Mi mente se encontraba plácidamente sumergida
en un mar de números y cálculos que, profusos e informes, se asomaban por la
diminuta pantalla de mi laptop, cuando de repente escuché -o más bien dejé de
escuchar- el suave rugido del motor. Acto seguido, invariable en estos casos,
Rafael comenzó una serie de intentos de dar arranque nuevamente a la camioneta
que nos transportaba.
Las frugales conversaciones que venían
manteniendo los tres pasajeros de atrás de pronto dieron paso a un silencio
cargado de tensión.
Sentada en el asiento del acompañante, corrí
mis pupilas hacia el costado, visualizando el panorama por detrás del cristal
de la ventanilla: estábamos en medio de la mismísima nada.
Al cabo de algunos segundos mechados de una
serie guturales de insultos y chasquidos de lengua que emanaba de los labios de
Rafael, el conductor, quien seguía intentando dar arranque al motor, nos dimos
cuenta de que estábamos en problemas.
Por acto reflejo, miré mi celular.
Definitivamente estábamos en problemas.
—Esta camioneta quedó muerta —sentenció
Rafael—. Parece un tema eléctrico porque
ni el aire acondicionado funciona.
—¡La que te parió! —exclamó Roberto, el
contratista de la obra.
Alejandra, Carla y yo permanecimos mudas por
unos instantes, al cabo de los cuales comenté:
—No tengo señal en el celular…
—¡Yo tampoco!
—¡Ni yo! ¿Qué carajo pasa? ¿No es ésta una
camioneta con wifi? —inquirió Carla, la encargada del área de biotecnología.
—Sí, pero todo depende de la batería, que es
lo que por lo visto quedó muerta.
Los cinco pertenecíamos al equipo técnico a
cargo de la construcción del nuevo hospital en una zona rural, a unos 20 km de
la localidad de Santa Victoria, en el norte de Salta, sede estratégica donde se
entrelazarían diferentes accesos viales para cubrir los servicios sanitarios
básicos de diferentes comunidades, mayormente de pueblos originarios, que se
radicaban a la vera del río Pilcomayo, en el límite con Bolivia y Paraguay. Nos
dirigíamos desde nuestro campamento, a la salida de Tartagal, hacia el todavía
desnudo nosocomio para inspeccionar el avance de obra.
El proyecto incluía la pavimentación de todos
los accesos, pero los diferentes tiempos burocráticos, administrativos y
presupuestarios dieron por resultado que se retrasara la pavimentación en
demasía, por lo que todavía había varios tramos de los diferentes caminos de
tierra.
Siempre tomábamos la ruta principal, asfaltada
en su totalidad, pero esta vez llevábamos cierto apuro, por lo que decidimos
tomar un atajo. Lo cual hubiera resultado exactamente así si las condiciones de
camino, luego de la temporada de lluvia, no estuviesen tan deplorables, y… si
no se hubiese descompuesto ese armatoste soberano sobre el que nos
deslizábamos.
—Esta camioneta es la más nueva de la empresa.
Hace poco la compraron. Para mí es una falla de fábrica —acotó el conductor.
Una observación absolutamente inútil, dadas
las circunstancias.
—Bueno… la obra está en marcha, seguramente
alguien pasará por acá… —aportó Alejandra, la agrimensora, en un tomo que
parecía más una expresión de deseo que afirmación.
—¿Y no hay forma que te pongas a ver si se
puede hacer andar la camioneta? —le pregunté, casi como reproche, a Rafael.
—Soy técnico, pero con este tipo de camioneta
no se puede hacer nada sin instrumentos apropiados. Repito, éstas casi nunca
fallan.
—Casi nunca… —masculló para sí Alejandra—.
Justo viene a fallar ésta, aquí y ahora. En el medio del monte, sin señal, en
una ruta alternativa que nadie toma. ¡Genial!
—¡Mierda! —exclamé—. No puedo permanecer
quieta. Voy a salir por el camino, seguro que en algún momento o en algún lugar
encuentro señal.
—¿No le da miedo ingeniera? —me preguntó
Roberto—. Puede haber serpientes.
—Tengo botas, y voy a caminar sólo por la
ruta. Quizás por allá —y señalé hacia adelante— en esa lomita encuentre señal,
así puedo llamar al remolque.
Salí del vehículo y la calurosa siesta del
monte me dio su bienvenida. Pensar que alguien nos encontrara en esa ruta
alternativa era casi un acto de fe. Nada nos hubiera recomendado atravesarla si
no confiáramos, en demasía al parecer, en las nobles ruedas e increíble
suspensión de nuestro sofisticado utilitario… Por entonces inerte sin una gota
de energía.
Pero allí estábamos, en el corazón del monte.
Comencé a caminar, con el celular en mano,
auscultando cada tanto para ver si acusaba señal.
Inspiré profundamente la sinfonía de aromas
que ofrecía el monte. Mi conciencia quedó, de algún modo, suspendida en la
porosa medianera entre las imágenes sensoriales que se representan en la mente,
a causa de la realidad material circundante, y las imágenes ingrávidas, y
quizás desleídas, que son fruto de algún tipo de ensoñación vacilante.
En definitiva, todo está en la mente…
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