domingo, 10 de noviembre de 2024

Silencio. Él no llama

 


Silencio 


Quien piense que el silencio es ausencia de palabra se equivoca. El silencio es otro tipo de palabra que, así como cuando está inserto en una melodía toma el color y el sentido de ésta, así cuando está en medio de una determinada situación -comunicativa o incomunicativa- releva un concepto específico. Esta palabra inarticulada irrumpe en el escenario lingüístico, que por su propia naturaleza es de carácter relacional,  preñada de sentimientos profundos, con una contundencia radicalizada, por lo que su poder efectual es notablemente superior a la propia verbalización de la palabra. 


Ana Clara revisaba el celular en cada fracción de segundo preguntándose cómo era posible que el tiempo haya detenido su eterno fluir. En su percepción temporal había transcurrido como una hora desde la última vez que lo revisó… pero según los números cronometrados acusados por el propio dispositivo había sucedido apenas siete minutos.


Y nada.


Sus libros estaban allí, esperando la tibia caricia de sus pupilas; pero ella leía sin leer. Luego de dos páginas llegaba a la conclusión que no tenía ni la más remota idea de qué estaba leyendo. Era literalmente estar perdiendo el tiempo, un tiempo que para su teléfono móvil se había congelado en la espera de esa respuesta que no llegaba.


La luz de la tarde moría en las ventanas de su diminuta habitación. Faltaba una semana para ese examen, y al paso que iba no lograría ni la mitad de los temas sabidos. Es que su mente no conseguía sacar del foco de atención la imagen de ese rostro masculino, sugerente y seductor, que cuando volvía a ella su viril mirada le convulsionaba sus entrañas de mujer.


A “Anatomía III” la había preparado el semestre pasado con Ricardo. De allí, huesos van, huesos vienen, entre esos nombres imposibles de pronunciar de corrido sin que la lengua se trabe en el intento… de allí, mates van, mates vienen, en medio de interminables charlas donde pudieron conocer algo más íntimo de ellos mismos… de allí comenzaron a estrechar un vínculo sentimental.


Ambos eran compañeros en algunas de las materias del tercer año de medicina en la Universidad de Córdoba. Ninguno de los dos eran oriundos de allí. Ana Clara venía del sur, de un pueblo cerca de Bariloche, y él del norte, de Formosa.


El resultado del estudio conjunto de “Anatomía III” fue que para cuando rindieron con éxito el examen ya estaban remando mar adentro en alguna suerte de relación amorosa.


“Alguna suerte de relación”... sin haberse presentado socialmente como novios, el grado del vínculo era sensiblemente mayor al de “amigos con derechos”, porque de algún modo los dos daban por entendido que tenían exclusividad en lo referente a encuentros sexuales, y sensiblemente menor a la formalidad de un matrimonio. En esa gradualidad infinita se circunscribía esa “suerte de relación”.

Lo más probable es que si a ambos les presentáramos un segmento donde un extremo tuviera por nombre “amigos con derecho” y el otro “matrimonio”, y les indicáramos señalar en qué punto del segmento ubicarían a su relación, obtendríamos resultados muy diversos.


Pues en la mente de Ana Clara, proveniente de una tradición familiar más lindante a lo conservador, el vínculo sexual ya era de por sí significativo, y necesariamente implicaba una conexión comprometedora. Ella daba por sentado que Ricardo sentía lo mismo, sobre todo luego que él manifestara, a pocos días de su desaparición,  haber encontrado en ella “a la mujer de su vida”... Más aún, el último fin de semana que pasaron juntos habían incluso hablado sobre la posibilidad de convivir.. 


Luego de eso, inesperadamente, él se tornó distante… 


Comenzó por evitarla faltando a sus clases… Siguió luego por no contestar las llamadas, respondiendo a duras penas los mensajes con monosílabos, cuando no escondiéndose detrás de los numerosos stickers de la aplicación de whatsapp, hasta desembocar finalmente en la “no respuesta” absoluta.


 El paso siguiente fue bloquear a Ana Clara de las infinitas redes sociales por las que tenían contacto. 

Sin explicarse cómo fuera posible que su “suerte de relación” se hubiera evaporado como abducido por selenitas, cobró valor para apersonarse por el edificio donde Ricardo alquilaba su monoambiente, y allí se enteró por boca del conserje que había retornado a sus pagos.


¿Será que tuvo una urgencia? ¿Pero qué urgencia puede ser tan… urgente… que no le haya permitido ni tomarse un segundo para enviar un puto mensaje que le revelara todo, lo que fuere?

Y eso era todo lo que Ana Clara, a dos semanas del suceso, seguía esperando: una palabra, un mensaje. 


¿Qué podría significar ese absurdo silencio? No había mediado desentendimiento alguno entre ellos, ni un entredicho, ni una mísera señal de que en la relación algo no estuviera funcionando. 


Fue como si le cercenaran, sin anestesia y en vivo, un miembro del cuerpo. Sigamos con esta comparación: de pronto te encuentras separado de tu brazo, ¡pero si hasta hace poco era parte de mi yo!, la sangre, en lugar de continuar su recorrido por el circuito cerrado que corresponde a todo el sistema circulatorio, de repente se derrama en un vacío donde ya jamás encuentra nuevamente su cauce; la mente comienza a percibir el dolor agudo de la herida y del vacío de aquel miembro que ya no es más parte del cuerpo.


Del mismo modo que el flujo de las venas manaría de esa inmerecida amputación, así brotaban las lágrimas de los ojos de Ana Clara y las lúgubres cavilaciones en su mente.


¿Se habrá enojado por algo? ¿Y si le hubiera mentido, desde el inicio, y fuera en realidad un hombre comprometido con alguna devota mujer que le estaría aguardando en Formosa? O bien… ¿se habrá asustado de llevar a la relación a otro nivel, situación que, por otro lado, él mismo propuso?


Silencio. 


Eso era lo peor, no saberlo. 


Si al menos dijera algo, un “terminemos”, “no te quiero”, “se acabó”... Sin duda que el silencio estaba diciendo esto, pero de modo cobarde, pues si se habían usado palabras para iniciar el vínculo, lo más sensato era que se le diera palabra también a su finalización. 

Ese silencio era una intolerable estafa para seres lingüísticos, como son los humanos. 


Los libros continuaron en la misma página aquella noche, mientras su celular persistía en su mutismo testarudo.

Silencio.


Como una vena abierta, sangró a más no poder, pero a la larga cicatrizó como pudo, quién sabe si del mejor modo, cuando en su mente la gran incógnita que representó ese mutismo fue al fin resuelta. Las palabras de Ricardo, aquellas a las que su corazón se aferró para ilusionarse con aquella “suerte de relación” habían sido fraguadas al calor (calor… precisamente eso) de ese invaluable instante donde el deseo aviva la pasión en el singular cortejo pre-apareamiento… Y el silencio del post-apareamiento fue como una goma de borrar que invalidó todo aquello.


Lo interesante del silencio no era saber con cuál palabra Ricardo hubiese llenado ese vacío comunicativo (qué argumento daría él a su distanciamiento), sino cobrar conciencia de lo que estaba detrás de su decisión de permanecer mudo. 


Un hombre sin palabra, un imbécil.


Ricardo era una mierda. Ni más ni menos.


“No hay que creer en las palabras, todo los hombres te mienten”, fue la moraleja que extrajo la estudiante de medicina de aquella desafortunada situación.


El devenir de la vida continuó su marcha. 


Silencio.


Ana Clara nunca más recuperó la confianza en las palabras de amor. 



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