Esa mañana, cuando nos estábamos preparando
para salir hacia la obra, entre los mates que compartimos en un distendido
momento de camaradería, Rafael estaba haciendo alarde sobre sus conocimientos
de grafología.
—Cuando dejé la carrera de medicina, empecé a
hacer varios cursos de cualquier cosa. En eso tomé uno de grafología. La verdad
es que tampoco lo terminé, pero algunas cosas me quedaron y puedo descifrar los
rasgos de la personalidad de cualquiera “leyendo” su firma.
La mayor parte de los allí presentes nos
dedicábamos a los cálculos, a los números y a las inamovibles leyes de la
física, por lo que aquello nos pareció poco menos que ciencia ficción. No
obstante, a modo de juego, Matilda, la administrativa que siempre permanecía en
el obrador, lo desafió.
—¡A ver qué nos decís de nuestras firmas! —y
le tendió la suya.
A todos los encuentros y eventos sociales, aún
los distendidos, solía percibirlos con una absoluta mediatez, como si ellos y
yo no perteneciéramos al mismo plano de realidad. Sabía que no era invisible,
porque de algún modo interactuaban conmigo.
Sin embargo, yo sí me sentía invisible, casi que no estaba allí, como si
todo lo de mi alrededor fuera la proyección de alguna película, o bien, era yo
la proyección sobre un escenario real.
Por ello seguía levemente el hilo de esa
singular conversación.
—Le ponés un punto final a la firma, señal que
sos una persona segura de vos misma…
Y así siguieron. Yo comentaba apenas, reía y
exclamaba sonidos por cortesía, como un personaje.
—¡A ver su firma, ingeniera!
De pronto me vi tendiéndole una servilleta con
mi firma estampada en el centro. Él la recibió y la observó con cierto sigilo
-yo era su jefa- y al cabo de unos segundos dijo:
—Tiene dos trazos paralelos. Esto quiere decir
que la línea de sus deseos no se cruza con la línea del deber ser. Los deseos y
la realidad van en paralelo, no se relacionan.
Era un juego, se suponía que nadie realmente
se tomaría en serio la idea de que la letra de cada quien pudiese transparentar
los imbricados vericuetos de la oscura psiquis humana. Pero del mismo modo en
que un incrédulo en los extraterrestres, si se encuentra con uno, más allá de
cualquier razonamiento no le resta otra alternativa más que la de aceptar la
evidencia, así, de ese mismo modo, debí rendirme a la radical realidad de
aquellas palabras. Me sentí representada en todo.
Sí, vivía en dos planos. Franco siempre fue
invisible, hasta para la psicóloga que hacía unos años atrás me había atendido
a lo largo de un tiempo considerable; no obstante, en aquella breve sentencia
temí que ese fruto de mi fantasía fuese expuesto a la vista de todos.
Sí, definitivamente vivía en dos planos; el de
la realidad circundante y el de mi fantasía, que era más o menos lo mismo que
hablar del “deber ser” y el del deseo.
—Dentro de unos minutos llega la camioneta
para llevarlos —escuché decir a Matilda.
El discurso interno que me acribillaba siguió
mis pasos hasta la oficina donde estaban las cosas que tenía acomodadas para
portar en nuestro viaje…
El problema es que ese “deber ser”, o plano de
la realidad, lo había elegido por mí misma. Nada se me imponía por fuera de mí.
No había mandatos familiares ni presiones sociales que me hubieran arrastrado a
titularme en lo que me titulé, ni trabajar en lo que hacía. ¿Quién imponía ese
“deber ser”? Pues si lo imponía yo misma ¿acaso era a espaldas de mi deseo?
—Evidentemente el trazado de las dos líneas
viene por el lado de los afectos, y no de la profesión —me dijo Franco.
Sí. Claro. Efectivamente me sentía sumida en
una absoluta soledad…
—La soledad es para mí mi compañera —le
contesté—. Para mí la soledad no es una circunstancia, no es una adversidad… es
simplemente una forma de ser. Nació conmigo, creció conmigo y nunca jamás se me
ocurre pensar que debo desasirme de ella. No hay modo, a no ser que traicione
mi propia personalidad. Mientras yo sea fiel a mí misma, nadie podrá
entenderme. Mi verdadero yo es invisible para todos.
—Por eso te refugias en mí… Pero yo no te
puedo dar contención real. Yo soy parte de vos misma. No soy alteridad. Te
puedo dar ilusión de amor, pero no amor realmente.
—¿Amor? Ya lo sabemos bien, es el mayor fraude
social que existe. El amor no existe, es una aspiración irracional, como Dios,
como la religión. Es una ilusión que todos persiguen para amenizar lo absurdo
de la vida. Yo no estoy más sola que cualquier persona que diga amar y ser
amado, sólo que soy plenamente consciente de ello. Sí, vivo el amor en una
fantasía, pero por paradójico que eso fuera, lo hago de un modo muy consciente,
sabiendo que la realidad nunca me va a brindar real alivio al dolor.
No hay alivio, no existe. Lo que yo buscaba en
el recurso a la fantasía de Franco es lo que todos buscan en la realidad, sin
saber que es en sí una fantasía. Luego, mi fantasía es más realista que la
realidad de estos que fantasean sin saberlo.
—Nada más que ya, a mis treinta y seis años
estoy cansada de este doble plano. Estoy cansada de relacionarme con el resto
del mundo desde mi personaje, estoy cansada de sonreír sólo cuando me refugio
en mi relación contigo, Franco.
Nadie tenía acceso, ni lo había tenido jamás a
mi yo real, un yo que tal vez fuese también tan invisible como Franco. Me
cansaba sostener el avatar con quien me relacionaba en el plano de la
“realidad” porque eso me quitaba espontaneidad, me implicaba una serie de
esfuerzos por controlar todas y cada una de las palabras y de los gestos
expresados, a más de sentirme en permanente alerta y ansiedad, temiendo a que
sucediese algo para lo que no tenía la respuesta apropiada.
Era una marioneta dirigida por mí misma en un
escenario que me era extraño, en una obra cuya trama desconocía y que no
terminaba de saber qué era lo que se esperaba de mí.
Desde mi avatar había entablado algunas
relaciones amorosas intrascendentes, pues el sexo y el compartir algunos
eventos sociales no daban combustible para nada más. El yo continuaba oculto, a
salvo.
Me estaba cansando de las líneas paralelas.
Pero ¿qué remedio?
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