un tesoro en particular que llevaba siempre consigo en un lugar secreto de su camarote. Se trataba de un cofre cualquiera, cuyo contenido sin par había embargado, podría decirse, su alma. Allí residía lo feroz de su ferocidad, lo brutal de su brutalidad, lo furioso de su furia indómita. De allí su instintiva pasión en arrastrarse sin ton ni son por los mares, en búsqueda de tesoros y amores de muerte, sembrando el pánico en los lares que fueran líquidos y pudieran soportar el paso de una embarcación.
Su tripulación entera sabía de sobra que en ese cofre legendario residía el demonio de aquella mujer, pero ignoraban el contenido real de éste. Todo lo que había en torno a ello eran especulaciones, y de las más disímiles: sería una joya preciosa del propio Barbanegra bisabuelo, sería el mapa de todos sus tesoros desperdigados por las gratas aguas del Caribe, sería el título de propiedad de alguna isla paradisíaca…
Como suele suceder en estos casos la realidad era muy diversa. Se trataba de un corazón vivo, un corazón de amante enamorado… Todas las noches, en la soledad de su litera, Perla Barbanegra lo sacaba sigilosamente a la escasa luz de luna filtrada a través de las claraboyas y lo abría para escuchar su vibrante latido. Sí, seguía allí, esperándola.
El embrujado cofre con su singular contenido lo había adquirido en el devenir de la vida, ya ni sabía cómo ni dónde, quizás lo tuvo con ella siempre. Encontrar el cuerpo donde pertenecía ese corazón era el norte de la vida de esta pirata; a causa de ello saqueaba todo barco que se asomase en su horizonte con la esperanza renovada de hallar al amor de su vida.
Con mucha dedicación y destreza seducía a aquellos marinos que suponía podrían ser el dueño de ese corazón, pero una vez enredados en sus sábanas, al percatarse que tenían un corazón propio -luego, no podían ser el amor que ella buscaba- les clavaba su daga, de puro despecho.
Y así, en su fragata “Loba Solitaria” barría los mares sembrando muerte por doquier; y así, infatigable, vagaba por los océanos devorando con avidez el horizonte incierto con sed de amor; y así, en una hora de un día de un mes como uno de tantos, el aliento de su existencia fue a fusionarse con la nada misma antes que hubiese hallado el cuerpo concreto de aquel corazón encofrado. Nunca se supo si éste continuó latiendo luego de la muerte de Perla.
En realidad, nunca se supo si ese corazón existió realmente.
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